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– ¡Porque yo le di el dinero a la bruja de Nadezhda para que trajera un pan enorme a vuestra puerta!

– ¡Ja! -gritó Irina-. ¡Ja!

Maks caminó trazando un círculo alrededor de ella, mirando los rincones del techo podrido, sus vigas ennegrecidas de las que colgaban ganchos vacíos y trozos de cuerda.

– ¡Habéis firmado uno de los cupones del abuelo! ¡Ja! Preguntadme lo que queráis sobre tractores y sobre pan, anda. ¡Y luego -frunció los ojos hasta convertirlos en rendijas estrechas- yo os preguntaré todo lo que me plazca sobre lo de sacar un beneficio usando falsedades criminales contra el Estado!

– ¡Que cierre la bocota! -Olga volvió a aparecer dando tumbos tras la cortina-. Habría que mandarlo a escribir, con esa boca que tiene. -Se detuvo junto a la mesa y levantó un brazo tembloroso. Junto con la mano se elevó una botella de vodka, procedente del bolsillo de su delantal. Ella la dejó sobre la mesa dando un golpe-. Esto les dará un poco de serenidad a mis nervios -murmuró-. Ya está claro que mi familia me quiere matar con su falta de respeto y sus payasadas.

– Hoy Nadezhda se ha portado bien con vosotras -dijo Maks-. ¿Y no hay carne? -Miró cómo Olga levantaba dos vasos pequeños y una taza de hojalata de un barril de petróleo.

– Hoy tienes un zoológico entero de preguntas -dijo-, cuando de hecho solamente hay una preguntita muy sencilla que hacer: ¿dónde está el dinero del tractor? Tal vez, si nos lo enseñas, te daremos de comer. Pero acuérdate de una cosa. -Levantó de golpe un dedo y lo lanzó hacia Maks como si fuera una jabalina-. ¡Vuelven a ser tus madres las que te ponen la comida en la boca como si fueras un polluelo! ¡Porque aunque tengas la fuerza de un mazo eres demasiado estúpido para alimentarte a ti mismo o para llevar comida a tu familia! Tenemos los dientes caídos y rotos de tanto masticarte la comida, Maksimilian. ¡Eres peor que un perro sin patas!

– ¡Ja! ¿Cómo? -farfulló Maks.

– Y cierra ya esa bocaza de ganso. -Olga le plantó la palma de la mano en toda la cara-. Te hemos guardado la parte más rica de la carne para ti. Enséñasela, Iri.

Irina esbozó una sonrisa y abrió los dedos de la mano lentamente, como una amante. La tira de grasa fría estaba toda retorcida en su mano como si fuera una oruga.

– ¡Ahora pon la guita en esta mesa! -Olga dio un puñetazo-. ¡Si no devolvemos el importe del cupón antes de que Lubov intente abonarlo en inspección, estamos condenados a los gusanos!

Ludmila vio el pene sucio de Pilosanov bajo las luces del salpicadero, encogido como un dedo dentro de la palma de su mano.

– Pilo -dijo en tono frío.

– ¿Qué, cariño?

– Se te ha caído un fideo en el pantalón.

– ¡Jo! ¡Jajajá! ¡Y además tiene fuego, mi cosita! -Pilosanov sacó de los pliegues de su abrigo una botella medio llena de vodka, le dio un trago y se la pasó a Ludmila.

Ella cogió la botella sin apartar la mirada de él, agarró el gollete con fuerza y dio un trago largo.

Pilosanov no cogió la carretera de Uvila. Puso rumbo a Kuzhnisk por la carretera de Stravropol. Ludmila sabía que no tenían combustible ni para hacer la mitad del camino a Kuzhnisk, pero no le dijo nada al hombre. La ruta le resultaba útil por otras razones. Cuando el tractor se acercó al puente del ferrocarril se encontraron el lugar lleno de soldados. Eran ublis, y se tomaron con buen humor el saludo estruendoso y el puño levantado de Pilosanov.

Después de aquello, cuando el tractor ya traqueteaba solo como una barcaza a través de témpanos de nieve iluminada por las estrellas, Ludmila se encontró libre en el mundo. Pilo había servido para llevarla al otro lado de la zona militarizada. Al hombre no se le ocurrió preguntar por qué el indicador del nivel del fuel siempre marcaba que el depósito estaba lleno, y el vodka barato le hacía ir dando bandazos con el tractor de la forma más antieconómica. Estaba de buen humor, y se pasó un rato cantando, horriblemente, antes de ponerse a gritar por encima del hombro:

– ¡Milochka, en el nombre del diablo! No me hagas pedírtelo todo el tiempo: ponte a mi lado y ayúdame a conducir, que esta carretera no para de torcerse.

