Gregor se quedó un momento inmóvil, y fue obvio que en su cabeza se estaba desplegando una serie de imágenes. Luego abrió la boca:
– ¡Jaaa, ja! ¡Oh, sí, le habéis lavado las bragas por mi culpa, el mismo día en que yo me convertí en Yuri Gagarin!
Cerró la boca de golpe. Arrastró los pies para enfrentarse a las mujeres con desprecio renovado.
– Ésa es una patraña de gansos de colores. Ahora mirad con vuestros propios ojos la esfera de mi reloj, porque cuando las manecillas se hayan movido diez minutos será mejor que vea aparecer aquí a Maksimilian Ivanov con su tractor. O si no, tengo mis instrucciones.
– Este chico de usted, Gregor, me tiene muy preocupado -dijo el inspector.
– Pero si le digo que está al caer -dijo Lubov-. Oiremos acercarse por la carretera el tractor, la cabra. Lo que pasa con Gregor, que es algo bueno, si se me permite decirlo en calidad de madre, es que no va a volver con las manos vacías. Por mucho que esa familia malvada le sirva platos amargos, y trate de enredarlo con sus mentiras, lo único que él procurará será coger las cosas necesarias.
– Hasta yo ya estoy cansado de este examen exhaustivo de los libros de contabilidad. -Abakumov se apoyó en la barra del bar del almacén-. Tengo la impresión de que no rechazaría que me preparase una taza de té, ni un bocadillo.
– Bueno, el tren del pan llega hoy al cruce, inspector. Hasta que Gregor vuelva con él, no va a haber pan. Mañana sí que tendremos pan.
– Pues ya que me lo ofrece, compartiré un vodka con usted. -Abakumov se acarició la barbilla y echó un vistazo ausente al techo.
Lubov sacó el viejo botellón de debajo del mostrador y colocó dos vasos sobre la barra. El ruido de los vasos trajo la cara de un hombre desaliñado a la puerta.
– Sí… -gritó el hombre, empezando a asomar el cuerpo por la puerta como si ésta fuera la trampilla de un submarino.
– No pongas otro de tus pies en mi tienda -gritó Lubov sin levantar la vista-. O esta vez te llevarás una paliza.
– Cerda asquerosa. -El hombre salió dando tumbos a la calle-. Me cago en las tumbas de tus muertos.
– Entonces te estás cagando en tu propia tumba, papá.
El inspector se bebió su chupito de un trago y echó un vistazo con cara inexpresiva al paisaje de mosaicos y sombras.
– Pero muy, muy preocupado, me estoy poniendo. Extremadamente inquieto. ¿Y dónde está el chico de los Derev? ¿Por qué no ha entregado el tractor directamente aquí, conociendo la situación?
– ¿Maksimilian? Es un muchacho demasiado retorcido para hacer lo que le conviene a él mismo o a su familia. Escuche lo que le digo, inspector, esa gente únicamente responde si eres duro. Cualquier trato que tenga uno con ellos es como azotar a un cerdo sin patas.
– ¿Y está segura de que están todos los que son en la chabola? Ciertamente deben de tener más familia, en los pueblos más grandes. Nadie puede sobrevivir así en las montañas.
– Tienen unos primos, creo, por Labinsk. -Lubov sirvió otra copa-. Pero me da la impresión de que los primos deben de ser listos, porque nunca aparecen por aquí. ¿Para qué? O sea, que sí, yo diría que sobreviven como ratones. Si a eso le llama usted sobrevivir. Por supuesto, también tienen a la chica mayor, que es un caso todavía más difícil, puede usted creerme.
– ¿Y dónde está ahora?
– En Uvila, o no sé dónde. La vieron salir del pueblo. Dicen que Pilosanov, nuestro loco del pueblo, se la llevó, en cuyo caso le podría haber pasado cualquier cosa.
– Bueno. -Abakumov examinó el techo mohoso-. Parece que me voy a pasar aquí mucho más tiempo del que esperaba. Mucho más tiempo, tal como están las cosas, con tanto enredo.
Lubov tembló al oír la noticia y se sacó de la manga el único as que llevaba.
– Y yo lo siento por usted, Inspector. ¡Sobre todo con la guerra a nuestras puertas! Las mismas habitaciones en las que vivimos puede que no duren mucho en pie, hemos oído que hasta los americanos podrían venir. Que los santos nos ayuden en ese caso.
