– Esto es lo que hay, lo tomas o lo dejas. Yo tengo mejores cosas que hacer.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, llevar esos formularios al juzgado de paz, ya que tú no has tenido el coraje de hacerlo.
Conejo movió el dedo por debajo de una mancha de burbujas de jabón y la hizo estallar como si la atacara un tiburón.
– He hablado con ellos por teléfono.
– Pues no nos dan los certificados de nacimiento por teléfono, hay que presentarles los formularios. Siento que sea tan poco conveniente.
– A ver si se me entiende. Que me vuele los huevos un terrorista, o que me cosa a tiros la brigada antiterrorista, podría resultarme poco conveniente. Sería algo que no se arreglaría con un par de tazas de té. No pienso ir a menos que no me quede otro remedio.
– Por el amor de Dios. Además, si te cortaras las greñas y dejaras de llevar esos albornoces llenos de porquería, parecerías mucho menos amenazador.
– Por lo menos yo soy inglés.
– Los terroristas son ingleses, Conejo.
– Además, no tiene mucho sentido hacer la solicitud aquí abajo, ¿no? Ya lo haremos cuando volvamos al norte.
– Nacimos en Londres, Nejo. Aquí es donde está el hospital que trata con gente como nosotros, lo siento si te resulta confuso.
– No entiendo qué prisa hay. Ya llevamos tiempo sin certificado de nacimiento.
– Ya, pero ¿puedes tú existir sin saber si naciste? -Blair miró con disgusto el cuerpo de Conejo, que se mecía entre aquel oleaje de un color como de maicena. Soltó un suspiro enfurruñado-. No importa, ya lo haré yo.
Conejo chasqueó la lengua. Se subió las gafas de sol por encima de la frente, sacó una mano de la bañera y cogió la bolsa de comida entre el índice y el pulgar.
– «Polenta de higo romaní con puntas de huitlacoche y chicharrones de caza salvaje ahumados a la acedera» -leyó-. Por el amor de Dios.
– Vale, búscate tú la comida. -Blair salió dando zancadas.
– A ver si se me entiende, joder. Que no te engañe el capullo de ese cocinero de la tele: ¿no creerás que se ha puesto tan gallito comiendo esta puta mierda, verdad? El suelo que la cámara no enseña estará todo lleno de migas de carne empanada, te lo digo yo.
Conejo se apartó un mechón largo y rebelde del cuello y se lo echó por encima del hombro. El mechón se quedó pegado al esmalte de la bañera. Se volvió a poner las gafas. En contra de lo que él creía, lo mal que se veía todo a través de las gafas de sol no le agudizaba el resto de los sentidos. Más bien se los embotaba. Los orificios nasales le temblaron, en busca de esa sensación algodonosa de renovación que se sabe que acecha en el vapor de los cuartos de baño. En lugar de eso, una ráfaga de olor a sal y vinagre golpeó la luz del techo, extrayendo del agua del baño esa clase de turbiedad que emite el fondo del mar en los días de mala suerte.
Miró con el rabillo del ojo hacia la puerta.
– ¿Así es como vamos a ser ahora, para siempre?
– Bueno, uno es lo que quiere ser.
– A ver si se me entiende. ¿Cinco libras por esta porquería? Esto es un recochineo. Creo que va a tener que hacer la compra el menda.
– Bueno, lo siento pero no podemos vivir a base de empanados y congelados. Simplemente no es viable.
– ¿Y será viable que te meta un chicharrón por ese coño de cabrón que tienes?
– No me voy a dignar a contestar a eso.
– A ver si se me entiende. ¿Es que no hay un panecillo para tostar? Desde que vinimos que no te pillo. No te pillo ni de coña.
– Bueno, se llama la vida -escupió Blair-. Qué sabrás tú.
– Otra perla de sabiduría posmoderna, pero qué «in».
– No tiene nada de posmoderno, tiene que ver con elegir de forma informada.
– Pues descríbeme esto: «puntas de huitlacoche».
– Vete a la mierda.
– Un pequeñoburgués intimidado por el menú, eso es lo que eres, cielo. Un hombre del Norte perdido en un puto sitio que le supera.
