Conejo se movió hasta el extremo del sofá donde estaba Lamb y se sentó en el borde. Tenía la boca abierta como la rejilla de un automóvil antiguo.
– Bueno -dijo Lamb-. Si los eligieran a ustedes, irían los dos juntos.
A Blair se le iluminaron los ojos.
– Bueno, eso sugiere que vamos a estar más de cuatro semanas fuera del centro.
– La verdad es que no lo sé -dijo Lamb-. Yo no tengo nada que ver con la programación.
Conejo seguía encorvado en el sofá. Se quedó mirando un agujero que había en la estera junto a sus pies.
Lamb se reclinó hacia atrás y cruzó las piernas.
– En fin… ¿cómo les va?
– Bien, bien -dijo Blair, provocando destellos en la cinta de seguridad del pasaporte al moverlo.
– No quiero meter el dedo en la llaga, pero confío en que les hayan advertido de que la mejor forma de servir a sus intereses es no revelar sus antecedentes.
– Sí, ya nos han dicho todo eso.
Una sonrisa indulgente se asentó en la cara de Lamb.
– Entonces, caballeros -posó la mirada en la escalera-, ¿nos vamos? Tengo un chófer fuera.
Conejo se estremeció.
– Bueno… ya es un poco tarde para ponerse a patear, ¿no? ¿Qué pasa con el toque de queda?
– Solamente se aplica a la zona del centro. Los barrios que quedan fuera de la zona siguen abiertos toda la noche.
La lengua de Blair se removió dentro de su mejilla.
– No te asustes, Nejo… no es más que una copa.
– A ver si se me entiende. -Conejo se puso tan rígido como una anciana a la que le hubieran hecho un desaire-. Se me acaba de poner a latir la vena. -Se presionó con dos dedos en la barriga-. Blair, necesito que mires a ver qué puedes encontrar en internet. Siento que uno de mis teleles de mierda vaya a dar al traste con la noche.
Lamb frunció el ceño.
– Por supuesto, si no les apetece…
– A ver si se me entiende, aquí tenemos ginebra -dijo Conejo-. Y esas salchichas rebozadas se van a echar a perder.
– No las hemos sacado del congelador, Conejo. Contrólate un poco. No es más que una copa en un sábado por la noche.
– ¿Es sábado? Mierda.
– ¿Qué?
– Ya sabes. Lo que hablábamos antes.-Conejo se quedó mirando a su hermano, invitándolo a que fuera cómplice de alguna excusa. Sentía que no podía salir nada bueno de exponerse a la noche de Londres.
Blair se levantó despacio de su sofá. Bajó la vista hasta Lamb y luego miró por la ventana, hacia la calle.
– Conejo -dijo en voz baja-. De lo que hablábamos antes era de las oportunidades que podían asomar por esa puerta. Las oportunidades para que yo sea independiente.
9
Maksimilian subió el último centenar de metros que lo separaban de su casa, haciendo volar nieve en todas direcciones con sus botas. La única señal de que su vivienda estaba sobre la loma era el tamaño cada vez mayor de los objetos que había a medio enterrar junto al camino. Primero vino un embrollo esférico de alambres.
Los alambres habían sido la puerta de una conejera que databa de la época de la incursión de Maks en la cría de conejos para obtener beneficios desorbitantes, proyecto que había durado un octavo de la vida de una pareja de conejos de Pilosanov. Después de descubrir que ambos eran machos, la familia se los había comido con patatas y cebollas. La conejera había servido como combustible para hacerlos estofados.
Junto a un árbol retorcido situado doce metros más arriba había un montón de piedras de gran tamaño que tendrían que haber formado los cimientos de una letrina nueva y totalmente cerrada. De aquello hacía dos años, pero la argamasa se había vuelto muy cara, y cada invierno hacía desaparecer durante unos meses la peste del agujero que tenían ahora, y ese tiempo siempre se lo pasaban decididos a cambiar de sitio la letrina en cuanto llegara la primavera.
