– ¡O por lo menos trae diez mil rublos! -gritó Olga desde la ventana junto a la que estaba sentada-, porque eso es lo que pagaría un mendigo muerto, ya no digamos alguien que pagara los veinticinco mil que vale.
– Ese tractor no vale veinticinco mil -dijo Maks con un resoplido de burla-. Ya ha visto tres guerras.
– Ese tractor ha aguantado muchos años de penurias, Maksimilian Ganso Ingrato. ¡Tú no has visto de cerca ni un día del trabajo que ha hecho ese tractor!
– ¡Ja, ésa sí que es lógica! Eso no quiere decir que se vuelva más valioso, quiere decir que está viviendo de la fuerza de su fantasma.
Irina pisoteó el suelo con rabia.
– ¡Si no nos quitamos de encima a esa garrapata de Abakumov, se nos va a llevar a la tumba!
– ¡Bah! -escupió Maks-. Abakumov no tiene nada que hacer frente a los cretinos de Lubov.
– ¡Ja! ¡Sí! Pero tiene al Estado detrás, Maksimilian… ¡no podemos ganarle!
Maks rodeó la mesa, pasó junto al fogón y la mesa de la cocina, golpeando las cosas, tirándolas y aprovechando cada oportunidad para armar una escandalera antes de salir de la cabaña. Y su ruta a través de la luz gris del patio todavía le dio oportunidad de armar un poco más de estrépito. Ya fuera, se metió las manos en los bolsillos, encogió los hombros para avanzar contra el viento y se alejó dando zancadas y dejando un rastro de burbujas de vaho como si fuera un tren de vapor bajo el agua.
Tuvo cuidado de no acercarse lo bastante al almacén como para ser visto. Aquello comportaba cruzar el patio de la viuda del ferretero y bordear la casa de la aldea. Fue murmurando para sí mismo, arrastrando los pies y aplastando cosas a su paso, de camino a donde vivía Pilosanov. Estaba claro que Pilo era el culpable de que hubieran atraído a un chupasangres del calibre de Abakumov. Porque si Pilo hubiera cumplido su parte del trato, y le hubiera entregado los teléfonos móviles y la pistola, la familia habría sido capaz de responder a la situación con la velocidad adecuada. De hecho, decidió Maks, la situación ni siquiera se habría dado, porque Olga no habría tenido que firmar ningún cupón. Lubov se las tendría que haber visto sola con el inspector y no hubiera podido apartar a ese chupasangres tan fácilmente de los chanchullos.
Así pues, Pilosanov era el culpable. Y Lubov por su traición. Abakumov era un simple fastidio.
Maks agachó la cabeza cuando un cohete pasó silbando y explotó cerca. Inclinó una oreja para escuchar, pero el aire estaba demasiado cargado de frío para calcular a qué distancia había caído.
Al tomar la última calle del pueblo, Maks vio la puerta de Pilo abierta de par en par. Luego, mientras se acercaba entre rocas y charcos de hielo y barro, vio que la puerta había desaparecido. Entró en la casa y se detuvo. Estaba vacía. Se habían llevado hasta las vigas del techo. La mitad de su tejado de chapa de cinc se había hundido sobre la sala principal, y ahora el hielo descendía en surcos hasta un estanque de hielo que iba de pared a pared. Las escaleras habían desaparecido, igual que las ventanas, los marcos y los ladrillos alrededor de éstos.
– Se ha ido -susurró el vecino, el viejo Krestinski, desde la puerta de al lado-. Pero va acariciando tu muerte.
– ¿Que él acaricia mi muerte? Soy yo el que va acariciando su muerte, mil veces. No podría presenciar una traición más grande aunque viviera diez años con un gnez.
– Bueno, eres como un espejo de sus palabras. Y yo tengo que comentar, ahora que te veo, que él parece haberse llevado la peor parte.
– ¡Ja!
– Oh, sí. Tenía unos cortes bastante feos en la cabeza, los que yo le vi eran espantosos, ya no hablemos del daño que podía haber recibido por dentro.
– ¿Y esto te lo dijo él?
– No, con él no crucé ni una palabra. Mi humilde vida es demasiado frágil para mezclarse con semejantes granujas. Quedaría aplastado nada más cruzarme en vuestros caminos, si hay que juzgar por esos cortes que vi. Y solamente por esa razón, ahora te doy los buenos días.
