– La Serpiente. Andará por aquí.
El hombre alzó la mirada. Estaban muy cerca de unas extrañas formaciones de roca que emergían de la tierra como enormes monolitos y cuyas paredes mostraban franjas que iban del rosa pálido al naranja. La risa se escuchó más clara. No sonaba como la Serpiente. Adán corrió hacia las rocas de donde provenía el sonido. Eva lo siguió. Las vieron surgir en lo alto de uno de los promontorios. Hienas. Seis o siete. El hombre sonrió. Recordó el nombre aquel haciéndose en su mente, construyéndose en su boca. Por primera vez asoció el sonido de las hienas con el de su propia risa. Las llamó. Los animales siempre se acercaban cuando él los llamaba. Las hienas no obedecieron. Husmeaban el aire. El sonido de sus risas se diluía en roncos gruñidos. Los observaban y se movían inquietas. Eva vio una de ellas empezar a descender. Sin saber por qué sintió frío en la espalda.
– No nos reconocen, Adán -dijo, con el pecho apretado, en guardia-. No las llames más. Vámonos de aquí.
Adán la miró con extrañeza. Descartó su preocupación con un gesto que afirmaba su señorío sobre las bestias. Las llamó de nuevo.
Eva retrocedió amedrentada. Dos hienas bajaban del promontorio. El resto daba vueltas arriba como si no atinaran a saber qué hacer, inquietas, emitiendo sonidos extraños y desagradables.
Haciendo caso omiso de las advertencias de la mujer, Adán fue a su encuentro. A pocos pasos de distancia, extendió su mano para tocarlas, como acostumbraba hacer con cualquier animal en el Jardín. Sólo entonces se percató de cuánto de lo que antes era había cambiado. La hiena más atrevida se agazapó sobre sí misma y de un salto arremetió contra Adán, lanzándole un zarpazo que le rasguñó la mano. Fue la señal para que las otras bajaran a toda carrera de las rocas. Eva gritó tan fuerte como pudo, se agachó, tomó una roca del suelo y la lanzó con todas sus fuerzas hacia la manada de animales. Asustadas por el grito, sorprendidas por las pedradas, las hienas se detuvieron.
Adán siguió el ejemplo de Eva y empezó también a lanzarles rocas, al tiempo que retrocedía, agitado.
Pasmados por lo sucedido, presos de una angustia que les alborotó el pecho, azuzados por el instinto, el hombre y la mujer echaron a correr a toda velocidad en dirección al Jardín.
Poco antes de llegar, jadeando, con el rostro descompuesto, sudoroso, Adán tomó a Eva por los hombros.
– Pediremos perdón, Eva. Nos postraremos y rogaremos a Elokim que nos deje volver. Tienes que prometerme que nunca más comerás de la fruta prohibida.
– Nunca más -dijo ella, asintiendo, dispuesta a cualquier cosa por esquivar la mirada desquiciada del hombre y el miedo que sacudía sus piernas.
– Aún no hemos conocido todo lo que Elokim conoce. No tiene nada que reprocharnos. No hemos cambiado.
Eva lo miró. No quiso decirle que nada quedaba ya del resplandor que antes irradiara, ni que a ojos vista se estaba empequeñeciendo. No quiso pensar en el sonido quejumbroso con que el aire entraba en sus pulmones. El peso de su temor, la carrera frenética huyendo de las hienas, le dificultaban la respiración. Él tenía razón. Lo mejor sería regresar, rogar, humillarse.
Se postraron al borde mismo de la profunda grieta abierta dentro de la cual el aire era ahora claro, y dejaba entrever muy al fondo un amontonamiento de rocas filosas y tersas. Divisaron al otro lado la copa espléndida del Árbol de la Vida. Adán aspiró el aire con avidez. Si pudiese dar un salto que lo colocara dentro del Jardín, no saldría de allí ya más, pensó. Arrodillado al lado de Eva, con la boca rozando la arena del suelo, exclamó a grandes gritos su arrepentimiento, cuanto lamento y ruego alcanzó a nombrar. Eva lo secundó avergonzada y contrita, alzando su voz hasta sentir que todo su ardor se consumía en aquella súplica.
