– Inspector -dijo Irina en tono fatigado-. Le he hablado a las claras, como gesto amistoso, para ahorrarle todas esas molestias. Dejémoslo claro: no tenemos nada con que negociar.
Abakumov permaneció en silencio, examinando las notas de su cuaderno. Luego, sin levantar la vista, dijo en voz baja:
– Como está siendo usted tan sincera conmigo, me siento obligado a corresponderle, y eso que puede resultar desventajoso para mí. Le puedo decir que hay gente que podría ayudar a solucionar la situación de un crimen tan horrendo como éste. Lo digo sobre todo porque, cuando miro los datos que tengo escritos en el papel, siento una pena tremenda por todos ustedes. Muchos de estos casos ni siquiera llegan a juicio. Muchos no llegan ni siquiera a ser objeto de un informe oficial, porque en casos tan impensables está demostrado que es más fácil limitarse a pegarles un tiro a los sospechosos y así ahorrar más ofensas a Dios.
Todos los presentes bajaron la vista y esperaron a que la rutina siguiera su curso.
– Sí -murmuró Abakumov en tono distante-, he decidido intentar ayudarles pese a que me supone un gran inconveniente, puesto que veo que, de lo contrario, van derechitos a la tumba. -Su mirada se retorció pensativa hasta un rincón del techo-. Por supuesto, habrá que resolver situaciones que suponen un coste…
– ¿Y qué pasa conmigo? -preguntó Lubov sin levantar la vista.
– Bueno -dijo el inspector, recogiendo su sombrero-, usted es la que puede salir peor parada, cuando este caso se tramite, ya que es usted quien ha introducido el arma en la vivienda.
– Pero no he sido yo, inspector.
– Bueno, sí, puesto que ejerce usted un dominio materno sobre el chico que lleva el arma recientemente disparada.
– ¿Y qué pasa conmigo, pues?
El inspector se pellizcó el puente de la nariz y cerró los ojos bajo el peso de aquellas nuevas responsabilidades.
– Me he fijado en que tiene usted una sala detrás del bar de su almacén. Una sala amueblada. Creo que lo más justo es convertir esa sala en el cuartel general de esta investigación en marcha. -Se volvió para mirar primero a Irina y luego a Lubov, antes de aparcar la mirada en la puerta detrás de la cual Olga estaba farfullando y gimiendo-. Ojalá pudiera decirles que éste va a ser un procedimiento limpio, con lo oscura y retorcida que es la situación. -Se levantó de la silla y fue hasta la puerta principal. Bajó hasta la nieve, se dio la vuelta e iluminó la entrada con la linterna, enfocando las miradas de las mujeres. Los ojos de ellas relucieron vacíos, como simples globos de gelatina.
– Pero no puedo -dijo.
Ludmila confiaba secretamente en perder el tren del pan. No le parecía bien darle todo su dinero a un desconocido. Pero la única alternativa que tenía era llevarlo en persona, meterse en plena guerra, afrontar escenas desagradables por su fracaso y pelearse con Pilosanov, si es que estaba vivo, y si es que ella conseguía llegar viva.
La segunda razón de que vacilara en las escaleras de la estación era el deseo de sentirse suspendida durante unos momentos más en la hamaca de la libertad, en el dulce limbo de tener más opciones que acabar en una tumba. Porque el dinero que llevaba metido en las bragas no le proporcionaba más descanso que un amante frenético con su torrente de planes de futuro. Y debido a que se encontraba en una fase lúcida de su eclosión como mujer, se daba cuenta de que las decisiones que tomara serían los primeros pasos en el camino hacia un estado llamado independencia. Un estado tras el cual ya no había que mendigarle a la vida.
Aquellas ideas y sensaciones eran habituales en Ludmila, y muy queridas. Ella lo sabía, y sabía que tenían que morir. Se recompuso los abrigos y entró en la estación. Hacía más frío dentro que fuera: una ventisca soplaba por las vías hasta el andén de cemento al aire libre, levantando del suelo polvo de hielo y basura. Encontró el letrero descolorido que anunciaba el tren a Kropotkin. En el andén permanecía detenido un convoy mugriento.
