– Lo puedo arreglar. Eso lo puedo arreglar, señor, déjemelo a mí.
– Así me gusta. Te mandaré a la fuente misma, Bob. Te mandaré a la fuente caliente y húmeda de la ecuación del manipulado de sándwiches.
– Quiere decir, ¿adónde están estas chicas? ¿Y no valen mucho?
– Bobby, no encontrarás nunca a unas guarrillas que valgan más que éstas. Si vinieran con tres agujeros del culo no valdrían…
– Quiero decir si no son muy caras.
– Bobby, Bobby, Bobby. El tío Truman tiene todos los recursos. -Sacó una tarjeta del escritorio, garabateó una frase y se la metió en el bolsillo de la pechera a Blair junto con un puñado de bolsitas de Howitzer.
– Recórcholis -dijo Blair. Se quedó sentado un momento, mirando a su alrededor, olisqueando la vida que había soñado. Saboreó el momento en pleno trance, con la mirada clavada en el ventanal. Por fin una silueta en movimiento se volvió nítida. Era Donald Lamb, que estaba peinando la multitud.
Truman siguió su mirada.
– Mira, ahí está nuestro hombre. Traigámoslo con nosotros.
Los dos abandonaron el despacho y fueron siguiendo el ventanal en dirección a una puerta. Truman la abrió de golpe justo cuando Lamb estaba pasando por el otro lado.
– ¡Danny, cabronazo!
– Hostia puta. -Lamb parpadeó. Su mirada se arrastró por la oscuridad-. Veo que ya has conocido a los chavales. Los he estado buscando por todo el puñetero local.
– Son unos chavales de puta madre, Dan, ¿de dónde sacas a tíos como éstos? Ven con nosotros, íbamos a…
– La verdad es que tenemos que irnos. Es un poco raro, pero…
– Ahora no te vayas. Ahora no, Dan.
Lamb echó un vistazo a través de la puerta.
– ¿Dónde está Gordon?
– Caballeros, espero… -dijo Blair, cubriéndose la entrepierna con una mano ahuecada.
Lamb detectó cierto optimismo en el tono de Blair. Como el de los que han ido a un colegio privado. Contempló la postura de Blair.
– Veo que has probado el refresco.
Blair sonrió. Se estaba aproximando a la gloriosa cresta de una vida normal como nunca lo había sentido antes, una sensación que le daba un poder sin medida. Sabía a ciencia cierta que era así como se sentiría si llegaba a ser la persona que anhelaba ser.
Y entonces, de pronto, lo fue.
– He tomado una pizca, sí -dijo-. Y Don… siento lo que ha pasado antes. No volverá a pasar.
– Lo que me preocupa, Blair, es que cuando se te pase el efecto, te encontrarás en la misma situación en que estabas hace una hora. No nos olvidemos de cómo era la cosa entonces.
Blair intentó recordar lo que sentía una hora atrás. Fuera lo que fuese, había desaparecido.
Truman le dio una palmada en el hombro a Lamb.
– Danny, déjame que te diga algo: hemos pasado un rato muy interesante y hemos asimilado algunas dinámicas nuevas. ¿Oyes lo que te digo? Ahora soy el presidente de Vitaxis. Me dedico a la sanidad. Y a él no le va a pasar nada malo.
– Sí, en serio, estoy bien -dijo Blair-. Ha sido muy interesante.
– Creo que tendríamos que encontrar a tu hermano. -Lamb se volvió para barrer la barra con la mirada-. ¿Él también ha tomado una pizca? El único sitio al que puede haber ido es la discoteca, he mirado en el resto del edificio.
– En la discoteca no va a estar, créame -dijo Blair. Se acercó al oído de Truman y le preguntó-. ¿Conejo también se estará sintiendo así?
– Pues claro -susurró Truman-. Y tú espera: Lo mejor está por venir.
Los tres fueron hasta la discoteca que había en la parte de atrás del edificio. El último remix de Sketel One apuñalaba el aire. Blair sintió bocanadas de placer fluyendo a través de él, llamaradas de verdad y amor y poder. Diviso a Conejo en la pista de baile, apoyado en una repisa que había junto a la barra. Con él había tres jovencitas. Una se estaba riendo y la otra le daba palmadas en el brazo.
– Ahí está -dijo Lamb-. Qué suerte tiene el capullo. -Llevó a Blair hasta la zona iluminada donde Conejo se bamboleaba como un árbol joven al viento. Truman se quedó un poco atrás y los contempló con mirada de padre. Luego se desvaneció como un fantasma en la oscuridad.
