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– Pero me has traído al pueblo… ¡Y desde Ublilsk no puedo ir a ninguna parte!

Maks se encogió de hombros.

– Pues hasta aquí llego yo, cariño de mi vida.

– Ajá, y cuando vuelvas a casa sin haber vendido el tractor, y al cabo de un momento de haberte ido, les puedes decir a nuestras madre que una ventolera te ha ayudado a llegar a Kuzhnisk y a volver.

– No íbamos a Kuzhnisk.

– Lo sabía. ¡Lo he adivinado porque lo que has hecho ha sido venir a este estúpido pueblo!

– Pilo te llevará desde aquí. -Max maniobró despreocupadamente para esquivar un cráter que había en la carretera.

– Ah, sí, de inmediato. Porque se ha pasado toda la vida sentado en su cuarto y esperando secretamente para llevarme a la romántica Kuzhnisk.

En un violento despliegue de succión nasal, Maks amartilló un salivazo enorme en su boca y lo disparó a un letrero de la carretera junto al que estaban pasando.

– Lo hará porque se lo digo yo. Y ahora cierra la bocota de estúpida. Dices demasiada mierda de mujeres.

Ludmila se quedó sentada con el ceño fruncido durante nueve vueltas de las ruedas del tractor. Luego gritó:

– ¡Tengo que conseguir un trabajo en la ciudad! ¡Y tú tienes que vender el tractor! ¡Despierta al pájaro que tienes en la cabeza, Maks!

– El tractor lo va a comprar Pilo. Y Kuzhnisk no es ninguna ciudad, no te vayas dando aires.

– Ajá. Y hablamos del mismo Pilosanov que se bebió toda su guita y su salud con mi padre, y que ahora me va a conducir milagrosamente a la ciudad aunque nunca en su vida haya tenido coche, ¿no?

– Ahora va a tener un tractor. -Maks se encogió de hombros-. Y Kuzhnisk no es ninguna ciudad.

La vieja Nadezhda Krupskaya se detuvo en la esquina junto al almacén. Dejó en el suelo su bolsa de plástico y soltó unas nubes de vaho por la boca que parecían globos de diálogo vacíos mientras el tractor aminoraba la velocidad al adentrarse en el pueblo: que era más bien una aldea, ya que su población había disminuido hasta las treinta personas.

A Nadezhda se la veía mucho más por la calle desde que hacía un año una granada perdida de un lanzacohetes había atravesado su tejado y se había incrustado en el suelo de la cocina. Seguía sin explotar, lo cual significaba que ella no solamente había sobrevivido para llevar a cabo su lento y ruidoso declive hasta la tumba -una hazaña a la que aspiraban todos los ublis, y que en consecuencia trataban con un sentido adecuado de la competición y el orgullo-, sino que tenía un terreno más abonado para la desesperación continua, así como el impulso de abandonar la casa siempre que le era posible y llevarse su aflicción de gira. Si a eso se le añadía el hecho de ser cada vez más olvidadiza, si no demente, su repertorio se había convertido para entonces en un refinado monólogo, todo un banquete de comida amarga para los santos.

Aun así, no todo eran rosas: el revestimiento del misil había alcanzado la portezuela de la cocina en un ángulo inconveniente, lo cual hacía que las tareas culinarias fueran especialmente fatigosas. Aquello unido al agujero del techo la habían hecho mudarse a la caseta anexa, que seguía estando a un radio respetable de la explosión pero que no acababa de ser la calamidad en potencia de la de antes.

Ludmila la miró sin saludarla, hasta que su vieja figura de cubretetera se escurrió detrás de un bloque gris soviético que se componía de treinta y seis apartamentos -todos destruidos menos cuatro-, y que era la única edificación optimista que el pueblo había visto alguna vez. Aparte de aquel bloque espantoso, Ublilsk parecía haberse levantado del barro como un organismo, como si la basura esparcida hubiera echado raíces y hubiera crecido hasta convertirse en un huerto de edificios unidos entre ellos con chatarra de la fábrica abandonada de hélices. No menos de cinco edificios de los que se levantaban junto a la carretera tenían en la fachada partes del letrero principal de la fábrica, en uno de los cuales se leía toda la palabra hélice.

