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No habría podido permanecer ni un momento más en el salón. La presión había estado aumentando sin descanso en su mente durante todo el día y, por último, había perdido el dominio sobre sí mismo. Esto era una mala señal, pues si se relajaba la disciplina que el mis mo se había impuesto, seguramente ocurriría lo mismo con su fuerza de voluntad. Y si no resolvía el enigma del sueño que le había estado obsesionando durante las últimas once noches, Tarod empezaba a preguntarse si no perdería también la cordura...

El sueño empezaba cada noche de la misma manera. Abría los ojos en la oscuridad y el silencio de su habitación y, por un instante, creía estar despierto, hasta que un delator matiz de irrealidad decía a su mente que estaba dormido y soñando. Y entonces se producía un ruido en la habitación, un apagado y vago murmullo que penetraba en su conciencia y le angustiaba profundamente. En el sueño, saltaba de la cama y se dirigía a la ventana. Una nueva sensación tomaba cuerpo dentro de él; algún sentimiento olvidado que alentaba en los niveles más profundos de su mente y le llamaba, le llamaba sin cesar.

Ven... Vuelve... Recuerda...

Era tan insidioso como el susurro del viento en la hierba que anunciaba un Warp. No eran palabras.

Ven... Ven...

No, decía su mente en sueños, ¡no eran palabras!

Vuelve...

Tarod era un hechicero dotado de una voluntad y un control que nadie podía igualar en el Círculo; pero ahora, cuando el sueño se convertía en pesadilla, tenía miedo. Y, a pesar de sus esfuerzos, no podía despertarse, sino que descorría la cortina y miraba hacia el patio bañado por la fría luz de la más pequeña de las dos lunas. Esta, en cuarto creciente, producía vivos contrastes de plata y sombra en el patio vacío, pero Tarod no podía ver con claridad; una débil bruma parecía nublar su visión. Y entonces, algo se movía entre las columnas.

No era más que una sombra, y se deslizaba entre los pilares esculpidos de la columnata. Humana o sobrehumana, no podía decirlo; pero se sentía atraído por ella como una mariposa por la llama de una vela. Involuntariamente, tocaba su anillo de plata con los dedos de la mano derecha y, de pronto, la voz volvía a sonar en su mente, murmuran do, sibilante e insidiosa.

Recuerda... Vuelve...

«Volver, ¿a qué?», preguntaba la mente de Tarod, con silenciosa deses peración.

Vuelve.., vuelve...

Y se despertaba sobresaltado en la oscuridad de su habitación, y la voz ya no estaba allí...

Tarod cerraba los ojos, tratando de borrar el recuerdo del sueño. Después de repetirse éste por tercera vez, había apelado a su enorme fuerza de voluntad para desterrarlo para siempre pero, con gran alarma suya, sus esfuerzos habían fracasado. Y el sueño seguía acosándole durante todas sus horas de vigilia, produciendo inquietantes ecos en lo más profundo de su mente, suscitando preguntas que sería mejor que no fuesen formuladas.

¿Por qué parecía poseer un talento innato para la hechicería desconocido hasta entonces en la historia del Círculo? Se había dado cuenta de ello desde que había empezado sus estudios aquí; ahora era reconocido, aunque de mala gana, incluso por los más grandes Adeptos. Su dominio del ritual del Círculo era insuperable; sin embargo, a diferencia de sus semejantes, no necesitaba realmente el ritual; si quería, podía matar con un solo pensamiento. Dos veces en su vida había matado de esta manera, y eso, como tal vez había sabido sie m-pre, hacía de él un ser distinto. Ultimamente, le habían impacientado cada vez más las doctrinas y prácticas aceptadas por el Círculo, como había tratado de explicar esta noche a Themila, y tenía conciencia de un creciente sentimiento de desagrado que se remontaba a sus primeros días en el Castillo. Su creencia de que los Iniciados eran todopoderosos se había desvanecido pronto, cuando descubrió que eran frágiles seres humanos. Y ahora que conocía los poderes que el resto del mundo consideraba con pavor, encontraba que estos poderes brillaban por su ausencia.