– Espera -Maks siguió al hombre a su puerta-. ¿Y dónde dices que está, ese vendemierda de Pilosanov?
– No he dicho que estuviera en ninguna parte.
– No puede andar lejos, si se ha llevado su casa entera a cuestas. ¿De quién es el camión que se ha llevado lo que había en su casa?
– Él abandonó la casa, ya estaba así cuando regresó. ¿Te crees que los gnez que hay calle arriba se la iban a cuidar para cuando volviera?
– Ja. Bueno, se la han dejado limpia. -Maks mandó un trozo de chatarra de una patada al otro lado de la calle-. ¿Viajaba en tractor?
– No, venía a pie de lejos. No le quedaban fuerzas ni para soltar palabrotas. -El anciano se estremeció solamente de recordarlo y cerró la puerta sin decir una palabra más. Maks se quedó desinflado en la calle. Regresó a casa de Pilo para soltar los juramentos adecuados entre sus paredes. Luego subió el peldaño resbaladizo de la cocina para salir al patio de atrás. Examinó el suelo en busca de huellas de neumáticos. No había ninguna.
Ludmila estaba acurrucada en las sombras de la estación. Sus pupilas siguieron la luz del último vagón del tren a Kropotkin cuando éste se adentró meciéndose en la niebla. Era una niebla helada que se extendía hasta el mismo horizonte, un edredón de humo como el de Ublilsk. Las lágrimas le calentaron los labios y se puso a rezarle a la luz: para que el dinero de su familia llegara antes a su puerta, para sacar a Misha Bukinov de la guerra y llevarlo hasta a ella sano y salvo. La cuestión de la ausencia de Misha había pasado de ser un puntito oscuro a ser un cañón que gemía en la mente de ella. Ludmila lo apartó de sí, no porque le pareciera una preocupación absurda, sino porque dentro de él revoloteaba la idea de que nada bueno podía estar reteniéndolo durante tanto tiempo.
Los músculos de la cara de Ludmila hicieron que su piel pareciera arrugarse y llenarse de ampollas. Se le puso la cara reluciente y roja y el dolor de imaginarse a Misha le arrancó un silbido de la garganta. Cuando cerró los ojos, vio que los brazos de él se extendían hacia ella. Luego, mientras los claqueteos y tañidos del tren se desvanecían bajo el murmullo del viento, él también desapareció en aquel anochecer tan frío y sólido como el acero.
Ludmila se incorporó sorbiendo por la nariz. Permaneció un momento de pie, luchando por reavivar el fuego de su corazón: fuego de ubli, fuego de Olga, el mismo que convertía la desdicha en alegría. Se pasó una manga por los ojos, respiró hondo y echó a andar por la avenida para llevar a cabo su plan provisional.
La tienda de aparatos de Ulitsa Kuzhniskaya seguía abierta. Era una tienda de aparatos porque, junto con la leche de cabra, el detergente, el chocolate, el queso y el pan, también vendía pilas y mecheros. Y uno de los letreros que había pegados con cinta adhesiva en la puerta prometía dos fotografías oficiales por la mitad del dinero que le quedaba a Ludmila. Entró en la tienda, discutió con el viejo que había detrás del mostrador, regateó y suplicó hasta que los gritos ahogados y las muecas del hombre la derrotaron y acabó por darle el dinero.
Había una cortina colgando de una barra de ducha. El hombre fue cojeando hasta allí y corrió la cortina para cerrar un rincón de la sala, luego señaló un espejo mientras cargaba la cámara. Ludmila se miró en el espejo. Se la veía sofocada y fatigada. La calidez de la sala le sacaba los colores en las mejillas y en la nariz, y aquella luz brutal hacía que los rastros dejados por las lágrimas le relucieran por la cara. Se limpió con una manga, se pasó los dedos por el pelo, dejando que le colgara un mechón por encima de un ojo, y fue a sentarse en un taburete que había delante de la cámara.
– Que los ángeles me ayuden -dijo el anciano-. ¿Es que quieres asustar a la gente con tu fotografía? ¿Va a utilizarla para asustar a los pájaros de tu sembrado?
– Ya tiene usted su dinero. Limítese a hacer la foto.
– ¿Querrás sonreír para mí, al menos? ¿Es para afiliarse al Partido? ¿Para un documento de identidad?