– ¡Aleksandr Vasiliev, voy a echar abajo esta puerta con mis propias manos! -atronó Lubov.
Como encargada del almacén del pan, el último negocio registrado que quedaba en el distrito, Lubov gozaba de un poder absoluto. El almacén era una cabina de mando mohosa desde la que ella pilotaba los destinos de los últimos habitantes del distrito. Cada semana se desenganchaba un mísero vagón de carga de un tren de la línea principal y se empujaba hasta una vía lateral en desuso que llevaba a cuatro kilómetros de Ublilsk. La vía no tenía traviesas, que habían desaparecido antes incluso de que se cerrara la línea, de manera que serpenteaba desigual e invisible por debajo de una espuma de matorrales y de nieve. Cada semana, un par de jóvenes zafios aguardaba la llegada del vagón, blandiendo barras metálicas y cadenas por razones de seguridad. Se rumoreaba que ahora también llevaban un arma de fuego. Eran el hijo y el sobrino retrasados de Lubov -porque el estigma de la sangre débil la había manchado dos veces-, que tiraban del vagón todo lo que la vía les permitía, luego metían el pan en los sacos y se lo cargaban a las espaldas hasta el almacén. Cuando hacía mejor tiempo, a veces la gente se echaba a dormir frente a la puerta del almacén, esperando. Y no tenía que hacer muy buen tiempo para eso. Otros aparecían como gnomos desde las nieves que rodeaban el vagón, seguían a los chicos de Lubov y les sugerían a gritos que dejaran caer algún pan. El pueblo tenía varias caras de tontos que se rumoreaba que habían sido el precio de un pan sucio.
Todos los días en que llegaba el pan estallaba una batalla en el almacén, cuando los últimos ciudadanos obstinados lanzaban gritos que rebotaban como cuchillas oxidadas sobre los azulejos verdes y se hacían añicos sobre la áspera barra de madera donde también se vendía cerveza a lo largo de la semana, y hasta en los días del pan. Lo cual no contribuía precisamente a mejorar las cosas. La cuenta que tenía cada cual era el único tema de discusión en el pueblo, y las riñas llenaban aquellos días, y las semanas que los seguían, sobre unas sumas que eran demasiado pequeñas hasta para alcanzar el importe de una moneda. La cuenta del almacén era un instrumento mágico, al estilo del Fondo Monetario Internacional, ya que el préstamo inicial parecía que no iba a poder pagarse nunca pues el monto aumentaba con anotaciones arbitrarias de intereses a pagar, y tampoco era inmune a relajamientos o endurecimientos draconianos cuando se le antojaba a su ama, Lubov Kaganovich.
Todo el mundo sabía que ella añadía sumas a la cuenta por puro despecho.
– Voy a abrir la puerta -susurró Irina.
Maks agarró el mango de hierro del fogón. Olga le puso una mano en el brazo y negó con la cabeza. Señaló con la mirada una palanca cuya punta sobresalía tras el armazón de un carrito que utilizaban para dejar cucharas y platos. El entendimiento inundó los ojos de Maks.
Lubov irrumpió en el humo. La familia miró cómo la nube se congelaba y se desplomaba en la nieve mientras Lubov se sacudía la nieve de los pies y soltaba bocanadas de vaho en el umbral.
– Tendríais que darme las gracias, no, rezar a mis pies, por hacer un viaje tan horroroso sin más propósito que salvar vuestros miserables pellejos.
Maks se mantuvo escondido. Sopesó la palanca en la mano. Olga se reclinó en su silla. Apeló a su veteranía como mujer, como madre de hijos y nietos de sangre fuerte, y frunció la cara en una mueca desdeñosa.
– Si hubiéramos sabido que eras tú, habríamos hecho el camino más largo y con agujeros más profundos.
– Sí, Olga Aleksandrovna -dijo Lubov en tono de burla-, puedes decir eso hasta que oigas los problemas que os he ahorrado al venir a vuestra chabola. Pero en fin, no he venido a hablar contigo sino con Aleksandr.
– Tienes moco en el labio.
– Mi moco es asunto mío, muchas gracias.-Lubov se limpió el bigote con la manga-. Ahora ve a traerme al viejo para que yo no tenga que ensuciarme más los pies en este abrevadero de animales.
