– ¡Y tampoco se lo gastan para importunar a mis chicas! Lo más que consiguen es sentarse a una mesa para cenar con un intérprete y carabina, y oír cómo les cuentas lo mucho que te gustan las virtudes de un buen servicio doméstico ¿Te imaginas las oportunidades que hay con semejante combinación de riqueza y blandenguería?
– No es para mí engañar a los ciegos.
– ¿Qué quieres decir con eso de «ciegos»?
– Si les funcionaran los ojos, verían en un mapa que hay lugares más seguros para encontrar una historia romántica.
– Bueno, en primer lugar, no creas que tus distritos de Ublilsk llegan hasta aquí, en Kuzhnisk ya casi no tenemos francotiradores. Aquí, el último cohete de artillería cayó hace un año, y ni siquiera alcanzó las afueras de la población, explotó en un campo. Y tú no conoces la principal característica de esos hombres, y en cierta forma tengo que admitir que tienes razón, están ciegos… ¡ciegos de amor! No les importa la geografía y nosotros no los agobiamos con detalles. Cuando a un americano le hablas de Rusia, solamente piensa en Moscú.
– ¡Ja! ¿Vienen a Kuzhnisk y se creen que es Moscú?
– Bueno, no, pero tampoco les damos la sensación de que sea muy difíciclass="underline" los recogen de un avión y los traen a un hotel de aquí. ¿Crees que les hacemos hacer autostop por la carretera? Además, mi socio americano es propietario de negocios aquí, o sea que si manda hombres, los hombres llegan sabiendo muy bien dónde están. A menudo son directivos de industrias, peces gordos: en lugar de bonificaciones les pagan con el regalo de una vida familiar llena de amor. ¿Te puedes imaginar una maravilla así, que te hagan el regalo de una vida familiar llena de amor?
Ludmila permaneció sentada sin decir nada. Ivan era un hombre repulsivo con un embalse de sudor en el hoyuelo de su barbilla. Cualquier visado que ella intentara obtener a través de él sería un último recurso, con la total complicidad de Misha. Con el rabillo del ojo vio que Oksana regresaba junto a la barra, contoneando las caderas con un golpeteo metálico exagerado, tal era la función de aquellos tacones increíblemente altos que llevaba.
Antes de que Oksana llegara a su taburete, la respiración de Ivan volvió a lamer la oreja de Ludmila.
– He esperado día y noche para volver a inhalar tu aliento y envolverme en tu abrazo viril -dijo él en tono sensual-. Pero mi abuela ha enfermado mortalmente y tengo que llevarla a Moscú en el trineo porque no tengo dinero para el autobús. -Hizo una pausa teatral-. Mi querido fortachón, ansío estar a tu lado, pero el Estado no me permite marcharme de la fábrica de bolsas de té íntimas a menos que pague los ochenta mil rublos que dicen que van a perder si malgasto otro turno intensificando mi loco amor por ti.
– ¡Oh cielos! -Oksana se volvió a sentar detrás de ellos.
Ludmila se volvió hacia Ivan y se lo quedó mirando un momento. Luego le lanzó un golpe de barbilla.
– ¡Ja! Y en mi culo puede que crezcan remolachas.
– ¡Olga Aleksandrovna! -chilló Lubov desde las profundidades de la cabaña-. Tu marido no se despierta.
– Ya te he dicho que estaba pachucho. Te he dicho que estaba pachucho y que tiene un sueño muy profundo, así que ahora que has demostrado que eres una gánster y una rufiana ya sabes lo que te toca hacer, Lubov Kaganovich. ¡Márchate antes de que mates al viejo Aleksandr y me dejes a merced de las lombrices del suelo!
– Mamá. -Maks se agachó bajo la ventana de la cocina-. Hay luces.
Irina se apartó de la ventana y echó un vistazo a la noche a través del marco de la misma. Unos faros de coche iluminaron la niebla a doscientos metros colina abajo. Atrajo a Kiska hacia sus faldas y le acarició la cabeza para calmarla. Las luces se apagaron y fueron reemplazadas por el haz bamboleante de una linterna.
– Bueno, si alguna vez te mereciste alguna clase de marido -gritó Lubov-, te diría que éste tendría que estar de camino a la clínica.
– ¡Shhh! -dijo Olga entre dientes, vigilando por la ventana de la cocina-. Ahora viene otro de tus gánsteres, en automóvil.
