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Y el sexo.

En su primer mes de diciembre como individuos separados, los gemelos se contaron entre un grupo de clientes de la Seguridad Social que recibieron un permiso de cuatro semanas para pasarlo en el seno de la sociedad. El permiso llegó mientras una oleada final de privatizaciones ponía la Albion House Institution -el último centro de sanidad público en Inglaterra, que se decía que había fundado un hijo ilegítimo de Carlos II- en manos privadas por primera vez desde los tiempos en que encerraban a los indigentes por ser pobres. Nadie parecía saber a qué se debía aquel permiso. Había quien decía que era una evaluación previa orientada a dar de alta a los pacientes y dejarlos en el seno de la comunidad, el anuncio de una nueva era en la atención sanitaria. Otros decían que había saltado la tapa del cubo de basura del sistema, y que se estaban librando de algunos casos embarazosos antes de que las nuevas leyes en materia de información en la Gran Bretaña privatizada permitieran el acceso de la prensa a los historiales médicos. Los supuestos periódicos serios apoyaron el primer rumor, mientras que la supuesta prensa sensacionalista promocionó alegremente el segundo, citando el abundante historial que tenía Gran Bretaña en materia de accidentes humanos incómodos convenientemente tapados al amparo de las antiguas leyes sobre los manicomios.

Fuera lo que fuese que había propiciado el permiso, de pronto los Heath se vieron en libertad por primera vez en sus vidas. Nadie podía predecir cómo iban a salir adelante. Sus primeras semanas de desconcierto en el nuevo mundo son un auténtico estudio de los estados humanos, con toda la fuerza que solamente puede proporcionar la frustración acumulada, libres de las trabas de las disciplinas que aprende la gente libre. La velocidad con que se sumergieron en el mundo fue apabullante. Y resulta irónico, y todavía es objeto de debate -tal vez un ejemplo de las energías que se atraen mutuamente-, el hecho de que sus instintos los arrastraran tanto a unirse como a separarse.

A un torbellino de espíritus enfrascados en viajes paralelos.

Muy al este de allí.

I RENCILLAS DEL VIEJO MUNDO

Ublilsk-Kuzhniskia

Distrito Administrativo Cuarenta y Uno

La familia Derev

Ludmila Ivanovna # La chica

Irina Aleksandrovna # Su madre

Olga Vladimirovna # Su abuela

Maksimilian Ivanov # Su hermano

Kiska Ivanovna # Su hermana

Aleksandr Vasiliev # Su abuelo

Michael «Misha» Bukinov # Su amante

1

Ludmila se detuvo para ver el sol suspendido en el cielo. Su huida empezaría cuando se pusiera. Pero por ahora se limitaba a flotar, tediosamente, como lanzando reflejos a una cortina translúcida. Para la noche todavía faltaba una eternidad desesperante.

La ametralladora de un helicóptero retumbaba cerca de allí, a ratos más nítida y a ratos opaca. Ludmila contuvo un escalofrío.

Cinco horas más para discutir lo obvio y lo inane, para suspirar como de costumbre y para poner cara taciturna y escéptica. Escondería su emoción, aguardaría durante aquellos momentos finales hasta que la familia se metiera poco a poco en la cama entre bostezos.

Luego se escaparía.

Las montañas proyectaban una sombra junto a ella, una avanzadilla de la noche. Ella avanzó agarrotada contra el viento, sintiendo sus labios más carnosos de lo normal y la vulva también más carnosa y húmeda. Una excitación curiosa, que desafiaba el frío. Aquella noche Misha Bukinov se escabulliría de su patrulla mientras ésta recorría el pie de la montaña de Ludmila. Ella se reuniría con él entre las dunas de nieve que se elevaban sobre la loma de detrás de la cabaña de ella. Él no era el príncipe con el que había soñado de niña, pero era más de lo que ella podía aspirar a tener en Ublilsk.

Y también era su billete a Occidente.

La marcha de ella sería cruel. La familia se despertaría y encontraría su cama fría. Ludmila sabía que todas las flaquezas de sus parientes -o por lo menos, la mayoría- se convertirían en lacerantes recuerdos sentimentales en su mente en cuanto se marchara. Ya amenazaban con hacerlo ahora. Ella lloraría cada vez que se hiciera el silencio. Pero Ludmila se aferraba a la esperanza de que una vez en Occidente encontraría la manera de que su familia se reuniera con ella.