Sin embargo, por mucho que se esforzase en escudriñar los rincones más profundos de su conciencia y sus motivaciones, no podía contestar la pregunta más crucial, el por qué. Era como si algo le llamase, algo que siempre había sido parte de él pero que no podía comprender, y el sueño recurrente hacía que centrase en ello toda su atención.

Súbitamente impulsado por una ola de frustración, Tarod se levantó de la cama y cruzó la habitación hacia una mesita donde había un montón de libros viejos y amarillentos. En su esfuerzo por encontrar las evasivas respuestas que necesitaba, había pasado mucho tiempo en la gran biblioteca del Castillo, que se hallaba en un ala separada de éste. Allí estaban todos los relatos de la Historia conocida, algunos de ellos escritos hacía tantos siglos que la tinta se había descolorido y eran casi ilegibles. El Castillo era el único depósito de tales conocimientos en el mundo, y el Círculo, su único guardián y, para un erudito de fuera de aquel recinto, el privilegio de poder estudiar estos volúmenes tenía un valor incalculable. Hasta hacía poco, Tarod había hecho poco uso de la biblioteca, pero ahora, fascinado a pesar de sus preocupaciones, había encontrado relatos de los primeros tiempos del Círculo, cuando el mundo acababa de salir de la edad oscura de los Ancianos, cuando el propio Aeoris derribó la tiranía del Caos y restableció en el poder a los Señores del Orden. Se sabía muy poco de los antiguos y de sus técnicas; muchas de las extrañas propiedades del propio Castillo permanecían todavía ocultas para el Círculo, que había habitado en él durante tantas generaciones, y Tarod lo habría dado todo por descubrir aquellos viejos misterios.

Pero los viejos misterios no daban respuesta a las preguntas que ahora le turbaban. Y lo único que ningún libro había sido capaz de decirle era la naturaleza de la fuerza que le llamaba desde las profundidades de la noche.

Tarod miró los libros y tomó una decisión. Estaba seguro de que esa noche volvería a hostigarle aquel sueño... y estaría preparado para recibirlo. Esta noche no dormiría, sino que velaría en el plano astral. Necesitaba pocos preparativos, aparte de una mente tranquila, y la hora o algo más que faltaba para que los moradores del Castillo emp e-zasen a retirarse a descansar sería tiempo suficiente.

Echó el cerrojo a la puerta exterior de sus habitaciones; después, encendió un brasero que estaba cerca de su cama. Cuando el carbón brilló como un ojo pequeño y feroz en la penumbra, derramó sobre él unos cuantos granos de un incienso débilmente narcótico y se tumbó en el lecho sin desnudarse. Fuese lo que fuere el ser desconocido que vendría a visitarle esta noche, le encontraría vigilante.

Por fin había caído la breve noche de verano y se había elevado la primera de las dos lunas para proyectar sus enfermizos rayos a través de la ventana, cuando Tarod percibió que no estaba solo en su habitación. Durante casi tres horas, había yacido inmóvil, observando el débil resplandor del brasero; pero, de pronto, aunque no había movimiento ni ruido, sintió una presencia extraña. Su pulso se aceleró; como la mayoría de los Adeptos, tomaba precauciones elementales para asegurarse de que ninguna influencia de otros planos podría invadir su territorio y, sin embargo, esto.. , lo que fuese... , había roto sus defensas con inquietante facilidad.

Y entonces empezó el murmullo.

Vuelve... Vuelve...

Parecía venir de algún oscuro rincón de su propia mente, y envió un silencioso mensaje en respuesta.

—¿Volver? Volver, ¿a qué?

Recuerda... Vuelve...

Tarod concentró su voluntad y trasladó su conciencia al plano astral. Su entorno parecía el mismo de antes, pero, ahora, todos los contornos de la habitación resplandecían con un aura débil e inestable. Esto le alarmó, pues indicaba una inestabilidad similar en su propio control. Cada uno de los siete planos astrales conocidos — de los que, según la doctrina del Círculo, solamente cinco eran accesibles a cualquier mortal— tenía sus propias características distintivas; esta fluctuación indicó a Tarod que no había pasado a ninguno de ellos, sino que flotaba en un limbo desconcertante.