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Si la herencia dejada por los Ancianos hubiese consistido en algo más que leyendas y fragmentos, el Círculo habría podido comprender la verdadera naturaleza de estas tormentas sobrenaturales y posiblemente descubrir la manera de aprovechar su energía. Pero en los días que siguieron a la caída definitiva de la antigua raza, se perdieron virtualmente todos sus inimaginables conocimientos, cuando los nuevos amos del Castillo procedieron a borrar todo posible rastro de sus vencidos enemigos.

Según los pocos datos históricos que se conservaban, los Ancianos habían sido servidores de los poderes del Caos y, por ello, defendían todo lo que era anatema para los fieles de Aeoris. Era imposible imaginar cómo debía ser este mundo en los tiempos en que había sido dominado por los tenebrosos dioses del Caos: un miasma infernal de salvajismo, locura, demencia; un reinado de terror al que sólo pudo poner fin la intervención directa de los Señores del Orden.

Pero, fuese cual fuere la magnitud de su maldad, nadie podía negar que el dominio de la hechicería que tenían los Ancianos había sido extraordinario; el propio Castillo, construido por los servidores del Caos con el poder del Caos, daba testimonio de ello. En comparación con ellos, los Iniciados del Círculo eran pálidas sombras, que luchaban en vano por comprender cosas que habían sido sencillas para la antigua raza. Al destruir su herencia, el Círculo había destruido muchos elementos que, sólo con que hubiesen sido limpiados de su aspecto pernicioso, habrían podido tener un valor incalculable. Y de nuevo sintió crecer Tarod en su interior el sentimiento de frustración. Tantos conocimientos perdidos, que nunca podrán recuperarse...

Al llegar a una pesada puerta al final del pasadizo, se rompió el hilo de sus pensamientos. Pero esta vez pudo sentir la intensidad del Warp que se acercaba, con una sensación casi física; incluso las paredes parecían vibrar con una energía extraña, y Tarod estuvo seguro de que la tormenta sería anormalmente fuerte. Si esta vez pudiesen romper la barrera...

La puerta daba a una estancia subterránea, con columnas y débilmente iluminada, situada debajo del salón principal, y que era la biblioteca del Castillo. Ésta tenía dos secciones: una de ellas estaba a disposición de los eruditos y contenía todos los conocimientos ocultos del Círculo, acumulados durante innumerables generaciones desde la destrucción de los dueños primitivos del Castillo. Tarod había pasado más horas de las que hubiese querido recogiendo datos de los libros y los pergaminos, buscando una solución a su dilema personal; pero ahora no se detuvo allí, sino que cruzó la vacía y sombría estancia hacia una pequeña puerta de aspecto insignificante que permanecía abierta al fondo. Daba a otro pasadizo que descendía en fuerte pendiente, y Tarod lo recorrió con rapidez. La luz débil y nacarina que se filtraba desde el extremo se hizo más intensa al acercarse Tarod a la puerta, de la que procedía. Estaba hecha de un metal del color de la plata que el Círculo no había podido identificar ni analizar, y brillaba con fosforescencia propia y peculiar. Era la entrada al Salón de Mármol, en el centro mismo de los cimientos del Castillo.

El Salón de Mármol era el enigma más grande del Castillo. Los eruditos creían que contenía entre sus paredes el secreto último del poder de los Ancianos, pero, como con tantos otros aspectos del Castillo, habían sido incapaces de descubrir el misterio. Enterrado en el sólido granito del acantilado, desafiaba todas las leyes espaciales conocidas, y parecía actuar como foco y amplificador de toda actividad oculta. Algunos datos fragmentarios indicaban que contenía también una clave vital para descubrir la naturaleza del propio tiempo. El Salón de Mármol solamente tenía una puerta, cuya llave era guardada por el Sumo Iniciado, que era el único que podía autorizar su uso. Tarod había entrado en el Salón cuatro veces en su vida, dos de ellas con sus compañeros Adeptos para misiones semejantes a ésa, y las otras dos con Jehrek y los altos miembros del Consejo para someterse a la prueba de iniciación para el sexto y séptimo grados, y cada vez había sentido una fascinación lindante con la obses ión. Ahora, al abrir la puerta plateada, la expectación por ver de nuevo aquella cámara imponente hizo que se estremeciesen todos los nervios de su cuerpo.

Los Adeptos de más alto rango estaban allí, esperándole; una veintena de hombres y mujeres que parecían enanos en aquel increíble escenario. El Salón de Mármol se extendía de una manera inverosímil en todas direcciones, difumina das sus paredes, si realmente había paredes, por una pálida neblina que vibraba con una luz que era una mezcla inquietante de colores pastel. Esbeltas columnas se elevaban desde el suelo y se perdían en la bruma allá en lo alto, y las baldosas de mosaico sobre las que andaba Tarod parecían moverse y cambiar sutilmente debajo de sus pies.

Keridil, a un lado del grupo, saludó la llegada de Tarod con una sonrisa, y el Sumo Iniciado inclinó gravemente la cabeza en su dirección.

— Taros, creo que ahora estamos todos. Si quieres seguirme...

Caminó hacia un lugar donde el dibujo del mosaico había sido roto bruscamente por un gran círculo negro. Se presumía que marcaba el centro exacto del Salón de Mármol y, por consiguiente, el corazón del poder del Círculo. Al ocupar los Iniciados los lugares prescritos a su alrededor, con Jehrek en el situado más al sur, la mirada de Tarod fue, como otras veces, atraída hacia otra parte del Salón que casi se confundía con la neblina débilmente cambiante. A duras penas podía distinguir los vagos perfiles de siete estatuas colosales que surgían de la penumbra como en una pesadilla. Aunque toscamente talladas, representaban claramente formas humanas; pero todas las caras habían sido completa y concienzudamente destruidas, dejando las cabezas estropeadas y mutiladas. Y, como las otras veces, sintió un estremecimiento irracional al contemplar aquellas figuras arruinadas. Según la leyenda, eran estatuas de Aeoris y sus seis hermanos, pues inicialmente los Ancianos habían sido fieles a los Señores del Orden y habían levantado aquellos colosos en su honor; pero después de pasarse al Caos habían destrozado sus caras como deferencia a sus nuevos señores. Pero si las estatuas no eran más que esto, ¿por qué atraían su mente como jamás lo habían hecho otras representaciones de los dioses?, se preguntó Tarod.

Fue bruscamente sacado de su ensimismamiento por un comp añero Adepto situado a cierta distancia de él y que habló en voz baja a su vecino:

— ... pensando sin duda en cuestiones más importantes que los meros asuntos del Círculo...

Tarod levantó la cabeza y se encontró con la mirada hostil de Rhiman Han, un Adepto del quinto grado unos diez años mayor que él. Al hacer cada vez más ostensibles sus facultades de hechicero, Tarod se había dado cuenta de que éstas provocaban reacciones diferentes en sus compañeros. Algunos admiraban su talento y lo apreciaban en lo que valía; otros lo envidiaban y mostraban su resentimiento por el hecho de que un hombre tan joven hubiese alcanzado el último grado con tanta facilidad. Rhiman había adquirido más fama con la espada en los torneos de esgrima que la que probablemente alcanzaría jamás como Adepto, y aunque ocupaba un sitio poco importante en el Consejo, no perdía ocasión de manifestar que consideraba a Tarod un advenedizo.