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Abrió el cajón donde estaba el teléfono y levantó el auricular.

– Soy Ludmila Ivanova, te llamo por un asunto urgente relacionado con el almacén.

– Así que sigues viva -dijo Lubov-. Espero que tengas temas de conversación buenos que proponerme. Y confío en que no estés pavoneándote en los bares de Zavetnoye y viviendo como una reina mientras nosotros sufrimos todos los males del mundo.

– Escucha con atención y no me sueltes tus rebuznos de siempre: no tengo mucho tiempo para hablar, pero tienes que saber que en el tren del pan viene una carta para mi madre. Y que contiene un documento importante.

– ¿Y cuántos contiene? Porque va a hacer falta más de uno para arreglar el jaleo que has dejado atrás.

– Bueno, olvida tu bilis, porque tengo cien rublos que darte por las molestias de entregar la carta.

– Ja, ¿y te crees que voy a arrastrarme tan lejos de mi camino por cien rublos?

– Pues sí, porque sé que vas a mandar al retrasado de tu hijo a por ella.

– ¡Y te atreves a llamarlo retrasado!

– La segunda parte de mi mensaje es la siguiente: que les digas a mis madres que estoy sobreviviendo y que pronto podré ayudarlas. Y a ti he de decirte, con toda la amabilidad que me es posible, que espero que entregues esta carta, y que la entregues deprisa por el dinero que te pago, que mi madre te dará cuando la abra. Si no, mañana mismo iré allí y te montaré una zapatiesta como nunca has visto.

– Guárdate tus amenazas para los perros de la calle -se burló Lubov-. Cuando vea la cosa, ya veré qué hago.

Ludmila colgó con un soplido irritado, y Lubov regresó al bar.

– ¿Algo interesante? -preguntó Abakumov.

– La verdad es que no. -Lubov cogió el botellón de vodka-. Una prima de Zavetnoye. Que espera otro bebé, aunque los santos saben que ni siquiera puede humedecer las bocas de los que ya tiene.

Abakumov frunció los ojos.

– ¿Y va a enviarle ese bebé a usted?

– ¿Qué le hace pensar eso?

– ¿No acaba usted de decir que espera algo? ¿Algo que viene con el tren, tal vez, y que su hijo va a recoger? ¿Con unos cuantos rublos adjuntos?

Ludmila regresó caminando al apartamento de Oksana. La cuestión de los hombres extranjeros le fue entrando poco a poco en la mente, como un reguero de arena cayendo de arriba abajo. Todos los hombres extranjeros se parecerían un poco a Misha: serían tipos rubios y fornidos, pero con voces agudas y demasiado dinero. Se imaginó que llegaban regalos para sus futuros bebés, y que ella misma vendía aquellos regalos en secreto durante el día mientras el blando de su marido estaba en el trabajo hablando inglés o alemán. Ella los vendería y así ganaría todavía más dinero para mandar a casa.

Los hombres que se imaginaba despedían un olor a perfume de mujer, aunque eructaban porque eran unos glotones y estaban acostumbrados a comer demasiado y a mezclar comidas que no hay que mezclar, sobre todo carne y crema de leche. Mientras se dedicaba a imaginar su dieta, una dieta carente de sutileza o de fragancias, se dio cuenta de que podrían soltar unos pedos terribles debido a la mala digestión. Por eso tenían tantos cuartos de baño en sus casas, porque en cualquier momento les podía venir un pedo de carne podrida, un pedo demasiado grande para los espacios comunes de la casa.

Llegó a la calle del apartamento de Oksana, levantó la vista y vio que la ventana estaba a oscuras. Luego cruzó la calle y echó un vistazo al ventanal del Kaustik, confiando, como siempre, en ver la espalda ancha de Misha en la barra. En cambio, a quien vio fue a Oksana, que estaba mirando la televisión desde un taburete del rincón. Ludmila entró.

– ¿Has visto? -Oksana señaló la pantalla-. Han atacado al tren, ahí donde tú vives, en la guerra.

– ¿Qué tren? -preguntó Ludmila-. Los combates todavía no han llegado al ferrocarril.

