Выбрать главу

—¿Por qué no?

Durante un momento, se miraron fijamente el uno al otro; después Tarod decidió arriesgarse y decirle a Keridil la verdad. Pausadamente, a media voz, respondió:

—Porque fui.. , condenado a muerte. Por matar a otra persona. De la misma manera que, según dicen, maté al bandido.

—¡Por Aeoris! —Keridil era lo bastante mayor para sentirse asombrado más que impresionado—. ¿A quién...? Quiero decir, ¿fue un accidente?

Nadie en Wishet se había preocupado de hacerle esta pregunta, pensó Tarod, sintiendo un nudo en la garganta. Y se dio cuenta de que podía hablar con Keridil de Coran sin la angustia producida por el miedo y la repugnancia. Como si, al cruzar la barrera invisible entre el Castillo y el mundo exterior, hubiese dejado atrás el pasado...

Keridil escuchó gravemente el relato y después silbó entre dientes.

—¡Por los dioses! No es de extrañar que el Círculo te quiera...

Tarod volvió a sentir recelo.

— ¿Que me quiera...?

—¡Si! —Keridil le miró fijamente, y entonces comprendió—. ¿No se ha molestado nadie en explicártelo? Vas a ser educado como Iniciado.

Tarod asintió como si se hundiese el suelo debajo de él.

—¿Cómo inicia...?

Trató de expresar lo que sentía, pero no encontró palabras para hacerlo. Keridil frunció bruscamente los párpados.

—¿No lo comprendes? En primer lugar, te enfrentaste con un Warp y salvaste la vida. ¡Es un presagio increíble! Y en segundo lugar... ¿no te das cuenta de que, probablemente, no hay un solo hombre o mujer dentro de estas paredes capaz de hacer lo que hiciste tú con sólo chascar los dedos?

Tarod se quedó confuso y alarmado.

— Pero los Iniciados..., su poder...

—Oh, existe, sí, y hay personas que pueden ejercerlo. Podría contarte algunas cosas que he visto, y eso que sólo me permiten presenciar los Ritos Inferiores. Pero lo que tú hiciste... Tal vez los Ancianos pudieron emplear esta fuerza con la misma facilidad, ¡pero hace mucho tiempo que están muertos!

— ¿Los Ancianos?

Tarod sintió que algo peculiar se agitaba en algún rincón oscuro e inalcanzable de su mente; pero desapareció antes de que pudiese captarlo.

Keridil hizo un expresivo ademán de impotencia.

—Les llamamos los Ancianos porque no tenemos un nombre mejor. Fueron la raza que vivió aquí antes que nosotros, la que construyó este Castillo. Deben haberte enseñado que Aeoris —y aquí hizo Keri-dil un rápido y reflexivo signo delante de su cara — trajo los dioses a nuestro mundo, para destruir a los partidarios del Caos, ¿verdad?

—Oh... sí.

—Bueno, según los pocos escritos que dejaron los Ancianos y que algunos historiadores como Themila han conseguido descifrar, parece que, para ellos, ¡nuestra ciencia valdría poco más que los balbuceos de un niño de pecho!

Tarod no dijo nada, pero sus pensamientos secretos emprendieron rápidamente un camino inesperado. Por lo visto, los Iniciados del Círculo, esas personas casi legendarias de las que todos hablaban con inquietud, no eran invencibles.. , y esto le produjo un extraño desasosiego. Y sin embargo... decían que él tenía poder. Posiblemente un poder más grande, a menos que Keridil exagerase, que los más altos Adeptos. Era una idea escalofriante, y, de pronto, ansió saber más.

Pero antes de que pudiese formular una pregunta, Keridil vio algo que no había advertido antes.

—¿Qué es eso? —Había agarrado la mano izquierda de Tarod y tocaba el anillo que llevaba éste en el índice—. Nunca había visto una piedra parecida. ¿Es tuyo?

Tarod retiró la mano y miró celosamente el anillo. Había en él una sola piedra, perfectamente clara, engastada en una gruesa y adornada montura de plata. Como le habían quita do su ropa estropeada y dado otra nueva, esto era lo único que le ligaba al pasado.

—Sí, es mío —dijo sin comentarios.