– ¿Éste es el tren a Kropotkin? -le preguntó a un mozo de carga que pasaba.
– No, este es el último tren de Kropotkin, que acaba de entrar.
– Bueno, lo que quiero decir es: ¿éste es el próximo tren que va a Kropotkin?
– Bueno, y yo le estoy diciendo que no, porque va tarde. Hoy el tren lleva por lo menos un turno de retraso, tal vez más.
Ludmila frunció el ceño y desplazó su peso de un pie al otro.
– Mire. -El hombre puso su carretilla de pie y se apoyó en la misma, preparándose para una larga conversación-. ¿Qué es lo que no entiende? Si está buscando el servicio de las catorce veintisiete a Kropotkin, éste no es.
– Entonces ¿cuál es éste?
– Éste es el de las diez quince.
– ¿Y adónde va?
– A Kropotkin. ¿Es que no ha leído el letrero?
– ¿Y qué hora es ahora?
El hombre se levantó una manga para consultar su reloj.
– Las trece cuarenta y nueve.
– Gracias. -Ludmila puso los ojos en blanco y bajó al andén.
– No se puede bajar ahí sin billete -gritó el hombre-. La van a parar y le van a poner una multa.
– Solamente necesito hablar con el guardia -gritó Ludmila sin detenerse.
– Ahí no lo va a encontrar. Al tren todavía le falta una hora para salir.
Ludmila se detuvo para pisotear el suelo.
– ¿Y a qué hora han de salir los trenes, si no es a la hora que les toca?
– Es… Dios bendito, es que no escucha… ¡Éste es el de las diez quince! Ya no importa a qué hora salga, ¿verdad?
Ludmila giró sobre sus talones para enfrentarse con el hombre. Estaba claro que acababa de encontrar el alma gemela de su hermano, así que sabía perfectamente cómo tratar al tipo. Puso su cara de póquer, cuidadosamente transmitida a través de las generaciones.
– Escúchame: pronto van a ser las catorce veintisiete. Si el tren lleva un turno de retraso, porque ha perdido el de las diez quince, lo más lógico, ya que se ha retrasado tanto que llega al turno siguiente, sería salir a la hora del turno siguiente, a las catorce veintisiete, porque todo el mundo llegará a esa hora para coger el de esa hora. ¿O es que en la escuela no te enseñaron esas cosas?
El hombre negó con la cabeza.
– Hay gente a la que no se puede ayudar. -Chasqueó la lengua-. El guardia estará en el café de la parte de atrás de la estación, que es donde se reúnen los empleados, es lo único que intentaba decirte. Las chicas de ciudad os creéis que lo sabéis todo.
Ludmila se hinchó de orgullo al oír las palabras del hombre. Chicas de ciudad. Esperó a que el mozo de carga se perdiera chirriando a lo lejos antes de ir hacia la parte trasera de la estación. En una calle trasera había un café grasiento que se pudría en lo que tal vez antaño había sido un garaje. A través del ventanal húmedo echó un vistazo al puñado de hombres acurrucados en torno a las mesas se irguió y entró. El aire estaba atiborrado de grasa quemada. Una chica se acercó a la barra, secándose unas manos rojas en un trapo.
– ¿Sabes si alguno de estos hombres es guardia ferroviario? -preguntó Ludmila.
– No. -La chica se encogió de hombros.
– Bueno, ¿conoces a alguno?
– No. ¿Quieres algo de comer o de beber?
– No -dijo Ludmila, girándose a un lado para formarse un juicio sobre los hombres a partir de sus cortes de pelo y de la mugre de sus uniformes.
– ¿Es otra que quiere ir a los servicios? -gritó una mujer enorme y sudorosa desde el fondo de la cocina.
– No, mamá, está buscando a un guardia ferroviario.
– Bueno, pues si no come ni bebe, ya sabe lo que le toca.
– Querida -le gritó a Ludmila desde una de las mesas un joven que estaba sentado con otros dos-. No te había visto con ese pelo tan tupido y tan bonito.
Ludmila se dio la vuelta. El hombre le hizo un gesto con los dedos para que se acercara, mirando más allá de ella, en dirección a la mastodonte que estaba en la cocina.