– ¿Cómo? -Lubov salió del dormitorio-. Gregor, encárgate.
El muchacho más grande cruzó la sala pesadamente hasta la ventana de la cocina. Se plantó cuan alto era delante de la misma y gritó volviendo la cabeza:
– Podría ser el inspector.
– ¡Lucifer! -Lubov salió correteando del dormitorio y cerró de un portazo detrás de sí.
Irina y Maks intercambiaron miradas afiladas. Las miradas acabaron golpeando a Olga, que se estremeció por su impacto.
– Ahora tiene una linterna y la está enfocando hacia la ventana. -Gregor miró cómo las manchas de luz parpadeaban sobre su chaquetón militar.
– ¡Agáchate! -gruñó Maks. Tiró de una de las charreteras del muchacho, pero el único efecto fue hacer que Gregor volviera la cabeza un centímetro o dos, mirara a Maks con el ceño fruncido y luego se volviera de nuevo hacia la ventana y estirara el cuello para seguir los movimientos del gorro de piel de un hombre hasta el escalón de la entrada.
Una franja de luz apareció bajo la puerta.
– Ahora está en la puerta -gritó Gregor.
– Escuchadme con atención -susurró Lubov-. Tenéis que presentar los cupones de la serie nueva y despertar a ese perro viejo ahora mismo.
– No se va a despertar -dijo Olga-. Además, los dedos ya no le sirven de nada.
De la puerta vino un porrazo que hizo temblar el humo. Al cabo de un momento de pausa, Irina preguntó:
– ¿Quién hay?
– Inspector Abakumov de las regiones Treinta y Nueve y Cuarenta y Uno -gritó una voz severa en ruso.
– Voy a hacer sitio para dejarle entrar -gritó Irina, agitando una mano hacia los demás y mandando a Kiska al dormitorio con una palmada en el trasero. La pequeña figura levantó remolinos en las sombras y desapareció.
Lubov cogió la cara peluda de Olga en sus manos y le susurró con voz grave en ubli:
– Tienes que firmarle un cupón. Coge uno y fírmalo ahora.
Olga echó la cabeza hacia atrás.
– ¿Me estás pidiendo que me convierta en una criminal como tú, Lubov Kaganovich, solamente para salvarte el pellejo?
– Y tu pellejo -dijo Lubov entre dientes-. Porque es tu cupón.
– En mi casa todo está correcto, no pienso empezar una vida de delitos porque tú lo digas. -Olga se levantó de la silla.
– Voy a dejarlo entrar -susurró Irina desde la puerta-. ¡Sacad esa pistola de aquí, moveos! -Los chicos se metieron dando tumbos en el dormitorio y cerraron la puerta dejando solamente una rendija.
– Mírame, Olga. -Lubov fue con la anciana hasta la mesa-. Este Abakumov tendrá voz de blandengue, pero es un hombre duro y retorcido. Te lo digo así de claro.
– ¡Bah! -escupió Olga.
Irina se alisó el vestido y abrió la puerta. Al otro lado había un hombre pequeño, con rasgos de cerdo y la piel como la de una salchicha. El reflejo de la luz de la linterna le daba un tono fangoso a su flequillo rubio y pulcro. El tipo dirigió la linterna hacia el interior, posando el haz de luz en Olga y luego en Irina, antes de quitarse el gorro de piel, apoyar su linterna en el mismo, todavía encendida, y dejarla sobre la mesa para iluminar la sala. Sus ojos tardaron un momento en picarle por el humo de boñiga.
– ¿Subagente Kaganovich? -Su mirada de ojos entrecerrados trazó círculos alrededor de la silueta de la mujer.
– Sí, inspector. -Lubov salió con elegancia de las sombras-. No hacía falta que viajara usted hasta aquí, ya me estoy ocupando yo.
– ¿Lo tiene usted?
– Ahora mismo me estoy ocupando del asunto.
– Entonces tomemos posesión del mismo, me lo voy a llevar conmigo. He estado tomando las referencias de su libro de contabilidad y parece que la última inspección de este tal Aleksandr Vasiliev Derev fue hace cuatro años. Haré una inspección esta noche y mañana por la mañana se la mandaré por teléfono al departamento, de otra forma puedo perder una semana entera aquí.