Pero Blair se sorprendió a sí mismo temblando cuando la verdad apareció en su mente: ella había ido antes de tiempo a la estación, se había pasado el día entero dejando un rastro de pies por todo el andén, creyendo que él llegaría en un tren anterior. Y cuando por un milagro apareció su amado, su salvador, lo único que él había podido hacer era quedarse boquiabierto. Obligarla a quedarse mirando, a quedarse de pie con todo el frío que hacía hasta que la decepción la había hecho salir corriendo por el andén. Y cuando por fin él, con displicencia, la había seguido hasta el tren -no con la galantería decisiva del aventurero, sino por la pura conveniencia de dejar a Conejo en el aeropuerto-, había permitido que el guardia lo sentara lejos de ella sin decir ni una palabra.
Y ahora, como era comprensible, ella fingía que dormía.
O tal vez era verdad que se había quedado dormida, para acallar el dolor de su corazón. O bien, como tenía una capacidad tan profunda para el dolor, lo estaba guardando dentro para que madurara, para que la atormentara y se infectara.
– Puede que le apetezca un Lacasito. -Conejo le dio un codazo a su hermano, y se tomó su tiempo, y no pocos resoplidos y gruñidos, para sentarse a su lado-. Antes de que se te vaya la pelota del todo.
– La he cagado, Nejo. Se ha ido.
Conejo chasqueó la lengua.
– Chorradas. Mira… -Se colocó las gafas sobre la frente, le dio un golpecito a Ludmila en el hombro y se echó un montón de Lacasitos en la mano ahuecada, cobijándolos como si estuviera protegiendo un pollito-. ¿Te apetece un Lacasito?
Ludmila se incorporó. Echó un vistazo a la mano de Conejo, luego a su sonrisa desquiciada y por fin sonrió.
– Prueba uno verde. -Conejo dirigió un caramelo con la mano, lo aparcó en el borde mismo de la mano y puso una cara de actor mudo en peligro mientras la golosina se tambaleaba allí. Luego llevó la mano a la boca de ella, la apoyó entre su labio y su barbilla y echó el Lacasito dentro. A Ludmila le centellearon los ojos y luego los abrió mucho cuando él le fue poniendo el resto sobre la lengua. Se esforzó por masticar entre risitas e hizo un gesto de rendición con la mano cuando él fue a coger más.
Conejo le enseñó el tubo de Lacasitos.
– Inglaterra -dijo-. Magia.
– Maagia -Ludmila asintió.
Conejo le dio un codazo a su hermano y reclinó la espalda.
– ¿Lo ves?
– Bueno, lo siento, pero ahora sí que la has cagado por completo. Has malinterpretado totalmente las señales.
– ¿Cómo?
– Bueno, no es tan fácil como tú crees interactuar con una cultura tan frágil y compleja. Requiere una serie de delicadas maniobras psicosociales, no se puede entrar al trapo como si fueras un presentador de un programa de tertulias. Lo siento si ese pequeño detalle no encaja en tu proyecto de progre salvagatos amigo de todo el mundo.
– ¿Salvagatos? Es tu bocaza la que quiere interactuar, colega. A ver si se me entiende. Yo solamente intentaba ayudar.
– Bueno, pues en el futuro no te molestes. Sinceramente, y además lo que menos le hace falta a ella es azúcar refinado, y colorantes. Has tardado menos de un día en empezar a contaminar el lugar.
– Se te ha pasado el efecto de la bebida, ¿verdad? ¿Y la polla se te ha encogido?
– ¡Shhh! Por el amor de Dios. Éstos son unos momentos cruciales para generar impresiones. Sus sentidos están registrando cada sensación fugaz como las primeras imágenes que ve un bebé. Le estás causando un daño impensable a esas impresiones, y yo personalmente…
– Calla ya y vete a tomar por el saco. -Conejo se movió de lado para llamar la atención de Ludmila. Abrió mucho la boca y señaló a su hermano-. Es un soplapollas, ¿verdad? ¡Todo un abuelo puñetas, peor que mi puta abuela, vaya!
Ludmila se rió de la cara de Conejo, y del espíritu vigorizante que emanaba de sus gestos.
Se acercó a ella.
– ¿Puedes decir «soplapollas»?