Estaba claro que la perdonarían cuando lo entendieran.

Una ráfaga helada le pasó los dedos por el pelo y se lo levantó alrededor de la cara, causando una impresión como de cuervos que secuestraban a un querubín. Detrás de ella el cielo era un estanque que se iba volviendo más profundo, aunque no lo bastante como para contener toda la emoción y la determinación que sentía.

Iba a huir a un sitio donde no hubiera balas ni explosiones. Tenía la impresión de que tal vez fuera a un país donde éstas se diseñaban, donde se invocaban las energías que había detrás de las mismas, donde la gente muy rica contrataba ejércitos enteros y guerras enteras. Tenía la sensación de que la paz debía de existir solamente en la frente de los conflictos. A diferencia de ellos, que vivían en la guerra, la gente muy rica no iba a tolerar la molestia de la guerra en su casa.

Y ahí es donde ella se iba a escapar con Misha.

Ludmila no quería volver a ver otra arma, ni volver a oír su ladrido, después de aprender el valor que tenían como la ecuación del poder. Se daba cuenta de que eran tan adictivas como los orgasmos, gracias a su poder para alimentar el orgullo. Mirando a los hombres, había descubierto que el orgullo era un susurro del mal, lo cual convertía el orgullo cultural, a juzgar por el número de susurros que contenía, en su grito. Ella no quería conocer nunca más a otro hombre echado a perder por aquel murmullo. Porque aunque no tuvieran una pistola en la mano, el instinto de imponerse a cualquier precio siempre pervivía en aquellos que se habían corrompido. Aquello estaba claro. Ella lo había visto. La idea del poder nunca abandonaba sus mentes.

La idea de que el Kalashnikov de Misha pudiera infectarlo hacía que su fuga resultara todavía más emocionante.

El abuelo de Ludmila, Aleksandr Vasiliev, era un hombre corrompido por las armas. Decía que la segunda persona que mató le había importado menos que la primera. Y la tercera aún menos. Después de matar a unos cuantos, llegó a un punto en que ya no le importaba gran cosa en la vida. Y al final ya ni siquiera se importaba a sí mismo. Ludmila recordaba el día en que su abuelo se dio cuenta de esto. Ella vio que el hecho de saberlo le diluía el color de los ojos. De ser estanques llenos de matices se apagaron hasta volverse tazas de té. Ludmila lo recordaba a la perfección porque fue el día en que su primera regla se presentó, salpicando el suelo de tierra de la cabaña. Un día embarazoso de mejillas ruborizadas y con la sensación de oler a queso de cabra y compota de remolacha.

– ¡Más sangre en estas montañas! -había clamado su abuela Olga-. ¡Como si este sitio no fuera ya una alfombra de sangre! Presta mucha atención a lo que te digo: la sangre no es ningún portento feliz si está en el sitio donde tú duermes.

Además del hecho de pasar de ser una nínfula a una lacra, el día marcó el inicio de una vida sucia y ojo avizor, vivida al lado de su abuelo. Él parecía husmear el flujo de ella todos los meses, y se desviaba de forma obvia para rondar por sus inmediaciones. Los otros cuatro parientes amargados que compartían la morada solamente le resultaban útiles a Ludmila en aquellos momentos, y aun así únicamente como distracción.

Pero esta noche se acababa todo.

Ludmila se zarandeó a sí misma para volver al presente y echó a andar apresuradamente por la nieve para encontrar a su abuelo y llevarlo a casa. No tenía ni idea de que las cosas estaban a punto de cambiar. Tal vez fuera su emoción la que atrajo los cambios. Porque forma parte de la naturaleza de los cambios repentinos el hecho de que uno los busca. Fuera cual fuese la causa, seamos claros: la relación de poder estaba a punto de dar un vuelco. Y no es que Ludmila anduviera buscándose problemas, mucho menos en un día tan preciado. Pero en aquel aire conocido por provocar cambios brutales de fortuna, conocido por adornar sus gases con arabescos parecidos al graznido del clarinete armenio, ella tendría que haber notado que los problemas eran inminentes.