– No pasa nada -dijo, asintiendo-. La estaba esperando.
– Y yo también -tosió un anciano desde el rincón-. Toda mi vida.
El joven se puso de pie y arrastró una silla hasta la mesa. -¿Buscas hacer negocios en uno de los trenes del pan? Ven, siéntate. Vamos a hablar. -Miró de reojo la silla y gritó en dirección a la barra-. Puedes traerle un café.
– No, gracias. -Ludmila se sentó en el borde de la silla y examinó la cara del hombre. Era un rubio rubicundo con una mandíbula que se le desviaba a un lado cuando hablaba, dándole cierto aire dócil y amigable-. Cuéntame lo del tren del pan -dijo ella, reclinándose hacia atrás en su silla.
El hombre golpeteó el extremo sin emboquillar de un cigarrillo sobre la mesa para compactar el tabaco.
– Depende de qué tren del pan te interese. Pero puedes estar segura de que uno de nosotros te puede ayudar. Necesitas hacer una entrega por esta línea, ¿tengo toda la razón?
– Tal vez.
– Por favor, óyeme: no tengas miedo. Vemos a gente como tú todos los días. ¿Te crees que vivimos de la broma que nos paga la línea ferroviaria? Solamente seguimos en el puesto para nutrir la falsa esperanza de ver los salarios que nos deben desde el verano pasado. Si tú y yo podemos ayudarnos mutuamente, pues tanto mejor. Porque no te olvides, si mandas correo con nosotros hoy, llega a su destino hoy mismo.
La franqueza del hombre ablandó a Ludmila. Decidió confiar en él.
– Soy piloto de aviones. Necesito enviar un documento importante, mi licencia de aviadora, en el tren a Ublilsk.
El hombre se reclinó en su silla y la miró con ojos ágiles.
– ¿Aviones, dices? Entonces ¿por qué no vuelas hasta allí?
– Bueno, porque no piloto aviones tan pequeños. -Ludmila echó un vistazo por la sala.
– ¿Y por qué no? He oído que un Tupolev 134 puede aterrizar en la pista donde antes estaba la fábrica de componentes.
– No -dijo Ludmila-. Allí no puede aterrizar un Tupolev, de ningún modelo. Ya lo he intentado -añadió, para dejar el tema cerrado.
Un hombre bajo y con barba se acercó para entrar en la conversación.
– Bueno, los antiguos Ilyushin iban allí todo el tiempo -dijo, con la mirada perdida, recordando-. Se pasaban el día y la noche yendo a Ublilsk a buscar hélices nuevas. Y son más grandes que los Tupolev.
– Mírame a los ojos. -El rubio dio una palmada en la mesa-. El Tupolev de ella es la máquina voladora más grande del mundo. Eso no me lo discutas.
– Bueno, odio ser yo el que te diga que te equivocas. -El hombre de tez morena se encogió de hombros, mostrando que él se limitaba a decir la verdad-. Como amigo solamente puedo intentar salvarte de la humillación señalando los hechos verdaderos.
– Escuchad, no importa -dijo Ludmila-. Es demasiado caro llevar la licencia en avión hasta allí. Quiero saber cómo funciona lo del tren del pan.
– Puede que llevarla en avión no te salga tan caro como crees -dijo el rubio-, cuando te enteres de lo que cobra el servicio a Kropotkin por ese pequeño viaje. Allí están en guerra, en caso de que no te hayas enterado.
– La guerra no ha llegado al cruce -dijo Ludmila-. Para entonces ya habrán detenido el avance de los gnezvarik.
– ¡Ja! Ya me gustaría que ésas fueran las noticias que hemos oído.
– Sí -intervino un tercer hombre-, podemos decirte, aunque nosotros no estamos en el tren de Kropotkin, que están a punto de cancelar definitivamente el servicio del pan. Así que no sé para qué quieres mandar tu licencia de aviación allí, cuando ni siquiera se puede posar un Tupolev ni encontrar un trozo de pan.
– ¡Ja! -dijo Ludmila-. El tren del pan no lo pueden quitar, lo sabe todo el mundo. Mientras haya bocas esperando, tienen que mandar el pan. -Mandó un Empujón con la barbilla.
El hombre rubio se inclinó hacia la sombra de Ludmila.
