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– ¿Sí? -La trompa de un oboe estrangulado, la voz del médico-. ¿Qué problema hay?

– Dolores en el pecho y problemas para respirar -dijo Conejo entre dientes.

– Y malestar en el brazo y el hombro izquierdos -repitió Nicki por el teléfono.

– ¿Cuál es el que se encuentra mal?

– Conejo. Digo, Gordon.

– Ya veo. ¿Puede usted percibir alguna coloración azul o morada en sus labios?

– No.

– ¿Tiene el pulso muy rápido o irregular?

– No. Pero puede que haya bebido algo.

Conejo le dedicó un encogimiento travieso de hombros al fregadero.

Compton hizo una pausa para carraspear.

– Ya veo. ¿Está sudando, tiene la piel brillante?

– La verdad es que no. Dice que ha tenido un ataque hace un rato.

– Ya veo, ya veo. Ninguno de los dos tiene que beber, ya lo sabe usted. Sin entrar en sus funciones hepáticas, me temo que el alcohol puede precipitar episodios emocionales de alguna clase. Estamos en un territorio psicológico sin explorar. ¿El otro también ha estado bebiendo?

– Solamente un par de pintas.

– Ya veo. Bien. En cuanto a esos síntomas, si es la primera vez…

– Le oigo, doctor.

– No lo avergüence por ello, el estrés puede tener un efecto sorprendentemente poderoso. Tal vez debería dejarme hablar con él.

Nicolah le dio el teléfono a Conejo. Él se sostuvo el auricular contra el pecho mientras componía su voz telefónica.

– Lo siento, Spencer. No es más que mi lío de siempre.

– Lo que pasa, Gordon, es que ahora vives en la sociedad. Me preocupa que las cosas os puedan superar a los dos, todavía estamos en los primeros días. ¿No te sentirías más cómodo de vuelta en el centro, hasta que las cosas se hayan estabilizado? Yo creo que me sentiría más cómodo si estuvierais en el centro, o en casa, con vuestra familia.

– No nos hemos puesto en contacto con nuestra familia.

– Claro, claro… lo siento.

Blair se levantó de golpe del sofá y le arrebató el auricular a Conejo.

– ¿Doctor? ¿Acaso no me dijo usted específicamente que no armáramos alboroto por sus teleles?

– Lo que pasa -dijo Compton- es que el pánico es bastante común, y puede debilitarlo mucho a uno. La mayoría de gente lo sufre en algún momento.

– Pero ¿no me dijo usted que no armara alboroto? -Blair pulsó el botón del altavoz y blandió el teléfono en dirección a Nicolah y luego a Conejo.

– Bueno, está claro que no tiene sentido echarle leña al susto, aunque…

– ¿Lo veis? -gritó Blair-. ¿Lo veis?

– No os preocupéis, no os preocupéis. -La voz de Compton zumbó solitaria por el auricular-. Son los primeros días, es un gran cambio en vuestra rutina. En cuanto las cosas se os asienten en la mente, veréis que estos episodios son cada vez menos frecuentes y menos graves. Aposentaos, no toméis demasiado té ni café. Y nada de alcohol, por el amor de Dios. Puede que os encargue una evaluación. No me gusta mucho la forma en que están yendo las cosas.

Los ojos de Blair se estrecharon. Conejo salió arrastrando los pies de detrás de la mesa de la cocina, levantó dos tazas de té lechoso y las llevó en suspenso hacia el sofá. Una sonrisa le pasó fugazmente por la cara.

– Entonces -dijo con voz cantarina-. ¿Qué más ha dicho nuestro Spencer?

– Que te vas a morir.

– ¡Eh! -Nicolah le dio una palmada en la pierna.

Conejo se encorvó con gesto cansino y se volvió para colocar las tazas de té sobre la mesa. Echó un vistazo de refilón por encima del hombro como si fuera Cuasimodo y le mandó un encogimiento de hombros lastimero a Nicolah. Los ojos de ella lo acunaron. Veía en Blair un potencial en ebullición: conflictos graves y las consecuencias de los mismos; los espectros gemelos del ridículo y los remordimientos flotando expectantes sobre la locura de la furia. Conejo se giró, todavía encorvado como un siervo que espera el azote y, señalando a su hermano con ojos vacíos, suspiró:

– Sospecho que no has conseguido pegarte el lote.

