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Maks estaba sentado en la estructura oxidada de una caja de agujas del ferrocarril, junto a las vías que antaño llevaban hasta el pueblo. Ahora las vías terminaban de repente a doce metros de dónde él estaba sentado y enfrascado en sus pensamientos. Estaba más o menos a mitad de camino de su casa, aunque había tomado una ruta indirecta.

Sus primeros pensamientos fueron sobre los dos tractores que quedaban en Ublilsk, unos tractores a los que él tenía la posibilidad de poner las manos encima. No se le ocurrió pensar que podía ocurrir después de robar un tractor ajeno y hacerlo pasar por suyo, ni tampoco en qué explicaciones iba a darles a sus madres. En cambio, se dedicó a pensar en cómo podía encontrar los tractores, ponerlos en marcha y llevárselos de donde sus dueños los tenían aparcados. Hasta se imaginó cómo podría robar ambos tractores y conducirlos hasta casa. Poco después de pensar aquello, sin embargo, comprendió que aquel día no iba a ir en tractor.

Maks pasó unos minutos maldiciendo a Pilosanov, rechinando los dientes y probando en su mente el placer de las salvajes heridas con que le iba a pagar. Hasta acarició la idea de matarlo, y de cocinarlo sobre un fuego para servírselo en forma de tiras crujientes a los pobres de la región. Sería la primera vez que Pilo serviría para algo, reflexionó Maks. Tiras crujientes, con cebolla y sal. Mientras estaba así sentado con sus pensamientos, un camión se acercó por el camino que flanqueaba la vía del tren. Iba despacio y avanzaba haciendo mucho ruido, como si el conductor fuera forzando la primera. Maks levantó la vista. A medida que el camión se acercaba, vio que estaba lleno de hombres, apiñados en la cabina y abarrotando la parte de atrás.

Combatientes. Maks se puso tenso, pero cuando el camión llegó a su altura vio que transportaba a libertadores ublis. Hizo un gesto de solidaridad con la mano. El camión se detuvo con un susurro sobre el hielo.

– Hermano, ¿hay alguna forma de ir al pueblo de Ublilsk desde aquí? -gritó un hombre con barba desde la cabina.

– Vas bien. -Maks se acercó a la ventanilla-. Sigue recto hasta que el camino desaparezca y luego conduce cuatrocientos metros a la izquierda y estarás en la carretera de Uvila. ¿Venís del frente?

– No, vamos al frente. Pero esta noche no.

– ¿Y vais al frente por aquí?

– Traemos a un muerto, un chico nuevo. Sus padres nos van a maldecir, pero ¿qué podemos hacer? ¿Puedes confirmarme si hay unos tal Bukinov en la otra punta del pueblo, a unos tres kilómetros en las afueras?

– ¿Bukinov? ¿Me estás diciendo que lleváis a Michael Bukinov?

– Llevamos su cuerpo, que los santos lo acojan. -Un murmullo de amenes recorrió el camión-. ¿Puedes confirmarme dónde están las tierras de su familia?

Maks tardó un momento en responder. Permaneció con la vista clavada en la rueda delantera del camión.

– Sí -dijo por fin-, bordead todo el pueblo y después coged el último desvío a la izquierda antes del puente de la carretera de Uvila. Al cabo de un kilómetro encontraréis las tierras de su tío, y una vivienda con letreros de Lukoil en la fachada. -Maks levantó la vista hacia el conductor-. ¿Se puede saber cómo murió?

– Recibió un disparo en el pecho. Ni siquiera debió de oír cómo salía la bala.

Maks se unió a otro murmullo de amenes.

– Sois muy amables de venir hasta aquí para traerlo.

– Era un buen hombre. -El conductor se detuvo por otra salva de murmullos-. Normalmente no podemos estar llevando cadáveres por toda la montaña, pero éste se reunió con sus santos durante un incidente que tuvimos en el cruce, y no podíamos dejar allí su cuerpo para que se llevara las culpas.

– ¡Shhh! -El hombre que tenía detrás levantó el dorso de la mano.

