– Necesito fuel -dijo al cabo de un momento-, y saber si hay un mercado en Kuzhnisk, para el tractor.
– ¿Estás intentando arreglar el tractor? -Las palabras salieron silbando por un hueco que tenía el hombre mayor entre los dientes.
– No, estoy intentando venderlo. Es un tractor Lipetsk, de los buenos.
El hombre mayor miró la máquina comida por las ratas con los ojos entornados.
– Sí, es un buen tractor -dijo-. A lo mejor puedes pasar con él por el almacén agrícola que hay a este lado de Kuzhnisk. Es lo único que se me ocurre, porque el concesionario cerró hará tres años el mes que viene.
– ¿Y tenéis fuel para venderme?
– Bueno, lo que tú necesitas es diesel agrícola, que es un diesel oscuro, no el que nosotros le ponemos al camión.
– Entonces ¿creéis que me podéis remolcar? Llevo una cadena en el tractor.
Los hombres se miraron entre ellos durante un momento largo. Por fin el mayor de los dos acercó la cabeza a la ventanilla.
– No, porque la relación entre las marchas es demasiado baja y eso nos haría ir demasiado despacio. Las marchas son mucho más lentas en un tractor que en un vehículo de carretera.
– Sí -el más joven asintió-. Las marchas del camión y las del tractor no concuerdan, podríamos arrancarle las ruedas o algo peor.
– No tiene que estar en marcha -dijo Ludmila-, puede ir a remolque en punto muerto, a la velocidad que queráis. Y además, mirad la carretera: no se podrá ir deprisa hasta el verano.
Los hombres volvieron a detenerse para mirarse entre ellos. Esta vez tardaron más tiempo, y Ludmila se puso impaciente.
– Os puedo pagar -dijo.
– Quinientos rublos -dijo el de más edad sin pensárselo.
– Solamente tengo cien -dijo Ludmila.
– Cuatrocientos.
La voz de Ludmila se quebró con un gemido.
– Mi abuelo ha muerto y nos ha dejado el tractor, es lo único que le queda a mi familia. Me veis en un momento en que estamos al borde de la muerte, preguntándome adónde ir después de Uvila.
Los hombres volvieron a consultarse entre ellos. Luego el más joven se embutió en la cabeza un gorro alto de piel, abrió su portezuela y saltó desde la cabina.
– Déjame echar un vistazo.-Miró a Ludmila de arriba abajo mientras iba hasta el tractor, levantando mucho los pies para caminar por la nieve irregular-. ¿Dices que es un Lipetsk?
– Sí. Y fíjate en la grúa que tiene detrás, es algo que cuesta mucho de encontrar en un tractor nuevo.
El más joven se quedó de pie hurgándose la oreja con la yema de un dedo y frunciendo los ojos.
– Bueno, no, en realidad los tractores nuevos no andan cortos de grúas, en eso te equivocas. Pero bueno, en fin: doscientos rublos por adelantado y lo intentamos. Si me encuentro con que la máquina es demasiado pesada, o no funciona bien, te devuelvo cien. Es justo.
– Sí, eso es justo. -El hombre mayor asintió con el ceño fruncido-. Pero te aseguramos que intentaremos moverlo como podamos.
Como una madre y un niño gordos, el camión y el tractor avanzaron torpemente durante varias horas grises sobre el hielo hasta llegar a las afueras de Kuzhnisk. La población se anunció a sí misma en forma de salpicaduras de boñiga reciente y paja sobre la nieve y finalmente con una poderosa estatua soviética de un superhombre señalando al cielo. El ganado era más grande que en el campo, y la población, un viejo pueblo industrial de unos nueve mil habitantes, iba desplegando detritos y ruinas a lo largo de la carretera hasta su escaso vientre. La carretera fue quedando gradualmente a la sombra de los edificios que se levantaban a ambos lados, el aire se impregnó de humo de boñiga y de leña y el horizonte desapareció a medida que el cemento y la piedra volcánica se iban convirtiendo en el pueblo propiamente dicho: un depósito de chatarra post-soviético disperso como un saco de bloques de madera después de una rabieta. Detrás de un entramado de cables de telégrafo que había junto a la carretera colgaba el letrero de una gasolinera. El camión aminoró la marcha hasta parar junto al surtidor, del que se encargaba un enano metido en una cabina metálica pequeña parecida a un quiosco.