— ¿Cómo lo conseguiste?

—Mi...

Tarod vaciló. Había estado a punto de decir que era un regalo de su madre, pero, en realidad, era algo más. Desde luego, se lo había dado ella el día que había cumplido siete años, pero recordaba que le había dicho que era su herencia, la única herencia, del padre cuya identidad ni ella ni él habían conocido nunca. Desde entonces, nunca se lo había quitado del dedo y, cosa extraña, al crecer él parecía crecer también el anillo, de manera que siempre se adaptaba perfectamente al dedo.

—Si algún día quieres cambiármelo —dijo envidiosamente Keri-dil—, tengo un zafiro que...

—No. —La negativa fue instantánea y rotunda. Y el muchacho rubio palideció.

—Lo siento, no quería... —y no terminó la frase.

Tarod no contestó. Estaba mirando por la ventana, frunciendo los ojos verdes, como si, detrás de la máscara de su cara, se hubiese sumido en hondas reflexiones. Había algo irreal en aquel patio con su alegre fuente; algo parecido a un sueño, y por un instante se preguntó si iba a despertar y encontrarse de nuevo en Wishet, enfrentándose a una sentencia de muerte. Pero rechazó la idea. Por extraño que fuese el ambiente, el incansable y charlatán Keridil era bastante real. Y a pesar de su innata desconfianza de la gente, sintió una afinidad con el otro muchacho.

— No — dijo—, lo siento, Keridil. No quise molestarte.

Keridil suspiró.

—Me alegro, porque no quisiera perder tu amistad cuando acabo de encontrarla. Hasta ahora, no había tenido ningún amigo de mi edad. Todos los otros muchachos parecen pensar que soy superior a ellos, o algo así, por ser mi padre quien es.

Tarod no había pensado que Keridil, criado en una comunidad tan cerrada, pudiese sentirse solo, y esto le produjo una rara satisfacción: hacía que los dos se pareciesen.

—Pero seremos amigos, ¿verdad? —prosiguió Keridil. Su cara tranquila y franca se puso, de pronto, seria—. Quisiera que así fuese, porque... , bueno, no soy un vidente, pero puedo profetizar que un día seré Sumo Iniciado de esta comunidad, a menos que fracase en la prueba, cosa que no creo que vaya a ocurrir. Pero sean cuales fueren mis hazañas, sea cual fuere mi poder, pienso que nunca podré igualarme a ti.

Por un fugaz instante, algo en su voz pareció trascender la juventud y la inmadurez, una anticipación de un futuro inconcebible, una verdad que Tarod no podía comprender, pero que sentía agudamente en la médula de sus huesos. Antes de que pudiese hablar, se abrió la puerta de la cámara y apareció Themila.

—Keridil, ¿no te dije que no debías cansar a Tarod con tu charla? —dijo severamente.

Keridil se levantó.

—No le he cansado, Themila —replicó con dignidad—. Sólo estábamos empezando a conocernos.

Themila se echó a reír.

—¡Qué de tonterías! ¡Es fantástico que el muchacho no pierda la cabeza con tu palabrería! Deberíais estar durmiendo los dos. Mañana tendréis tiempo sobrado para hablar.

Keridil arqueó las cejas mirando a Tarod, se encogió de hombros como disculpándose y se detuvo en la puerta para besar sonoramente a Themila en la mejilla. Cuando el ruido de sus fuertes pisadas se hubo extinguido en el pasillo, Themila se dirigió hacia la antorcha sujeta a la pared por una abrazadera de hierro.

—No tendrás miedo a la oscuridad, verdad, Tarod? —dijo amablemente.

Tarod sacudió la cabeza.

—Gracias. Me gusta la noche.

—Entonces te deseo que descanses. El sueño es ahora para ti el mejor remedio. —Tomó la antorcha. Su sombra se retorció de un modo grotesco en la pared al cambiar la dirección de la luz y, tras una leve vacilación, añadió—:

Anímate, muchacho. Aquí no tienes nada que temer.

Tal vez había sido una imaginación suya, pensó más tarde The-mila, pero creyó percibir algo ligeramente inquietante en la sonrisa que le dirigió Tarod en la penumbra. Por un momento, los ojos verdes brillaron con luz propia.