– Más bien para que no nos ensucies el suelo con tus pezuñas -dijo Olga, contenta de seguir ganando tiempo.
Con el rabillo del ojo vio que Maks avanzaba con sigilo por la pared más cercana a Lubov.
Lubov frunció la cara.
– Y te lo digo ahora: no me obligues a ir yo misma a despertar a tu marido.
– No te quiere ver -dijo Olga. Vio que se acercaba la mano de Maks con la palanca.
– ¡Y no te molestes en echarte encima de mí desde detrás de la pared, muchacho! -Lubov dio un golpe en la pared que tenía detrás-. No creáis que mis ojos han estado vacíos todos estos años que he sufrido mirándoos. -Lo dijo en tono demasiado osado para ser una mujer sola en una casa llena de enemigos. Los Derev sopesaron su tono, se miraron entre ellos y luego se volvieron para echar un vistazo a través de la ventana de la cocina. Y en efecto, en el exterior se bamboleaba una sombra abultada, y otra más a su lado. Los zopencos de Lubov estaban allí.
Maks dejó con cuidado la palanca en un rincón de la sala principal. Volvió a adentrarse en las sombras y salió a la luz por otra zona de penumbra.
– ¿Y tan aburrida estás de robarnos en el almacén que ahora vienes a robar en nuestras camas?
– Ve a por tu abuelo. Hazlo antes de que mande a mis hombres a por él.
– ¡Ja! -Maks se rió-. ¡Eso si pueden parar de mearse en las botas!
– ¡Basta! -Irina se levantó para ponerse a la altura de Lubov-. ¿Para qué quieres a mi padre? ¿Qué ha hecho?
– Ha firmado un cupón antiguo, y se supone que tenéis que traerme uno de la serie nueva.
– Pero tú lo has aceptado -dijo Irina, cruzándose de brazos.
– Porque Dios me ha maldecido con la estupidez de la confianza.
– No hay nada en qué confiar, sigue siendo un cupón registrado.
– ¡Es de la serie antigua! Se lo dije el mes pasado, debe de estar perdiendo el seso. Ahora tráemelo antes de que acabe pillando todas vuestras enfermedades.
– Haré que el mes que viene firme dos -dijo Olga.
– No. -Lubov se adentró un paso más en la sala-. Voy a buscarlo ahora.
Olga levantó una mano.
– Dinos por qué no puede firmar uno a la luz del día. Es un anciano, y no necesita tu cara gorda de compota en su cama. Puede entreverla en la oscuridad y morir atragantado de bilis.
Lubov ahogó un grito furioso.
– Os diré por qué: porque hoy el inspector de la región me ha traído vuestro cupón rancio al almacén con sus propias manos heladas y me ha obligado a abrir mis libros de contabilidad empezando por los tiempos de la fábrica. Y por lo que yo sé sigue allí sentando, haciendo astutas preguntas sobre vuestra contabilidad, mientras nosotros estamos aquí como tontos. -Un matiz de miedo se coló en el fondo de la voz de Lubov. Y salió a la luz en forma de un crujido.
– ¡Ja! -trinó Olga-. Y hasta Kiska Ivanova, que ahora duerme, se moriría de risa si le dijeran que has venido a ayudarnos. ¿Qué hay en tus libros de contabilidad que te trae necesitada de nuestra ayuda? ¿No serán acaso tus treinta años de delitos, esa trama de engaños y crueldades que sufren quienes tienen el castigo de depender de ti?
– Guarda tu lengua, mis libros de contabilidad están más limpios que los platos donde coméis. Simplemente no tengo la misma cara dura que vosotros, que le estáis haciendo perder el tiempo a ese hombre con mis libros cuando lo único que ha venido a investigar es un simple cupón.
– ¡Ja! -Maks se acercó a la mujer-. ¿Y no es más bien trabajo tuyo encargarte de que se presenten los cupones correctos?
Su madre clavó en él una mirada de arpía. «Vigila el terreno que pisas, por el bien de todos nosotros», decía la mirada.
Maks señaló con el dedo a la mujer.
– ¡Estás sugiriendo que despertemos a un pobre anciano que trabaja en un día lo que tú trabajas en un año, cuando tu responsabilidad es comprobar que los cupones sean correctos!
– No lo es -dijo Lubov.