– ¡No pienso enviarla a eso! -Irina agitó el dedo a modo de respuesta.
– Y yo no pienso ir a la planta de municiones -Ludmila sorbió por la nariz.
– Pero no solamente son municiones -dijo Irina-. También hacen productos para la industria alimentaria.
– Sí, y así la planta no paga impuestos. Además, no importa lo que hagan, no pienso ir.
– ¡Cómo! ¡Entonces me estás diciendo que prefieres venderles placer a los camioneros junto a la carretera!
– Tampoco pienso hacer eso. Tiene que haber alternativas a las municiones y al sexo.
Olga lanzó las manos al cielo.
– ¡En qué oscuro día me tienen que tirar a la cara esas frases obscenas! ¡Menuda palabra para la manifestación más baja del amor de Dios!
– Es la palabra científica, mamá -dijo Irina-. La palabra «sexo» no tiene nada de malo, la usan los médicos. Volvamos al tema.
– Ja, bueno. -Olga se levantó de su silla-. ¡El tema para Ludmila Ivanova no puede ser más simple: hará lo que le digamos nosotras!
– Pero pensemos también que es posible que no la cojan en la fábrica. La fábrica ya ha absorbido un río de gente, puede que no cojan a más, sobre todo a gente no cualificada.
– Bueno, pero tiene otros talentos. Se me ocurre uno que sí que tiene, vaya si no.
Ludmila se inclinó hacia delante para mirar a los ojos de su madre. Se arriesgó en la jugada final.
– Puede que yo conozca una salida, una salida mucho más rápida que las municiones y el placer.
– ¿Ah, sí? -Irina levantó una ceja-. ¿Y qué es, recoger nieve, o desenterrar minas para vendérselas a los Gnez?
– Es una oportunidad cuya forma todavía no conozco, una que está por descubrir: pero si puedo ir corriendo ahora mismo al pueblo, tal vez esté a tiempo de descubrirla.
– Ja, sí -dijo Irina-. Está claro que si vas al pueblo, te construirán un aeropuerto internacional y un centro comercial solamente para darte un empleo. Yo no creo en las hadas, Milochka. Una idea mucho mejor, para el futuro inmediato, es que me digas qué posible oportunidad queda en Ublilsk de la que yo no haya oído hablar en cuarenta años de vivir aquí esta muerte lenta.
– Yo no he dicho que fuera en el pueblo. No he dicho que fuera en el pueblo para nada, ¿por qué no podéis escuchar? He dicho que podría ir en esa dirección para enterarme, y es una acción que puedo emprender de inmediato, esta noche. Mucho más rápido que pedir un trabajo en la planta de Kuzhnisk.
– Ja, y…
– ¡No, escuchad, por favor! -Ludmila le cogió una mano a cada una de sus madres y se las estrechó con las suyas-. Puedo pasarme media noche jugando a interrogatorios con vosotras o bien puedo probar ahora mismo esa oportunidad.
– Y tú escúchame a mí -dijo Irina-. ¿No será ésta, por algún extraordinario vuelco de la fortuna, una oportunidad de naturaleza romántica? Porque deberías saberlo: no he sobrevivido yo en estas montañas teniendo legañas en los ojos. ¿Cuántas veces crees tú que te he visto lavar toda tu ropa de una vez? Nos insultas con tu estupidez, Milochka.
De las entrañas de Ludmila se elevó un calor que le ardió en los ojos. Miró a las dos mujeres por turnos, pestañeando.
– Y no creas que esta noche vas a encontrar la bolsa donde has metido tu ropa. Te vas a quedar aquí para presentar tus respetos a tu abuelo como es debido. -Irina se volvió para blandir el dedo en dirección a su madre-. Y te lo digo, mamá, mi hija no se equivoca cuando dice que aquí hay más trabajos disponibles que venderles placer a los soldados.
