– ¡Vaya pues! -dijo Olga en ruso-. Menudas horas son éstas para visitar a los pobres de solemnidad mientras duermen. Tendríamos que hacerlo mañana en el almacén, que es donde se tienen que guardar todos vuestros libros. Podemos ir tan temprano como les guste a los santos.
– Parece que todavía están ustedes levantados -dijo Abakumov-. Solamente tardaremos lo que tarde el camarada Aleksandr. Tráiganmelo, por favor.
– Pero es que ahí está el problema -dijo Olga-. Está de color verde en la cama y no se lo puede despertar.
– Bueno, pero seamos sinceros. -Abakumov mostró unos dientes redondos y muy separados en un gesto que imitaba la cortesía-. A cualquiera que esté en cama en su casa se lo puede molestar para que confirme unos simples datos.
– No, ahí está el problema, tendría que estar en la clínica pero no tenemos forma de ir.
– ¿Cuánto tiempo lleva así?
– Un rato, o sea, desde ayer. Ha ido cada vez a peor y a peor, solamente puede ser alguna clase de gusano enorme.
– Así pues -preguntó Abakumov-, ¿cómo ha firmado su cupón?
– No, porque sí, y por eso firmó el cupón equivocado. Ya tenía delirios, estaba llamando a gritos a su madre cuando lo firmó.
– Entonces tenemos que llevarlo de inmediato a una clínica. Subagente Kaganovich, lléveme con el anciano.
– ¡Las estás vendiendo igual que se vende el pan en un almacén! -Ludmila permaneció sentada con la boca abierta mientras por la pantalla del ordenador iban pasando cientos de caras escabrosas. Ivan apagó la luz de la buhardilla que había encima del bar, haciendo que las caras de la pantalla todavía brillaran más. En una radio colocada en el antepecho de la ventana crepitaba una canción pop, cuyas estrofas iban sonando zumbonas al compás de las imágenes que pasaban por la pantalla.
– No las estoy vendiendo en absoluto -dijo Ivan-. Ellas están vendiendo un sueño. Están vendiendo una dirección a la que escribir cartas dulces y atrevidas. Las chicas de estas fotos están ahora mismo en sus casas, esperando a que lleguen los sobres llenos de dinero contante y sonante.
– ¿Lo ves? -Oksana sonrió-. Ya te dije que era fácil. Tienes que pensar que éste es el día más afortunado de tu vida.
– Sí lo es -dijo Ludmila-. Afortunado para vosotros dos.
– Esto es lo que hacemos para obtener mejores resultados. -Ivan se acercó más a Ludmila y agitó las dos manos como un mago a punto de hacerla desaparecer-. Mañana mi ayudante te irá a buscar para ir a comprar ropa nueva. ¿Qué te parece? Luego irás a un salón de belleza donde te harán cambios asombrosos en la cara y el pelo. Luego tomaremos fotografías profesionales, y por la tarde un millar de hombres de todo el mundo se estarán apuñalando por tu amor.
Ludmila miró desde su silla las caras de la pantalla. Caras anchas, ojos como faros de tractor, ojos de beluga, huevos pintados, Svetlanas, Oksanas, Marinas, Tatyanas. Ludmilas.
– ¡Dios bendito! -Señaló la pantalla-. ¡Esa chica venía a veces de visita a mi pueblo…! ¡Su tío es el hermano del guardavías, de Zimovniki!
– Y -Ivan pasó un dedo por el pelo de Ludmila-, solamente debido a tu situación, y a tu relación con la pequeña Oksana, y porque eres casi familia, en cierto sentido, o por lo menos deberías empezar a pensar en esos términos, te puedo dar todo el paquete por tres mil míseros rublos.
– Aah, aaah. -Ludmila se reclinó hacia atrás en su asiento y sonrió, mirando hacia arriba desde la parte inferior de sus ojos-. Por fin llega el momento en que aparece la pistola.
– ¡Pero si vas a ganar por lo menos veinte veces eso!
– Entonces -dijo Ludmila-, ¿por qué no traes al hombre y coges tres mil de los veinte que te va a dar él?
– Mira mi cara. -Ivan se señaló dos ojos con dos dedos- y mira cómo te digo que hay costes que tenemos que pagar por adelantado. ¿O tú crees que la tienda de ropa, el salón de belleza y el fotógrafo van a trabajar a cambio de nada?
– ¿Y dónde están los veinte mil que ganaste con el último extranjero?
– ¡Ese dinero pertenece a la chica! -El cuerpo entero de Ivan protestó-. ¿Tú crees que puedo quedarme yo el dinero que le pertenece a ella?