Maks se los quedó mirando y pensó. Se puso a asentir, lentamente.

– Os habéis encontrado con el tren del pan.

– Escúchame con atención cuando te digo que no vale la pena abrir la boca. -El hombre de la barba sacó por la ventanilla un pan-. Coge esto y llénate la bocota. Nuestro Estado libre te dará las gracias y te honrará dentro de pocas semanas.

Maks cogió el pan que le ofrecían.

– Estoy con vosotros, toda mi alma está con vosotros. Estaría luchando con vosotros, con los dientes desnudos, pero estoy al cuidado de una casa de ancianas chifladas.

El hombre sacó la mano de la cabina del camión y le alborotó el pelo a Maks.

– Lo mejor que te puedo decir es que empieces a llevártelas. Los gnez tienen la vista puesta en estos parajes, con todos sus edificios vacíos. Y te lo digo también que, por cuestiones estratégicas, hemos decidido dejar que se lo queden.

Una expresión ceñuda nubló la cara de Maks. Asintió para sí y levantó la vista.

– Una sola pregunta… ¿habéis dejado el vagón del pan en el cruce?

– El vagón está volcado. Es posible que le puedas sacar algo de hierro, pero nada realmente úticlass="underline" las cadenas y los manguitos los tenemos nosotros.

– ¿Y el guardia os ha visto?

– Sí -dijo sonriendo un hombre desde la parte de atrás-. Y sigue con nosotros. -Los hombres levantaron los rifles en el aire, formando un arco sobre la cabeza del guardia del tren de Kropotkin, que hizo un gesto a modo de saludo con la mano.

Maks sintió que el paso de los soldados le confería cierto poder. Mientras veía alejarse, dando tumbos, el camión, sintió una descarga de vitalidad. Armados con el conocimiento de los destinos más elevados que había alrededor, y sabiendo que el plazo se estaba acortando cada vez más, Maks y su pan pusieron rumbo a casa. Como muestra de su menor remordimiento por lo sucedido con el tractor, decidió mientras caminaba que no iba a dar ni un mordisco al pan, que sus madres tendrían la oportunidad de dar el primer bocado mientras él les contaba la triste noticia del villano Pilosanov y de su fraude. Por muy hambriento que estuviera, mantendría a salvo el honor del pan.

Aquel pacto duró doscientos metros, después de los cuales ya no pudo soportar el peso del pan. Además, ¿quién podía decir que se lo habían dado entero? Un pan era un pan. Tenía suerte de haber conseguido algo, por no mencionar el hecho de que lo había conseguido un día antes que el resto del distrito. Como marca de honor, y muestra de su anterior remordimiento, arrancaría los trozos con las manos y no con los dientes. Y eso es lo que hizo, embutiéndose pedazo tras pedazo en la boca, luchando para encontrar la saliva con que masticarlos.

Esperó hasta estar en mitad del último bocado para doblar el recodo que llevaba a la cabaña. Kiska no estaba en su lugar habitual de centinela, así que nadie lo oyó llegar. Llegó penosamente a la puerta, se limpió las botas ruidosamente en el umbral y entró.

Irina y Olga lo vieron entrar. Sus miradas se afilaron.

– Qué tractor tan silencioso. -Gregor salió de las sombras con su pistola-. Debes de haberlo empujado hasta aquí.

Maks se detuvo en el umbral. La mirada de su madre se arrastró hasta él.

– Y tienes pan. -Gregor frunció el ceño.

– Ha habido una batalla en el cruce -dijo Maks-. Los gnez han volcado todo el pan. Hasta Misha Bukanov ha muerto, intentando defender la entrega.

– ¿Qué es eso? -Abakumov giró una oreja hacia la trastienda.

– Es el teléfono, que intenta sonar -dijo Lubov-. A veces consigue hacer el bastante ruido como para que lo oigamos.

– Me sorprende que tengan ustedes teléfono.

Lubov puso los ojos en blanco mientras salía por la puerta.

– Inspector, es usted el único que cree que esto es un páramo enfangado. Ublilsk fue una población próspera durante un siglo antes de que viniera usted.