– ¡Conejo! -chilló Nicki.

La mirada de Blair saltó bruscamente a la izquierda. Y la pilló conteniendo una risita. Y nada más.

– ¿Por qué no te lo follas y ya está? -Su mirada no la atravesó, tampoco la quemó ni la apuñaló. Aquello fue lo más inquietante. Que sus ojos brillaron sin ver nada. Eran meras pupilas-. Ooh, Nejo, cariño, ooh -gimió-. Ooh Conejo esto, ooh Conejo lo otro. Bueno, ¡y a mí que me den!

Nicki cruzó los brazos sobre el pecho.

– Ya te he oído, no te sulfures.

– Ahh, el amor es una enfermedad muy dolorosa -dijo en tono despectivo Conejo por encima del hombro.

Nicolah miró cómo Blair rumiaba, se comía la cabeza y ponía unos morritos que parecían un ano, siguiendo órdenes de sus genes de inglés de rancio abolengo, unos genes trasnochados y cargados de bilis que miraban con miedo y envidia. Luego, tan bruscamente como un cable que se parte, agarró la botella de coñac y la tiró al otro extremo de la cocina. Conejo miró cómo estallaba contra los fogones.

El chillido de Nicolah sacudió la oscuridad. Se puso de pie de un salto; agarró su abrigo, subió las escaleras tragándose palabrotas a cada peldaño hasta llegar a la puerta y luego se dedicó a mascullarlas hasta llegar a Scombarton Road.

Después vino una quietud como la de después de un tiroteo. Un coche abrió un surco en la humedad de fuera, una sirena gorjeó. Y al cabo de un momento, los sollozos de Blair se adueñaron del aire. Dolor acumulativo, lo llamaba la enfermera jefe. Conejo fue a sentarse con sigilo al lado de su hermano, en el sofá. Giró muy despacio los ojos primero y la cabeza después en dirección a su hermano.

– Bueno -dijo-. Ahora sí que lo tienes crudo.

Blair soltó un bufido y por un orificio nasal le asomó una burbuja de moco. La hizo apuntar a la ventana y, mientras la reabsorbía hacia dentro, intentó absorber con ella la capa de alto voltaje de Londres, aquella capa que apestaba a camaradería insensata y a hollín de frenos.

Pero lo único que consiguió inhalar fue el zumbido eléctrico de una furgoneta de reparto de leche.

Conejo fue arrastrando los pies hasta el televisor y lo encendió. En la pantalla apareció un par de jóvenes ingleses robustos y con la cabeza rapada, llorando ante la cámara. La escena de una tragedia. Conejo frunció el ceño. A medida que la historia de los hombres se desplegaba entre tatuajes quemados por el sol, salió a la luz que una huelga de maleteros había retrasado el vuelo de regreso de su paquete turístico de una noche entera en Málaga. A su lado sollozaban unos niños de piel pastosa con el uniforme del Millwall. En segundo plano acechaban sus mujeres de color rábano.

– ¿Lo ves? -dijo Conejo-. Siempre hay alguien que está peor que tú.

Blair soltó una risita pringada de mocos.

– Ahh, bueno. -Conejo apagó el televisor y regresó al sofá-. Alégrate, colega. Mañana es viernes. Hay pastel de carne.

Con un silbido melodioso, mientras la mayoría de los pájaros de primera hora de la mañana tomaban fuerza de la luz, le puso una mano en la espalda convulsa a Blair y trazó suavemente un círculo.

– ¿Quién es un tontorrón? -dijo con su acento norteño más gentil. Era la primera frase completa que había aprendido a decir en su vida. Le traía recuerdos de antiséptico y pañales manchados de caca. Conejo se meció adelante y atrás y trazó el primero de un centenar de círculos suaves-. ¿Quién es un tontorrón?

7

Ludmila se apretó el vestido contra el pecho y le hizo un gesto con la mano a Kiska.

– Ve a la puerta, deprisa… Canta si viene alguien.

– Pero ¿qué canción? -Kiska se estremeció de emoción y se meció sin mover los pies del suelo, como si fuera una marioneta.

– La que sea, tú canta fuerte. -Ludmila fue volando a la ventana y descorrió el pestillo. La cara de Misha irrumpió, con las orejas ruborizadas.