No hubo respuesta. El televisor de la sala de estar estaba encendido aunque no lo estuviera mirando nadie. Aun así seguía berreando espantos sacados del popurrí de peligros de aquel diciembre: el virus Al-Masur, la depresión neonatal y, mientras Conejo seguía despotricando en el baño, una serie de frases entrecortadas que o bien pertenecían a la campaña antiterrorista: «¡Ten cuidado!», o bien a una película antigua de Boris Karloff. Conejo estiró el cuello.
– Simplemente tráeme algo normal o de verduras, con que tomarme las pastillas. ¿Colega?
No hubo respuesta.
– ¡Oye, Blair! Que esta mañana no tengo el pecho fino. ¿Puedes traerme las pastillas?
No hubo respuesta. Blair estaría otra vez delante del espejo, junto a la lamparilla de la cocina. El resplandor de la misma hacía más cálido el pene burlón en que se le había convertido la cara. Luego se oyó un crujido procedente de la silla del ordenador. Blair estaba navegando por internet. Conejo tiró la bolsa por la puerta abierta.
– Al carajo. Y no me salpiques la mesa del despacho. Tengo que escribir más tarde.
– Bueno, eso está completamente fuera de lugar. Estoy buscando cosas de trabajo.
– No, cariño, tú sigue. -La voz monótona de Conejo se enroscó hasta convertirse en un gimoteo-. Hazte una gallola, ya llevas casi una hora levantado. Es un milagro que no te hayas corrido encima sin querer.
– ¡Son cosas de trabajo, hostia!
– Se están diversificando, ¿no? ¿Adolescentes de acción trasera?
Blair saltó de su silla con tanta energía que la silla se levantó del suelo. Fue dando zancadas hasta la puerta del baño y clavó un dedo en la niebla.
– Dentro de un momento te voy a partir la puta cara.
A Conejo le saltaron las cejas como unas rebanadas de pan cuando salen de la tostadora.
– Qué urbano -dijo, estirando la mano para coger su cepillo de uñas «Cohete» de Stephenson-. Qué barriobajero.
– Lo digo en serio, Nejo. Se acabó. Me tienes hasta las narices.
– A ver si se me entiende. Por mí te puedes hacer pajas hasta entrar en coma. -Conejo se encogió en una esquina de la bañera-. ¿Por qué te has puesto tan cascarrabias de repente?
– Bueno, se llama intimidad. Es un puto derecho humano básico y global.
– Global, ¿eh? -Conejo se sorbió la nariz-. Pues ve, anda.
– Y ahora no te me hagas el mártir, ¿eh?
– Vale, vete, anda.
Un suspiro explosivo atrajo a Blair al borde de la bañera.
– Ya no me ando con juegos, Conejo. Tenemos treinta y tres años. Éste es nuestro primer contacto real con la vida, y lo siento si te he dado la impresión de que iba a malgastarla marchitándome contigo, pero he visto el reloj de cocina y se me está pasando el arroz.
– Las lentejas.
– ¡Estoy hablando!
– Lo siento, las lentejas son otra cosa. Es lo de vender a tu hermano, me he equivocado. «Vendió a su hermano por…»
– ¡Cállate! -Blair hizo caer a la bañera una caja de jabón en polvo, que hizo un sonoro plaf al dar en el agua-. No voy a dejar que te salgas con la tuya. Ahora estamos aquí. Es el mundo. No sé qué complejo tienes, pero yo me pienso tirar de cabeza.
– Eres tú el que tiene un complejo, chaval.
– No, Conejo, el complejo lo tienes tú: cada paso que doy te hace entrar en pánico, joder. Mírate. Tendrías que alegrarte de que salga a labrarnos un futuro, tendrías que estar entusiasmado de que por fin seamos libres.
– No seas memo, el mes que viene volvemos. Aah, Albion, verde cuna…
– Yo no pienso volver. Ni lo sueñes.
– Tenemos cuatro semanas de libertad vigilada, Blair. No te des el piro, coño. Yo ni siquiera voy a deshacer mi maleta.
– Muy bien, Conejo, muy inteligente. Te vas a limitar a sentarte ahí y fingir que toda la discusión con el supervisor nunca tuvo lugar. Así es como vas a esperar a que pase todo, simplemente olvidando cosas de forma selectiva. Pero escucha: yo no voy a olvidar una palabra de esa reunión.