El camino que se extiende ante nosotros es largo y arduo; nuestros logros son todavía relativamente pocos. Pero mis sueños están llenos de esperanza. El día ha amanecido al fin; el delito y la locura ya no forman parte de nuestras vidas y hemos salido a la luz desde las tinieblas de la esclavitud. La mano que registró y lamentó la muerte del Caos ha muerto también; nosotros vivimos, creceremos y prosperaremos. Y de ello daré eternamente gracias.”
Escrito el primer día de primavera del quinto año de paz, por Simbrian Lowwe Tarkran, primer Sumo Iniciado del Círculo por la gracia de Aeoris.
Pero el Caos volverá...
CAPÍTULO 1
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Con el amanecer del primer día de primavera, mejoró el tiempo húmedo que habían padecido en la provincia de Wishet desde mediados del invierno. Hombres que se las daban de sabios y aseguraban que habían anunciado el cambio lo consideraron un buen augurio y, en la intimidad de sus hogares, los habitantes más piadosos de la provincia dieron gracias a Aeoris, el más grande de los Siete Dioses.
Siguiendo una tradición de siglos, todas las ciudades y los pueblos del país celebrarían ese día la llegada de la primavera. El pequeño distrito de Wishet, situado a unas siete millas tierra adentro de la capital de la provincia, Puerto de Verano, se había preparado con mucha anticipación para las largas ceremonias. Como siempre, una nutrida procesión, presidida por el Margrave provincial, con un séquito de ancianos y dignatarios locales, desfilaría por la ciudad hasta el río, donde se realizaría el revestimiento ritual y la adoración de las estatuas en madera de los Siete Dioses. Los ritos del Día Primero del Trimestre podían ser presenciados por toda la población, desde los más encumbrados personajes hasta los más humildes vecinos, incluso por Estenya, una viuda pobre que vivía con su hijo ilegítimo en el barrio más mísero de la ciudad y dependía para su sustento de la reacia caridad de los miembros más afortunados de su clan.
En un día como aquél, Estenya percibía más claramente que de costumbre su deplorable situación, mientras miraba su imagen en el espejo manchado por las moscas. Su vestido, el mejor que tenía, era viejo; ya estaba usado cuando llegó a su poder. Los repetidos lavados habían encogido tanto el tejido, que el dobladillo no le llegaba más abajo de las pantorrillas. Y el chal bordado que llevaba, en un intento por contrarrestar la monotonía del vestido, era muy fino; serviría de poco contra el crudo viento del este. Pero aquel día, el aspecto era más importante que la comodidad; tendría que soportar el frío si no quería avergonzar a sus parientes.. , aunque, reflexionó amargamente, lo más probable era que se limitasen a saludarla brevemente durante las fiestas. Ella representaba una mancha en su inmaculado historial, la linda y prometedora muchacha que, inexplicablemente, había cometido una falta y la había estado pagando desde entonces...
Estenya procuró dar a su cara una expresión que esperaba que disimulase las arrugas, que, a sus treinta años, empezaban a estropearle la tez, y maldijo en silencio los sucesos que, hacía doce años, la habían lanzado por ese camino. En aquella ocasión, agotada por el parto y en un agudo estado emocional, había querido conservar a su hijo con tra las presiones de su familia para que lo hiciese pasar por hijo de una criada. Se había salido con la suya... a costa de su propio futuro. El niño no tenía un padre que le diese el apellido de un clan, como era tradicional en los hijos varones, y la familia de ella se había negado rotundamente a quebrantar las normas para otorgar al pequeño el privilegio del apellido familiar. Así, desde su nacimiento, el muchacho no formaba parte de ningún clan y Estenya se había visto rechazada por la sociedad. Al principio, se había sometido de buen grado a las limitaciones que le eran impuestas, pero con el tiempo, al marchitarse el esplendor de su juventud, mientras el chico, al crecer, parecía que se separaba más y más de ella, empezó a lamentar amargamente la decisión que había tomado.
Pero aunque hubiese podido librarse de la carga del muchacho, dudaba mucho de que algún hombre pudiera pensar en casarse ahora con ella. Había demasiadas mujeres más jóvenes y más bellas; mujeres sin un pasado vergonzoso que malograse sus oportunidades. ¡Si no hubiese sido tan estúpida!, se decía.
Un débil ruido la sacó, de pronto, de su ensimismamiento, y se volvió, sobresaltada.
El muchacho había abierto la puerta y entrado en el dormitorio tan silenciosamente que ella no se había dado cuenta de su presencia. Quizás llevara allí diez minutos o más, observándola de aquella manera inexcrutable e inquietante, y su mirada parecía dar a entender, como siempre, que sabía exactamente lo que ella estaba pensando.
Le regañó, irritada:
— ¿Cuántas veces tengo que decirte que no entres de esta manera en mi habitación? Quieres matarme de un susto?
—Lo siento.
El brillo de los extraños ojos verdes del muchacho se extinguió momentáneamente cuando éste bajó la mirada. Estenya le observó preguntándose una vez más cómo había podido engendrar aquel chiquillo. Todos los clanes de Wishet tenían ciertas características comunes de constitución y de color, de las que eran ejemplo típico la robustez y la piel cetrina heredadas por Estenya de su padre y de su madre. Pero el muchacho... era ya más alto que ella, esbelto y vigoroso. Sus cabellos, negros como el azabache, caían en marañados sobre los hombros, y los ojos verdes, en contraste con su cara pálida y delgada, le daban un inquietante aire felino. Tal vez toda su herencia genética le venía de su padre... y, como siempre que Estenya pensaba en esto, la idea fue seguida del desagradable corolario: ¡Si por lo menos supiera quién era su padre! Ahí radicaba toda la tristeza del asunto: en el hecho de que la identidad del desconocido, cuyas ardientes insinuaciones durante una lejana fiesta de Primero del Trimestre había sido incapaz de resistir, fuera, y siguiera siendo, un misterio. Aquel único error había sido la causa de su desgracia... ¡y ni siquiera podía recordar la cara de aquel hombre!
Observó detenidamente a su hijo. No debía mostrarse irritable ni impaciente con él, se dijo; no podía echarle la culpa de la situación en que se hallaba; Pero, sin embargo, el resentimiento seguía presente, y cualquiera que tuviese corazón podría comprenderlo.
—No te has peinado —le acusó—. Sabes lo importante que es que tengas hoy un buen aspecto. Si haces que tenga que avergonzarme de ti...
Dejó que la amenaza flotase en el aire sin pronunciarla.
—Sí, madre.
Un destello de rebelión brilló en los extraños ojos verdes, pero se extinguió casi antes de que ella pudiese advertirlo. Al volverse él para salir de la habitación, le gritó:
—Y no quiero verte con Coran. ¡No lo olvides!
En su fuero interno, Estenya lamentaba tener que imponerle esta restricción. Coran, el hijo de su primo, era de la misma edad que el muchacho, y el único buen amigo que éste tenía. Pero los padres de Coran desaprobaban su relación, más allá de lo estrictamente necesario, con un bastardo, fuese cual fuere el vínculo de sangre, y ella no se atrevía a contrariarles. El muchacho no contestó, aunque ella sabía que la había oído, y un momento más tarde, sus pisadas resonaron en la escalera sin alfombrar de la destartalada y pequeña casa.