Un éxito de la radio sonaba estruendosamente al otro lado de la carretera, con una guitarra eléctrica que hacía plink y plonk como un puñado de balas arrojadas a un estanque. Por encima de la misma gimoteaban las voces desesperadas de un chico y de una chica. «Obsesión» era la palabra que destacaba en la letra. El hecho de que la canción sonara en el corazón de Ublilsk le dio un aire nostálgico y romántico a sus estertores finales, una especie de lánguido anhelo tropical que hizo que Ludmila se pusiera de pie, nerviosa. De pronto su abandono del hogar ya no era algo puramente físico. También era la historia de un amor roto.

El tractor dejó atrás un montón de abrigos sin cara y un charco de vómito en la nieve -el típico «cama y desayuno», como solía llamarlos el padre de Ludmila-, rumbo al sitio de las afueras donde vivía Viktor Pilosanov. La casa tenía el número 12, y se distinguía por su puerta verde. Pilosanov se había visto forzado un día a visitar un pueblo donde se vendía pintura verde, gastar una buena cantidad de dinero en ella y luego derrochar varias capas en su propia puerta. Aquél fue el primer signo que suscitó rumores sobre su alcoholismo. El diagnóstico se convirtió en locura de solterón el día en que se compró un bote de pintura roja y pintó el número doce, con lo cual la suya se convirtió en la única dirección con número en un radio de noventa kilómetros. Él mantenía que dichos símbolos eran el emblema de la civilización, y que solamente prestando atención a su mantenimiento conseguirían que el nido de la civilización permaneciera caliente para cuando ésta regresara.

La puerta de Pilo estaba entreabierta. Tras dejar el tractor traqueteando, Maks fue hasta allí dando tumbos y le dio una patada.

– ¡Pilo!

La nariz llena de bultos de Pilosanov apareció en la rendija, y detrás de la misma, bajo un matorral ralo de patillas, su cara rubicunda y marcada por las viruelas.

– ¿Qué? -dijo.

– He venido a por el arma. Y aquí está tu máquina: con el depósito lleno hasta arriba, tal como acordamos.

Pilosanov salió despacio por la puerta con mirada recelosa. Ludmila saltó del tractor con cara de furia.

– Tus huesos se asarán en el infierno por esto -le dijo a Maks entre dientes.

– Pilo, ella tiene que ir a Kuzhnisk antes de que caiga la carretera. -Maks le dio un manotazo a su hermana pequeña-. Cerremos el trato deprisa, para que no tengas que quemar mucho el faro por el camino.

– ¿Y qué quieres decir con eso de «el faro»? Supongo que el aparato tendrá dos faros, ¿no?

– ¿Cuántas carreteras vas a coger al mismo tiempo? Una carretera, un faro. Si lo que querías era mi Toyota Land Cruiser con faros múltiples, me lo tendrías que haber dicho.

– ¡Bah! Tú no tienes un Toyota Land Cruiser.

– Escúchame, antes de que me aburra y rompa algo que se parezca mucho a tu cabeza: ¿dónde está el arma, tal como acordamos?

– El arma no está aquí. -Pilo echó un vistazo impreciso a un lado y al otro de la carretera.

Ludmila miró fijamente a su hermano con el ceño fruncido. Maks sabía que lo que la molestaba era la palabra «arma». En lugar de dar explicaciones, apagó el motor del tractor. Al apagarse su traqueteo, inclinó una oreja en dirección a los tejados y señaló. El ruido del fuego de armas de mano crepitaba a través de la niebla. Una salva de artillería asustó al cielo. Él se volvió para mirar a Ludmila con una expresión dura a modo de punto y final.

– No sé si todavía puedo hacer lo del arma -dijo Pilo-. Ayer los gnezvarik tomaron la presa. Ya no queda nada entre ellos y nosotros. Todo hijo de vecino quiere el arma.

Maks acercó la bofetada de su aliento a la cara del hombre.

– Pilo -dijo entre dientes-. Te voy a atornillar las nalgas a las partes de atrás de dos trenes distintos. Todavía hay colinas entre los gnez y nosotros. Y recuerda que hablas con el mejor pulidor de hélices de avión a este lado del mar Caspio. ¿Qué hombre vas a encontrar que sea más fuerte para defenderte con un arma?