– Bueno, pues sí, porque han asaltado el tren o algo parecido, algo le han hecho al tren. Lo han asaltado, casi seguro. El tren a Kropotkin, o por lo menos parte del mismo. Se echa la culpa a los ublis, pero nadie lo sabe en realidad porque ha desaparecido el guardia que se cuidaba del tren.

A Ludmila se le desenfocó la mirada. Arrastró un taburete hacia sí y se sentó lentamente. El tío de Oksana se dio la vuelta en el extremo de la barra donde estaba teniendo una conversación y se acercó a las chicas.

– He aquí a una chica que sabe cuándo se debe el alquiler -dijo, dando una palmada.

– Sí -dijo Ludmila sin darse la vuelta-. Y cuando se deba, lo pagaré.

– Escúchala. -El tío soltó una risotada en dirección a Oksana-. ¿Qué te dije de ésta? El alquiler se paga hoy, pero ahora va a intentar aprovecharse de un viejo que ya pasa de los cincuenta.

– El alquiler no se paga hoy, se debe el jueves -dijo Ludmila-. Así que eres tú el que intenta aprovecharse de una chica inocente de las montañas, donde un solo día es como la mitad de tu vida, de tantas penurias que trae. -Soltó un soplido despectivo y giró la cabeza.

Y mientras lo hacía, al barman se le cayó la sonrisa de las mejillas. Al cabo de un momento, se arrancó el delantal y salió dando zancadas de detrás de la barra.

– ¡Oh, cielos! -dijo Oksana.

– Pues ven, entonces -dijo el barman-. Con esa boca que tienes, no vas a tener problemas para salir adelante. Lo más seguro es que acabes siendo presidenta de tu propia república, con esa boca.

– ¿Qué? -Ludmila levantó la vista.

– Ven a buscar tu equipaje. Después de todo lo que hemos hecho, das la puñalada. Puedo encontrar a alguien que se muestre más agradecido por la cama y que no siempre se queje por todo. Ahora ven conmigo.

Ludmila estaba sentada con su bolsa en la calle. La nieve caía y le espolvoreaba los hombros y el pelo. Maldijo su orgullo: tendría que haber regateado con el tío Sergei, haberse disculpado y haber replanteado su situación de una forma más positiva. Pero no pasó mucho tiempo maldiciéndose a sí misma, sino que prefirió hacer lo que sabía que era más acertado: maldecir al tío de Oksana. Y a la misma Oksana, que no había dicho ni una palabra en contra del repentino desahucio. «¡Oh cielos!», la imitó Ludmila con amargura.

Estaba sola de verdad, con menos dinero de lo que valía un insulto. Se había comido su último bollo. Y aquello era el final. De pronto, y por primera vez desde que llegó a Kuzhnisk, tuvo ganas de volver a casa. No solamente por Misha, cuya imagen le oprimía el corazón a cada minuto, sino también por el entorno y las rutinas sencillas y familiares de su casa, y específicamente por su familia. Invocó sus imágenes en el frío de la noche. En su mente se volvieron cálidas y maleables. Hasta se le apareció la cara de su padre, ya que, pese a toda su maldad, el hombre había amado a sus hijas y las había consentido, sobre todo a Ludmila, ya que Kiska había sido una sorpresa mucho más tardía y había sido demasiado pequeña para relacionarse con él. Hasta en sus peores momentos, con la ropa acartonada por el vómito de varios días, su padre solía extender una mano temblorosa hacia ella y abrirla para revelar un regalo, tal vez una cinta, o un guijarro del mar Caspio, por donde él deambulaba en busca de trabajo.

Su memoria acabó llevándola al día en que lo habían encontrado con cuatro balas de los rebeldes en la espalda.

Pronto, a las imágenes mentales, se les superpusieron los gemidos y los gritos de Olga e Irina. A Ludmila le brotó una lágrima. Levantó la vista para mirar la calle y se imaginó al estúpido de su hermano Maksimilian acercándosele con andares orgullosos.

¡Milochka! -la llamó él, con el ceño fruncido en honor de su último plan-. Te vas a poner a darme las gracias con besos con lengua cuando oigas el nuevo plan que tengo para nosotros. Y es solamente porque eres mi hermana de sangre que corro el riesgo de hablarte tan pronto de esta gallina de los huevos de oro, porque si alguien se enterara de este plan, está claro que acabaríamos aplastados bajo los pies de mentes más simples.