Ludmila regresó a su lado, se agarró con un brazo a una de las barras que sujetaba el techo y estiró el otro para corregir su caprichosa velocidad. No pasó mucho antes de que la mano de Pilo llegara hasta la pierna de ella. Y allí la tuvo apoyada firmemente durante un minuto antes de subir toscamente por su muslo. Un dedo llegó hasta la zona más cálida de ella.

Ludmila decidió no esperar a que la botella se vaciara. En cuanto Pilo se la devolvió, dio un par de tragos largos, la agarró por el gollete y se la rompió en la cabeza.

Él levantó la vista para mirarla como si le acabaran de decir que su canario se había derretido y después se desplomó contra una barra, con el cuello lleno de fluidos oscuros. Ludmila dio un volantazo hacia la cuneta y apagó el motor. Hurgó en los bolsillos de Pilo mientras el tractor se detenía dando tumbos, encontró un fajo de rublos y saltó de la cabina para contarlos a la luz del faro del tractor. Trescientos cuarenta. Se los metió en las bragas, regresó al lado del tractor y tiró de la manga de Pilosanov. La nieve lo acogió con un crujido como de merengue.

Ludmila se lo quedó mirando y luego contempló la noche sin techo. Era un crimen desperdiciar tanto vodka.

Un frío ausente hizo el resto del trayecto con ella, un frío que parecía benigno en ausencia de Pilosanov y que clavaba en ella una promesa no solamente de calidez más adelante, sino de la calidez de Misha, tal vez incluso clases nuevas de calidez, de cosas que no habían hecho nunca en Ublilsk. Mantuvo el tractor avanzando a buen ritmo, y, arrullada por sus bandazos y sacudidas, llegó a sentir la carretera y sus paredes de noche como un vestíbulo sin explorar, un universo vacío. Cuando el tractor dio su último estertor en medio de la nada, a ella le pareció una bendición, una oportunidad para saborear el silencio y sentir a los santos. Se bajó del viejo Lipetsk y se desperezó, contemplando el cielo, dándose cuenta de que las cosas estaban yendo mejor de lo que ella esperaba.

Aquel momento a solas con el espacio y la nieve le pareció la libertad.

Junto con la calidez cada vez menor de la cabina del tractor le llegó una especie de sueño, salpicado de agitación. Poco después de que el amanecer iluminara el campo nevado llano y vacío en el que se había puesto a descansar, un viejo camión azul se acercó pesadamente y repiqueteando por los surcos helados que hacían las veces de carretera. Ludmila salió al arcén y le hizo una señal al conductor.

– ¿Vas a Kuzhnisk? -gritó en ruso.

Dos hombres bronceados por la nieve, uno mayor y el otro joven, aminoraron la marcha para mirarla.

– ¿Y tú, vas a Kuzhnisk? -le gritaron ellos.

– Necesito haceros una pregunta.

– Eres preciosa -gritó el más joven-. Una diosa, de hecho, pero hoy no llevamos dinero para pagarte.

– No es eso, tengo una pregunta seria.

El camión se detuvo con un susurro a unos cuantos metros más allá. Ludmila no se movió de donde estaba. Miró cómo el más joven asomaba la cabeza por la ventanilla del lado derecho y se la quedaba mirando. Luego, al cabo de un momento, el camión dio marcha atrás con una sacudida y paró junto a ella.

– ¿Vienes de los distritos o eres de por aquí? -preguntó el más joven, estudiando el tractor que estaba en el prado detrás de Ludmila.

– No, vengo de Uvila -mintió Ludmila.

– Ah. Porque ahora la carretera está tomada entre aquí y Ublilsk, hemos sido los últimos en pasar.

– ¿Quién tiene la carretera?

– Los gnezvar tienen un buen cacho, pasada la cantera. Hay algunos ubli muertos en la carretera. No quería insultarte sugiriendo que eras una ubli, es obvio que eres demasiado bonita. ¿Qué pregunta tienes para tus siervos?

A Ludmila se le aceleró el pulso al oír hablar de los ubli muertos, aunque ella los hubiera visto vivos al pasar con Pilosanov y supiera que Misha no se contaba entre ellos.