– ¡Ja! ¿Y para qué iban a venir? La Madre Rusia no ha sido tan ignorante como para involucrarse directamente, y tampoco ningún poder extranjero. Los gnezvarik y los ublis están librando una guerra de guerrillas circunscrita a un pedazo de tierra yerma, sin bastante vida en ella para mantener dos cabras. Unos amos invisibles les suministran armas a los gnez y se hacen a un lado como padres imparciales. Es una lección bien aprendida de nuestros amigos americanos: enseña solamente la mano que alimenta. Mira lo que pasó en Irak.
– Bueno, pero los americanos han trasladado su ejército de Arabia al Hayastán, a apenas dos fronteras de distancia. Seguramente deben de tener alguna intención en mente, inspector.
– Pues claro que la tienen, además de desocupar las zonas islámicas. Pero haría falta mucha imaginación para creer que vuestro pedazo de barro y de hielo tiene algún interés para ellos, cuando carece por completo de recursos, y no hay ninguna reconstrucción que contratar. Más bien es la frontera iraní la que los ha atraído, igual que el perfume de unos amantes atrae a una avispa. Yo dudo que hayan oído hablar alguna vez de un agujero como éste.
– Aun así -dijo Lubov, sin quitar ojo de la puerta donde acechaba su padre-, los ublis están luchando de verdad, y cada día vienen mozdokos y chechenos a ayudarlos. Tendría que saber usted que todos los pueblos entre aquí y Azkua han sido arrasados, y que a toda la gente de etnia ubli la han matado o la han expulsado. Estamos acariciando la muerte al quedarnos aquí.
Abakumov se encogió de hombros.
– Puede que acaricie la muerte usted. Yo no soy de etnia ubli.
– No, claro. -Lubov fue repentinamente consciente de su tez morena y se retiró un poco hacia las sombras.
– Y si escucha usted lo que tengo que decirle sobre el tema, la cuestión étnica no es más que una estratagema para atraer a las agencias internacionales. -Abakumov se examinó las uñas-. Los ubli han pintado una polilla para que parezca una mariposa, y para que así todos los llorones del mundo hagan propaganda de su sufrimiento. La verdad, y esto es bien sabido en los niveles del gobierno, es que hasta el hundimiento de la Unión no existía ningún problema étnico. Los ubli están luchando por dinero. Eso es todo. Y es ahí donde su gobierno podría ser más listo, desde mi punto de vista: porque si se limitaran a pagar las pensiones y los sueldos, la gente regresaría feliz a los campos. Y en lugar de eso, con la ayuda de los chechenos, se han inventado un cuento de opresión, y a partir de ahí una causa para ponerse a luchar por la independencia. Se niegan a ver que toda Transcaucasia está en la misma situación.
Lubov escuchó al inspector, pero sin mirarlo. Aquellos dogmas de libro eran música familiar a sus oídos, ya que tenía que escucharlos cada día detrás de aquella misma barra. Sabía que el silbido de las primeras balas le añadiría un matiz desesperado al punto de vista del inspector.
– Y además -Abakumov levantó un dedo-, seamos honestos: ¿qué iban a hacer con la independencia? Simplemente se han apuntado a la moda de las dos últimas décadas, que es que cada pueblo con más de dos gatos tiene que proclamarse república. Porque, y usted sabe esto muy bien, subagente Kaganovich, la etnia ubli no tiene patria originaria. Nadie les conquistó su estado. La sangre de ustedes no es más que una mezcla hecha, a lo largo de los años con sabores de la minoría kabardina, cherkesa y rusa. O sea… ¡hay ublis que son más rubios que los alemanes!
– Por supuesto, inspector. -Lubov intentó mantener un tono mínimamente ecuánime.
Abakumov dejó escapar una especie de suspiro.
– En cualquier caso, no tenemos que preocuparnos por una guerra que puede o no entrar por nuestra puerta. Lo que necesitamos es que vengan otras cosas más tangibles. Y pronto.
– Ya mismo, inspector, Gregor va a volver y las cosas tendrán otro aspecto. Ahora mismo, cuando Gregor regrese, puede estar usted seguro de que traerá hasta la última cosa que esos Derev poseen. Además, Karel también estará ya de camino, para encargarse del tren del pan. Y evitará que Gregor se retrase, ya lo verá usted.