– Cierra la boca y oye lo que tengo que decir. -Olga levantó una mano-. Como en todas las cosas, hay un suelo de oportunidades, que te puedes imaginar mirando a esta chica jugosa y turgente como una ciruela, y hay un cielo. Ludmila va a tener que manejarse con el futuro para abandonar ese suelo y ascender. Y eso nos va bien a nosotras, porque es en lo alto donde tenemos más posibilidades de ser rescatadas. -Los ojos de Olga reflejaron el fuego del bidón-. No mojes con lágrimas la nieve, Iri. Ella puede ir a la fábrica de municiones, tal y como hemos discutido ahora. Pero si no la cogen, verás que sigue habiendo posibilidades más grandes. Mira con qué claridad lo tienes sentado delante, a ese regalo inesperado de tu marido. Porque la cosa menos estúpida que Ivan Andreyevich hizo nunca en este lugar, y que los santos me perdonen por pronunciar en alto su nombre en un día como hoy, fue dejar que Ludmila fuera a la escuela superior.
– Y tienes razón -dijo Irina, levantando la vista-. Hasta aprendió un poco de inglés.
– ¡Sí! -Los ojos de Olga se estrecharon hasta convertirse en rendijas-. Tenemos el inglés de Ludmila.
4
En lugar de un desayuno precocinado, por entre el pecho y la espalda de Conejo bajaron crepitando lonchas veteadas de dolor. Órganos parecidos a salchichas crepitaron y escupieron. Todavía estaba tumbado en la bañera cuando un genuino ataque inglés al corazón lo asaltó. Su percepción de las cosas se empezó a deformar. Las burbujas del jabón estallaban. El ruido sordo del agua del grifo se convirtió en una barra golpeando hierro.
– ¿Blair?
No hubo respuesta. La garganta se le agarrotó. Se dobló hacia delante y dio una palmada en el agua.
– ¡Blair!
– Cállate. ¿Y dónde está el impreso para el certificado de nacimiento? -Un cajón se abrió con un chirrido en la cocina americana.
– Eh, me encuentro mal. -Los dientes salidos de Conejo parecía arrastrarse.
Blair cerró de golpe el cajón de la cocina y se acercó con una sonrisita lenta a la puerta.
– Estás sudando como un violador, Nejo. Infarto masivo, ¿verdad?
– Corazón.
– Vaya, lo siento, pero el único culpable eres tú.
– Llama por teléfono. -Conejo agitó una mano.
Blair se asomó al baño. Desde aquel ángulo localizó una caja de cerillas England's Glory y un montón de sus cadáveres ennegrecidos en la repisa de al lado de la bañera. Al lado de ellas yacía un rollito marrón de papel con aspecto de ser una salchicha diminuta a medio comer que alguien hubiera encendido recientemente para usarla como una bengala.
– Un momento. ¿Eso es un porro? -dijo, señalando. -¿Qué?
– Bueno, venga ya.
A Conejo le temblaban las gafas de sol.
– O sea, lo siento -dijo Blair-. Pero no me voy a embarcar en una campaña sistemática de ocultamiento por ti. Simplemente no es viable.
– Estoy teniendo un episodio cardíaco.
– Bueno, eso dices tú. Pero ¿no será simplemente un episodio de miedo? ¿No es acaso una manifestación física de tu miedo a mirar al futuro y a dejar atrás los viejos tiempos?
– ¿Tú eres subnormal o qué te pasa? Mi corazón está teniendo un puto ataque cardíaco.
– Bueno, pues tendrías que haberlo pensado antes de empezar a quebrantar la ley.
– ¿O sea, que no vas a llamar?
– O sea, venga ya… Se te llevarían usando ese código fonético que sea que usan para las sobredosis. Oscar Delta o algo así. Te identificarían como drogata. Y yo también quedaría estigmatizado. Ni hablar del peluquín, Nejo, lo siento.
– No es más que un porro, por el amor de Dios… a los enfermeros no les importa un pimiento, son profesionales.
– Bueno, lo siento, pero creo que ya no lo son. Creo que también les encargan que mantengan la paz. Y con toda franqueza, Nejo, por si sirve de algo, tal como están los tiempos, si no se lo encargan, tendrían que hacerlo. Sobre todo en casos como el tuyo.
La cara de Conejo se volvió hacia la de Blair. Era la cara de un pensionista a quien lo han echado a patadas de su silla de ruedas.
– ¿Por qué, colega? ¿A qué viene esto? Esto es un asesinato.
– No seas absurdo. Además, dudo de que el parasiticidio sea ilegal. Lo más probable es que se pueda comprar espray desparasitador en la tienda de Patel.