– Esto es una atrocidad. Solamente nos tenemos el uno al otro, a ver si me entiendes.
– Bueno, yo no solamente te tengo a ti. Después de hoy puede que no tenga que volver a verte.
– ¿Y eso por qué?
– No importa.
Conejo bajó la vista y la volvió a levantar. Le temblaron los labios.
– ¿Es que no te puedes poner en mi lugar por un minuto? Puede que tú te sientas libre de pronto, pero piensa un poco en el viejo Conejo. Lo único que tengo en el mundo somos tú y yo y una pequeña juerguecilla de sábado noche. ¿Colega? ¿Blair?
Blair se pasó una mano por los restos acartonados de su peinado.
– Bueno, siendo realistas, Nejo, si puedes decir todo eso es que no debes de estar tan mal. -Salió dando zancadas por la puerta, erecto y flamante gracias a su nuevo poder-. Me voy a la oficina del registro y luego voy a pasar el resto del día con Nicki. Y si éste resulta ser mi día de suerte, y la traigo aquí y descubro que no estás muerto, o por lo menos en un estado vegetativo muy profundo, te mataré yo mismo. ¿Me oyes?
Conejo se detuvo en mitad de un gesto de dolor.
– ¿No irás a intentar tirarte a nuestra Nicolah?
– A ti no te importa.
– Anda ya, no puedes pasarte a la sargento por la piedra.
– Bueno, pues resulta que sí. Y no pienso tolerar que la llames así.
– A ver si se me entiende, Blair. Solamente ha venido por pura cortesía. Lo más seguro es que sea una cuidadora.
– Bueno, si estás muerto te da igual, ¿verdad?
– Pero es nuestra puñetera cuidadora, ten un poco de corazón.
– Ya no. Además, ahí está la cosa: ya se ha roto el hielo, nos entendemos y nos respetamos. Sé que puede estar un poco por encima de tu capacidad de raciocinio.
– O sea, que ella ya sabe que no tienes ombligo. Ya hay un poco menos que explicar antes de la Jornada Deportiva de Albion House, pues. Un área insensible, cariño. ¿Qué pasó, que le caíste mal a la Enfermera Jefe?
– Tú sigue con tu infarto. -Blair agarró su chaqueta de cuero nueva del banco de la cocina, se metió las llaves en el bolsillo de los vaqueros con un tintineo y subió las escaleras a todo trapo como si fuera un suicida con una bomba-. Y si llaman del trabajo, me he ido a investigar.
– Y un cuerno.
– Bueno, yo diría que es una investigación, coño. -La puerta principal se cerró con estrépito.
La mirada de Conejo se desplomó. La imagen de su cuerpo en la bañera -un ratón blanco retorciéndose sobre un fondo de esmalte tan sucio que estaba marrón- no parecía real. Además, un gusano de seda se elevó flotando desde su pelvis, contento de haberse ahogado.
Se apartó unos cuantos mechones de pelo de la cara y echó un vistazo al otro lado de la puerta. La salsa espesa de la noche se estaba diluyendo. Aunque el diminuto ventanuco del sótano que daba a la calle estaba cerrado, su cortina de redecilla se mecía por el aire de la calle: una calle que era como una tostada untada con una pasta hecha de hollín de gasóleo y mierda de palomas. Conejo trató de no hacer caso a los aullidos de las alarmas de los coches y de las sirenas que empezaban a elevarse como gritos de almas en pena por todo el barrio. Aquellos ruidos lo sacaban de quicio, lo hacían consciente del alboroto que lo rodeaba, de la ciudad de reflejos escabrosos en el fétido asfalto, de la rueda para hamsters de oportunidades desaprovechadas. Por lo que él había visto podía imaginarse que las entrañas de las mujeres también albergaban sirenas: cláxones vaginales protuberantes, cuyas notas cruzaban bramando o piando el aire púbico del día, por una pura cuestión de moda. Solamente para Blair.
Conejo suspiró.
Se encogió como una larva en una bañera de un sótano de una ciudad con una teta no solamente lo bastante grande como para mantener a músicos callejeros de Ecuador con flautas de Pan, sino para amamantar a tantos de ellos que algunos llevaban ropa de indios para obtener una ventaja competitiva. Un mundo de niños que jugaban a ser adultos, un lugar demasiado ocupado en mirarse a sí mismo en el espejo como para que lo molestara gente como él.