Lo que permanecía enterrado bajo la nieve del camino eran los surcos dejados en el mismo por una rica historia de viajes para empeñar posesiones a cambio de crédito en el almacén, y cada uno de aquellos viajes era también el heraldo de la desaparición de uno de los olores de la casa. Con el televisor se había marchado el olor a carne asada, con el hornillo eléctrico se había ido el olor a estofado. En los primeros meses de la era postsoviética hasta una motocicleta y una hormigonera viajaron desde la casa, llevándose consigo los olores a cocción de pan sin levadura y a fruta hervida para hacer conservas. Aquellos instrumentos para obtener crédito se fueron encogiendo gradualmente hasta convertirse en ropa, utensilios y juguetes, hasta que el último recoveco de sus vidas hubo soltado su tesoro, hasta que solamente quedaban las boñigas con su olor. Cada recordatorio de su pasado colectivo le traía reflexiones a Maks, por ello tardó un segundo en oír la voz que resonaba desde la cabaña.
– No veo que traiga nada de pan. No se lo veo por ningún lado, pero puede que lo tenga escondido. -Era Kiska. Maks no la veía, pero ella lo había visto a él. La maldijo por anunciar su llegada a bombo y platillo.
– Y Kiski, escúchame, apártate de ahí -gritó Irina. Las válvulas del corazón de Maks se endurecieron al oír el chirrido de la voz de su madre. Por mucho que intentara sonar fatigada, su tono daba muestras evidentes de alivio, y hasta parecía relajado y a la espera de beneficios.
– Mándalo de vuelta si no trae pan -trinó Olga desde el interior de la cabaña-. Dale la zurra que se merece con una rama.
Maks dobló el último recodo, con la vista fija en el camino mientras éste se ensanchaba sobre los remolinos de hielo dejados por las ruedas del tractor perdido. Cuando levantó la vista, vio que Kiska se le acercaba dando saltitos y que su madre estaba limpia, erguida e insegura en el umbral, con un brazo en jarras. Se había bañado -algo que las madres preferían hacer cuando Maks no estaba en casa-, pero lo que le resultó más inquietante a Maks fue el código que había detrás del jabón: bañarse era un trabajo tedioso y caro que requería leña, agua limpia y tiempo libre. Era algo que solamente sucedía cuando había la certeza de nuevos recursos. E Irma también se había cambiado el vestido. Llevaba su vestido de color crema con peces azules retorcidos que parecían fantasmas helados de Munch.
Una vaharada de olor a pintalabios acompañó a Maks hasta el escalón.
– Sopla hacia mí -dijo Irina en tono cortante mientras él se acercaba a la puerta.
– No he bebido ni una gota.
– No -dijo ella-, te habrás bebido un tanque entero. ¿Y dónde está el pan?
– ¿Qué pan? -Maks pasó rozándola y entró en la casa. Tuvo el tiempo justo para ver que Olga se escurría por detrás de la cortina con un pan bajo el brazo.
– ¿Has vendido el tractor de tu abuelo y no has comprado pan para hoy? -dijo Irina entre dientes-. ¡Ven aquí para que te pueda cortar esa lengua miserable que tienes!
– Ya tenéis pan. ¿Para qué comprar más pan y que se pudra, cuando ya tenéis bastante?
– ¡Y quién dice que tenemos pan!
– La abuela tiene pan. ¿De dónde lo habéis sacado?
– Estaríamos todas alimentando a los gusanos si dependiéramos de que hicieras tú algo.
– La abuela tiene pan tierno. -Maks se cernió como una nube sobre su madre-. ¿De dónde lo habéis sacado?
– Nos lo ha traído Nadezhda.-Irina se volvió a toda prisa hacia la mesa para agarrar una tira de grasa de cerdo.
– ¡Ja! ¡Y a mí me crecen remolachas en el culo!
– Pues es probable.
– ¡Me estáis meando en la garganta por no comprar pan cuando ya teníais pan aquí!
– ¿Y por qué no has comprado pan ahora que tenemos la guita del tractor? Su madre se dio la vuelta para fulminarlo con la mirada-. Tú no podías saber que nos había salvado el que la vieja Nadezhda pasara por aquí por casualidad.
Maks hizo una pausa, con el ceño muy fruncido, y se inclinó hacia la cara de su madre.