Una ráfaga de viento surgió súbitamente del precipicio y los envolvió alborotándoles los cabellos y despojándolos de las hojas con que habían cubierto su desnudez. Frente a sus ojos el viento se tornó visible, una sustancia encendida y afilada, una gigantesca hoja roja y naranja alargándose y acortándose, restallando a sus pies, más ardiente y terrible que el calor que habían experimentado. La lengua de fuego se abalanzó sobre ellos inclemente, lamiendo las plantas de sus pies, las palmas de sus manos, chamuscándoles el pelo, fustigándolos. Alcanzaron a levantarse, empezaron a correr, retrocedieron. Sin cejar un instante, el fuego fue tras ellos, los empujó inmisericorde por toda la estepa hasta conducirlos hacia la montaña que sobresalía en medio de la formación rocosa. Con los brazos sobre sus cabezas, protegiéndose como podían, los pies desollados y dolientes, Adán y Eva llegaron a la ladera y subieron trabajosamente seguidos de cerca por el fuego. En medio de unos arbustos espinosos, avistaron la boca de una cueva. Tan súbitamente como apareciera, la llama se extinguió con un sonido sordo. Ellos comprendieron que habían llegado a la que sería su morada en aquel paisaje hostil al que los habían desterrado. Sobrecogidos de espanto, se refugiaron el uno en brazos del otro, agitados por un llanto que no lograban contener.
– Ésa es una demostración de poder casi tan impresionante como la Creación -dijo la Serpiente, apareciendo sobre una roca al lado de ellos-. Y pensar que sólo comieron frutas.
– ¿Por qué no pensé en comer del Árbol de la Vida? ¿Por qué no me dijiste que lo hiciera? ¿Por qué? ¿Por qué? -dijo Eva, entre sollozos.
– Ilusa eres si crees que Elokim lo habría permitido. Aun la libertad que les dio tiene sus límites.
– Las hienas nos atacaron hoy -dijo Adán-. ¿Qué pasará cuando lo hagan otros animales?
– Tendrán que aprender a distinguir en cuáles pueden confiar y en cuáles no. Los animales empiezan a tener hambre.
– ¿Qué es eso? -dijo Eva.
– Hambre y sed. Ya lo sabrán. Y sabrán qué hacer. Poco a poco se darán cuenta de todo lo que saben. Lo tienen dentro. Sólo deben encontrarlo. Entren a su cueva. Descansen. Han tenido un día pesado.
– ¿Día?
– Día y noche. Medidas arbitrarias sujetas a la rotación de los astros. Descansa, Eva. Deja ya de preguntar.
Capítulo 8
La cueva era amplia, rocas planas irregulares sobresalían de sus paredes, dejando al centro un espacio cubierto de una fina arena oscura. Los lados se curvaban hacia arriba hasta cerrar una suerte de bóveda horadada en lo alto por un orificio por donde penetraba la claridad. Tras el calor del fuego y el resplandor del día, la frescura y la penumbra de su interior los alivió.
Eva se dejó caer sobre una piedra plana. Adán miró la espalda de la mujer. Sus piernas largas y sus pies recogidos contra su pecho. Parecía el pétalo de una flor. A pesar del pronóstico de que morirían el día en que comieran del árbol, seguía sintiéndose tan intensamente corporal y vivo como tras probar la fruta. Sólo el temor de otro inesperado y cruel castigo le impedía volver a entrar en la mujer y esperar dentro de ella a que se aquietara la agitación y pesadumbre que lo embargaba. Eva empezó a rogarle que le explicara cómo distinguir la vida de la muerte y no podía hacerlo sin tocarla. De tan apretadas unas contra otras, las nuevas y penosas sensaciones apenas le permitían pensar.
– Nunca he sentido esta pena en mis pies, en mi piel. Tengo la boca llena de arena, la garganta me arde. ¿No crees que esto sea la muerte? -gemía Eva, inconsolable.
– La muerte es lo contrario de la vida -dijo él-. Sientes todo eso porque estás viva. Es lo que querías, Eva, ¿no es cierto? -se escuchó decir a su pesar, mientras se sentaba a su lado-. Querías el conocimiento. Esto es el conocimiento: el Bien y el Mal, el placer y el dolor, Elokim y la Serpiente, cada imagen tiene su reflejo contrario.
Por ella sé que estoy vivo, pensó. Aunque sus cuerpos ya no irradiaran luz, aunque estuviesen disminuidos de tamaño y la delicada cola que antes protegía sus escondidos orificios hubiese desaparecido, sentir el deseo de tocarla le impedía confundir la muerte con la congoja del profundo desamparo. Eva lo escuchó. Por más que se limpiaba los ojos, éstos volvían una y otra vez a llenarse de agua. No lograba retornar a la quietud, silenciar sus manos, sus pies, su boca. El dolor se le metía en las palabras. Los rasguños, los cortes, las quemaduras. El cuerpo de Adán era quizás más grueso. O quizás el dolor no entraba dentro de él contagiando de pena sus pensamientos. Ella sentía que las heridas de la piel transferían su ardor al vacío abierto en su centro, un precipicio igual al que los separaba del Jardín. La crueldad de Elokim y de lo que les sucedía la estrujaba sin tregua, dejándola sin ánimo, sin energía para comprender por qué lo hecho merecía los latigazos de fuego que los habían llevado hasta allí.