Las chicas se quedaron mirando a Blair mientras éste se acercaba.
– ¿Es él? -dijo una morena con granos.
– El mismo, como decimos en el Norte -dijo Conejo-. Mi mediocre otra mitad.
– Supongo que se parece un poco a ti, sin el pelo y las gafas de sol.
Lamb se puso tenso. Examinó las caras de las chicas, miró a Conejo y vio que tenía una ginebra grande en la mano. A sus pies había una bolsa de plástico atiborrada de discos.
Blair sonrió a su hermano.
– Me extraña que no estés bailando.
– No es mi estilo, colega, ya lo sabes. No hay nada peor que no saber qué cosas te hacen parecer un capullo. -Conejo metió la mano en la bolsa-. Sin embargo -dijo, dirigiéndose a las chicas-, ahora que ha venido él, os lo demostraré más allá de toda duda. Decidle al señor músico que elija una canción de aquí. Mirad: «La Cumparsita», probad ésta.
– ¿Estás seguro, Conejo? -Blair agarró a su hermano del brazo-. Y escucha, siento lo de los discos.
– ¿Un tango? -gorjeó la chica-. Se lo puedo preguntar al DJ. -Arrastró a sus amigas hacia la pista de baile y se las llevó por entre la multitud.
– Te perdono lo de los discos -dijo Conejo-. Menos mal que no los cogieron de la basura, eso sí. Si se los hubieran llevado, ahora estaría en pie de guerra.
Blair entrecerró los ojos.
– Por Dios, Nejo. No te merezco.
Lamb levantó la mano.
– Tal vez tendríamos que ir yéndonos. ¿Cuántas de ésas te has tomado?
– No las bastantes -dijo Conejo, vaciando de un trago la ginebra antes de volverse hacia su hermano-. Déjame solamente que haga esto, anda, será como en los viejos tiempos.
El disc-jockey se asomó desde su consola para divisar a Conejo entre la multitud.
– Chicos -empezó a decir Lamb, pero los hermanos se habían perdido en sí mismos.
El tema de Sketel se fue apagando antes de tiempo. Los cuerpos de la pista se detuvieron bruscamente y se quedaron un momento de pie antes de desplazarse a los márgenes.
– Chicos y chicas -sonó la voz del disc-jockey-, tenemos a un par de tíos que se creen que nos pueden enseñar a bailar.
Blair frunció los labios.
– Nejo, ¿queremos hacer esto?
Con un susurro gélido, los altavoces mandaron una sola nota de acordeón disparada por todo lo alto, a través de un vendaval de instrumentos de cuerda y vientos de madera flotantes. Los clientes se aglutinaron en forma de células junto a la pista de baile mientras una auténtica tormenta de fuego orquestal estallaba cortando retazos de aire. Los haces de luz de los focos se hicieron nítidos a través de la oscuridad.
– Ya verás como sí. -Conejo apretó la mandíbula y se acercó a su hermano para hablarle al oído-. A ver si se me entiende, mira a las chatis. Lo tienes a huevo.
Blair echó un vistazo a la izquierda. Había tres chicas mirándolo. Y detrás de ellas había todavía más chicas, mirando y hablando en voz baja. El haz de luz de un foco recorrió la pista hasta encontrar a los Heath.
Blair miró a las chicas, parpadeando, y luego a Conejo.
– ¿Una tragedia que pide un baile?
– Una tragedia que pide a gritos un baile. -Conejo levantó la cabeza en gesto de desafío.
Los hermanos fueron dando zancadas hasta el centro de la pista. Se pusieron el uno delante del otro con ceremoniosidad afectada y luego pegaron sus abdómenes entre sí, como si estuvieran activando un sistema nervioso único. Como si fueran dos mitades de un rompecabezas, se juntaron con un «clic» para formar un solo ser formidable, cuya juntura quedó perdida en el negro de sus trajes. Sus cabezas se proyectaron mecánicamente hacia delante, con las miradas respectivas clavadas en el hombro del otro. Enlazaron los brazos, se aferraron en una presa formal y permanecieron totalmente rectos e inmóviles durante ocho breves compases. Luego, al unísono, sus cuatro piernas empezaron a entrelazarse, a intercalarse, a abrirse, a cerrarse y a cortar el aire, enredándose y desenredándose con destellos cegadores, como si se hubieran independizado de los torsos que tenían suspendidos encima.