Cada una de sus cavilaciones solitarias traía consigo una flema, y cada flema escupía un chorro de palabras en la mente de Conejo. Las sílabas se aglomeraban en forma de perlas despectivas como «Infarto de Miocardio» y «Parada Cardiaca». Las más puras, del estilo «Vena Cava Superior», serpenteaban y salían disparadas como migas de hojaldre en su imaginación.
– Quédate a este lado de la verja -susurró.
La Verja era un concepto creado por Conejo, una herramienta mental que había diseñado para que lo ayudara a soportar el mundo que lo rodeaba. Se refería a la verja de la resignación, en donde uno recogía las nuevas instrucciones para acomodarse a una vida peor. Por ejemplo: un hombre con buena vista podía dar gracias por su vista de una forma filosófica. La idea de quedarse ciego podía infundirle terror, pero era una idea que odiaría de una forma simple, porque no conocía ninguno de los detalles peculiares de la ceguera. Por lo que él sabía era posible que hubiera un centenar de especies de ceguera. Podía imaginarse que uno se quedaba ciego sin más, pero en el momento en que la visión lo abandonara, y él cruzara la verja, se encontraría con un nuevo libro de probabilidades que aceptar, un nuevo montón de cosas que desear y de otras cosas por las que preocuparse. Puede que hubiera una clase de ceguera en la que los ojos de uno seguían brillando y les resultaban normales a los demás. En cuanto el hombre aceptaba que estaba ciego, aquélla se convertía en una buena forma de ceguera. O puede que hubiera otra clase en la que a uno se le empañaban los ojos, o en la que las pupilas le bailaban frenéticas. Aquélla sería una mala ceguera. Un hombre sano no tenía por qué imaginarse aquellas subespecies del dolor, no se imaginaba el alivio que suponía tener una buena ceguera en vez de una mala. Hasta que cruzabas la verja, donde una serie de flamantes jóvenes expertos vendían nuevas realidades y te hacían sentirte parte del orden un juego de alcance interminable, con gente peor que tú por debajo y un montón de posibilidades por delante para progresar.
Y donde la verdad sería únicamente que estabas ciego.
Cómo deseaba Conejo que se hubieran quedado en el Norte. Cómo echaba de menos la acuarela manchada de té que era el Instituto Albion House; sus pasillos silenciosos; la majestuosidad de sus terrenos, que la explosión del verano convertía en una especie de Borneo sin monos; sus amables rutinas, con la presencia de esa clase de cantos de pájaros decepcionados que llegan como un suspiro tras el silencio, y que viven solamente para lamentar el tintineo de la cubertería sobre la porcelana.
Para algunos, Albion House no era más que un receptáculo para gente tremendamente desafortunada, una presencia siniestra oculta tras árboles vetustos. Pero era el único hogar que habían conocido. Habían salido de Albion de forma extraña. Como mariposas a las que habían soltado como si fueran murciélagos. Nadie sabía realmente qué pasaría.
Los optimistas suponían que se darían un atracón de vida.
Conejo volvió a suspirar y se llevó una mano con esfuerzo hasta la cara. Aparte de su salud, y de los miedos por su salud, y de sus miedos crecientes a dichos miedos, sabía que si llegaba vivo al final del día, tendría una única tarea delante de sí: poner a Blair en el sitio que le correspondía. Y parecía que acababa de aparecer un nuevo instrumento para ello: la asistente sanitaria, Nicolah Wilson.
Conejo se mordió el labio.
Nicolah Wilson soñaba con una vida de besos con sabor a maracuyá. De vitalidad urbana despreocupada al ritmo de bailes étnicos. Los de ella eran los sueños de la New Britannia, un torbellino fluorescente, un carrusel de buen rollo y verdad espontáneos, de risas enormes y de pocas complicaciones o ninguna.
Mientras que los deseos acuciantes de Blair tenían el rubor del culo de un mandril furioso.
Tal vez fuera mejor que Conejo los esperara.