– Aaah, ahora veo que esto es caridad. Veo que te han enviado los santos para cuidar de todas las chicas de las granjas.
– No, pero presta atención: mi comisión es muy pequeña, lo justo para pagar la electricidad y los costes enormes de manejar un ordenador tan grande como éste. ¿Tú crees que tantas caras cabrían en una máquina pequeña y por nada de dinero? Pues no.
– ¿Y cuál es tu comisión?
– Es muy, muy pequeña -dijo Ivan, poniendo una boquita muy pequeña y juntando mucho los dedos como para pellizcar.
– Entonces te deseo buena suerte con tus grandes obras de caridad para la comunidad de granjeras. Yo me voy abajo a esperar a mi hombre de verdad y a buscarme una copa. -Ludmila se levantó de la silla del ordenador.
– ¡Has perdido la razón! -gritó Ivan-. Estás quemando divisas fuertes, dólares, que ahora van a ir a pagar aumentos de labios o arreglos de nariz para alguna chica extranjera gorda y estúpida que no será ni de lejos tan guapa como tú.
– ¡Oh cielos! -dijo Oksana-. De verdad que es una oportunidad de oro… lo he visto funcionar una y otra vez.
– Pues yo no lo he visto funcionar -dijo Ludmila-. Tú trae al hombre y ya veremos todos juntos si funciona.
– Pero la ropa, el salón de belleza… -dijo Ivan.
– Pero ¿tú ves que esté desnuda? Y mi pelo… ¿qué tiene de malo? Me cuelga de la cabeza, que es lo que hace el pelo.
– Y el fotógrafo…
– Ya traigo yo mi fotografía. Luego, cuando venga ese blandengue, cansado de su mujer de labios pequeños, que te pague él tu comisión. Así funcionan los negocios serios. Debes de haberte creído que yo soy esa extranjera perezosa para creerme tus cuentos de hadas. -Ludmila se levantó de delante de la pantalla y se dirigió con elegancia a la puerta.
Ivan se echó hacia atrás, abrió la mandíbula dejando colgar los carrillos y soltó una risotada hacia el techo. Le dio una palmada en el pescuezo a Oksana.
– Mira que las hay cabezotas, Dios del cielo, mira que las hay. Supongo que le habrás explicado los términos de su alojamiento.
– ¡Oh cielos! Bueno, no creí que hiciera falta. Nunca he visto a una chica tan equivocada.
– ¿Y ahora qué pasa? -gritó Ludmila desde las escaleras.
– Solamente decirte… que bueno, como probablemente hayas adivinado ya -Oksana batió las pestañas con gesto pegajoso-, la habitación de mi tío está reservada solamente para las chicas que participan en la asociación.
Ludmila se levantó a la mañana siguiente con la boca sabiéndole a hojalata, a lo cual se le sumaba la luz ácida que entraba a través de la cortina. Se encontró a sí misma en la cama de Oksana, enredada con ella. Las dos iban completamente vestidas salvo por un zapato de tacón de aguja y un par de botas que estaban tiradas por los rincones del apartamento. El segundo zapato colgaba del pie de Oksana, que se encontraba tumbada boca abajo en la cama.
Ludmila se desenredó de ella con una mueca de asco en la boca, se puso de pie y se frotó la cara para espabilarse. Luego le quitó el zapato del pie a Oksana de una patada y lo mandó repiqueteando por el suelo de piedra pulimentada para despertarla.
– ¿Cómo calientas el agua para el té? -preguntó Ludmila.
Oksana gruñó y se hundió más bajo sus mantas.
Ludmila chasqueó la lengua y dejó a la chica durmiendo. Se alisó la ropa, se echó un poco de la colonia de Oksana en el cuello y salió del apartamento para comer algo y tomar una taza de té, aunque no al Kaustik ni tampoco al Leprikonsi.
Luego, después de un café y un bollo, echó a andar, arrebujándose bien en su ropa, en dirección al extremo de la calle que le parecía más bullicioso, decidida a encontrar un trabajo que no tuviera nada que ver con municiones. Estaba claro que Misha se había retrasado. Vendría, tal como había prometido, y ella estaría allí esperándolo. Mandaría a casa el dinero del tractor, decidió, aquel mismo día si le era posible, tanto para aliviar la presión de la culpa como para alegrar los corazones de los suyos y restregarles en las narices el cagarro que había sido su decisión de mandarla lejos de casa mientras su hermano, el pulidor de hélices con más talento que había visto la región en muchos años, poseedor de secretos para pulir que había inventado él mismo, se dedicaba a dar vueltas por la nieve.