– Mira, estoy cerca de las fuentes que controlan las operaciones del servicio de Kropotkin, y te aseguro que este hombre tiene razón en lo que dice. Van a dejar de mandar pan a Ublilsk. Es una cuestión de economía.
– Pero seguirá habiendo almas que alimentar…
– Bueno, no. -El hombre levantó un dedo-. Es porque no queda la bastante gente que alimentar. ¿Entiendes? Ahora el servicio es privado y tiene dueños extranjeros. No van a mandar un tren entero, ni tampoco hombres para limpiar las vías, solamente por una docena de panes.
– ¡Nuestras vías las limpiamos nosotros! ¡Y empujamos el vagón en los últimos kilómetros, así que tampoco es que vosotros tengáis que hacer nada!
– Bueno, en primer lugar, no me mires con esos ojos de hielo, porque yo no soy el que cancela el tren del pan, ni ningún otro tren. Si fuera yo el que decidiera, os llevaría huevas de beluga en mi propia mano todas las mañanas y os las colocaría sobre la lengua mientras dormís.
Los parroquianos del café soltaron risitas y Ludmila se volvió para ver que todos se habían vuelto a medias para disfrutar mejor la conversación.
– Y en segundo lugar -dijo el rubio, haciéndole un guiño a su público-, te puedes comer todo el pan que quieras en tu tremendo Tupolev, ¿o sea, que por qué hacemos malgastar el aire de nuestras bocas?
Las risas resonaron por entre la neblina.
Ludmila frunció el ceño y bajó la vista. Apenas proyectaba sombra bajo las luces fluorescentes del café. Aquello la hizo sentirse sola. Los días y las noches sin Misha le habían traído momentos compensatorios de esperanza maníaca que ahora empezaban a flaquear. Con todo, se borró su imagen de la mente y puso su mejor cara de póquer.
– Escúchame: ¿dónde está el guardia del tren a Kropotkin?
– De camino a Kropotkin. -El hombre se encogió de hombros, mirando a su alrededor para recibir una última risita ahogada de los parroquianos.
– Pero el tren está aquí, en el andén.
– Entonces ¿quién sabe? Lo que te estoy diciendo es que hay guerra en Ublilsk, y que él se quedará con el veinticinco por ciento de todas las entregas.
– ¿Cómo? ¡Con una pistola se lo quedará!
– Piensa en su posición -dijo el hombre de la barba, acercándose hacia Ludmila-. Además de sus costes y tarifas habituales, tiene que pensar las medidas de seguridad que hay que tomar en plena guerra. Y esas vías muertas que se adentran en vuestros yermos, donde una gente desconocida empuja el vagón sin ningún funcionario ferroviario… ¡imaginaos! Tiene que ir comprando lealtades por toda la línea, y comprar también a la gente del almacén. ¡Imagínatelo tú misma!
– Entonces yo puedo vivir un mes por el precio de una entrega.
– Pues entonces debes de estar enviando más de mil rublos -dijo el rubio.
– ¡Estoy mandando mi licencia de aviación!
– La tarifa por una licencia de aviación son dos mil rublos.
Mientras Ludmila permanecía sentada mirando con furia a un hombre y después al siguiente, otro individuo mugriento abrió la puerta y se coló en el café como si fuera una hiena.
El rubio se levantó de su silla.
– Sergei Leonov, estamos hablando de ti.
– Guárdate tus asquerosas mentiras en el culo -gruñó el hombre, y pasó junto a la mesa sin ni siquiera mirar.
– Tenemos una clienta. -El rubio señaló a Ludmila-. Otra ubli como tú.
– ¡Ja! ¡Bueno, no fui yo quien mató a Aleksandr, vas a ir al infierno por decir que fui yo! -Maksimilian cruzó la habitación con pasos airados.
– Ten la amabilidad de limpiarte los oídos -dijo Irina-. Lo que he dicho es que nos devuelvas el tractor.
– ¿Es que estamos viviendo en mundos distintos? ¿Es que no te dijo una voz muy parecida a la mía que he trocado el tractor? Como parte de un trato muy lucrativo que te haría recordar como agua pasada tus penurias si fueras capaz de dejar que siguiera su curso.
– ¡En el nombre de Dios, tráelo de vuelta!