– ¡Te lo digo en serio, Nejo, déjalo ya!
– Sopapollas -dijo Ludmila.
Conejo señaló a su hermano, con el ceño fruncido.
– ¡Soplapollas! -Luego se señaló a sí mismo y asintió con solemnidad-. El mejor.
Ludmila sonrió y pinchó a Conejo con el dedo.
– ¡Sopapollas!
Él puso cara de palo. Sacó el labio hacia fuera, lo hizo temblar y se dio media vuelta, sollozando.
– ¡No! -Ella gateó hasta arrodillarse a su lado y lo acarició como a un gatito-. ¡Noooo!
Conejo se dio la vuelta de golpe, le tocó la mejilla con el dedo y arrastró el trasero hasta sentarse al lado de Blair.
– ¿Lo ves? Ahora te toca a ti.
– Vete a la mierda.
– ¿Es hermano? -Ludmila señaló a Blair.
– Eso mismo, cariño, mi diabólico gemelo. Ni siquiera tiene ombligo.
– No escuches, Millie. Hombre malo. Hombre malo, malo.
– Mí gusta. -Ludmila miró a Conejo.
– Bueno, muchas gracias, joder, Conejo, es todo lo que puedo decirte. Muchas gracias, joder.
Conejo le guiñó un ojo a Ludmila y, curiosamente, le mandó un golpe de barbilla. Luego le pasó el brazo por la espalda a Blair.
– Escucha, colega, solamente hay una diferencia entre tú yo, mientras estamos aquí sentados. Y es que yo no he pensado en tirármela.
– No me hables, Conejo. Lo has estropeado todo.
– Mierda, soy yo el que vuela a casa. Tú vas a tener todo el tiempo que te apetezca en la pensión de mala muerte de algún aeropuerto, con un letrero de neón sórdido meciéndose al viento. Con esas letras jodidas del revés que tienen aquí. Tú y ella solos, Blair. A ver si se me entiende.
Blair consultó el reloj de pulsera y suspiró.
– ¿Cuándo llegamos a Stavropol, Millie? ¿Sta-vro-pol? -Se señaló el reloj de pulsera.
– ¿Stavropol? -Ludmila le examinó la cara, luego la de Conejo, antes de señalar hacia la parte trasera del tren-. ¿Stavropol? ¿Vosotros ir?
– Sí -dijo Blair-. Stavropol. Tren. ¿Cuánto tiempo?
Ludmila se encogió de hombros y movió los ojos un momento mientras calculaba.
– Mañana -dijo.
– ¿Mañana?
Conejo frunció el ceño.
– Un momento: ¿en qué dirección está Staverpool? -Señaló primero al frente del vagón y luego a la parte de atrás-. ¿Por ahí, o por allí?
– Ahí es Stavropol. -Ludmila señaló hacia atrás.
– ¿Y adonde va este tren, pues? -preguntó Conejo-. ¿Qué hay hacia ahí?
– Uvila -dijo Ludmila-. Ublilsk. Mi casa.
Conejo se volvió hacia Blair, se levantó las gafas y se lo quedó mirando.
– Pero por el amor de Dios, ¿qué has hecho?
– ¿Vosotros venir a mi casa?
La noche era negra, y afilada como un carámbano, cuando el tren aminoró la marcha chirriando hasta casi pararse en el Cruce de Uvila. No se detuvo del todo, sino que se limitó a reducir la velocidad mientras unos hombres tiraban unos sacos desde el andén. El guardia los recibió con un saludo de la mano y un grito. Una ola de frío entró de golpe por la puerta, trayendo consigo un olor a limpio, un aura a nieve y a su polvo.
Ludmila saltó del vagón con su bolsa y corrió unos cuantos pasos sobre la nieve para contrarrestar el impulso del tren. Al mirar de reojo, vio a los ingleses en la puerta, preparados para seguirla. Se detuvo, sacudió las botas para limpiarlas y los vio trastabillar como ancianas con sus bolsas. La presencia de aquellos hombres debía de responder a alguna razón, aunque Ludmila no se imaginaba cuál podía ser. Con todo, estaría agradecida si la acompañaban en el viaje a Ublilsk. Uvila estaba en la zona más segura de donde se libraba la guerra, pero había kilómetros enteros de llanos y estribaciones que cruzar.