Ludmila discutió con el hombre acerca de cuánto combustible era el mínimo que se podía comprar. Al cabo de unas cuantas lágrimas, y de una mención a su abuelo, le añadió un mínimo al depósito del tractor. Luego, después de decirles adiós con la mano a los hombres del tractor, encontró el almacén agrícola del pueblo, le vendió el Lipetsk al encargado, que confirmó el precio vigente con un superior, y se lanzó enérgicamente a las calles de Kuzhnisk, protegida con una capa de optimismo de las agujas del polvo de hielo que arrastraba el viento. Nueve mil rublos no era nada por un tractor tan bueno. Con todo, le evitarían algunos problemas.
Pero su optimismo duró diez pasos. No había ninguna forma segura de mandar el dinero a casa a menos que lo devolviera ella misma. No había hablado de aquella posibilidad con sus madres: ellas esperaban que Maks regresara con el dinero en la mano. Ludmila pensó en mandar el dinero al almacén, donde se guardaba el correo de la aldea y sus inmediaciones. Pero sabía perfectamente que Lubov registraría cualquier correo en busca de dinero, si es que éste llegaba a salir de Kuzhnisk.
Intentó arrinconar esas ideas maravillándose del color tinta refulgente de la noche en las calles de Kuzhnisk, intentó bullir de energía y de determinación, pero el resultado fue esa especie de familiaridad llena de atención que uno solamente ve en los forasteros tímidos. Caminó un rato por Ulitsa Kuzhniskaya: un montón apretado de boñiga y hielo que avanzaba entre oscuras moles soviéticas más parecidas a hangares abandonados que a bloques de apartamentos. Los edificios estaban salpicados de pernos de hierro que un día habían sujetado las letras de los letreros que colgaban sobre sus entradas de mausoleo. Intentó imaginarse el latido dinámico de un organismo de células ambiciosas detrás de los mismos. Intentó sentirse seducida por la velocidad y el progreso de la ciudad.
Pero allí no había nada de aquello. Una manada de perros-lobo hambrientos salieron traqueteando de las sombras para derramarse por la calle. Ella vio que la población les pertenecía.
Aparte de un coche blanco abollado que patinaba de lado por el hielo, con las ruedas girando inútilmente, Ludmila tuvo que recorrer cinco manzanas antes de ver a otra persona. Era una vendedora de bollitos, encorvada casi en ángulo recto, que estaba quitando a golpes el hielo de las patas de su hornillo junto a la calle, más o menos allí donde en tiempos menos inclementes habría una acera. La vendedora vio que Ludmila se detenía y le ofreció a voz en grito un bollo que le quedaba a mitad de precio. Ludmila negó con la cabeza. Al doblar la esquina, un café sangró un chorro de luz naranja sobre la nieve sucia.
El café-bar Kaustik tomaba su nombre del famoso equipo de balonmano de Volgogrado, y estaba lleno de recuerdos victoriosos colgados de las paredes. Debajo de los mismos el local era sencillo y de madera, con un extremo más luminoso y uno más oscuro, todo salpicado de tapicería verde y sombras arremolinadas.
Misha no estaba en el local cuando ella entró.
El humo de tabaco temblaba en forma de hebras lánguidas de un extremo al otro. En el extremo más alejado de la barra había un hombre ancho y bigotudo encorvado junto a una comadreja disecada. Dos hombres más con pieles de lija y aliento amarillento estaban encorvados en el rincón más oscuro, con cervezas en la mano y frotándose las patillas con las palmas de las manos. La comadreja y los hombres se quedaron mirando a Ludmila cuando ésta emergió entre los haces y los remolinos del humo. Ella dobló su abrigo sobre el respaldo de un taburete, luego se lo pensó mejor y movió el taburete para alejarlo de la comadreja. El roce de la tela al doblarse interrumpió un flujo de humo procedente del cigarrillo del barman.