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Tarod contempló la yegua. Era de buena raza: sangre del sur que le daba altura y rapidez, pero también la suficiente del norte para infundir vigor... y genio a la mezcla. Prescindiendo del rápido ademán de advertencia de Fin, entró en el compartimiento y puso una mano sobre el cuello del animal. La yegua mostró los dientes, amenazadora; pero él le habló rápidamente y en voz baja y, para sorpresa del cuidador, se calmó de inmediato.

—Bueno, Señor, por lo visto te ha tomado simpatía —dijo Fin, aceptando los hechos—. ¡Nunca la había visto así!

Tarod sonrió ligeramente.

—Me la llevaré. Haz que la ensillen y me la traigan al patio en media hora.

No dijo más, sino que dejó que el hombre cumpliese la orden y volvió rápidamente a sus habitaciones. El sol empezaba a salir, pero no era probable que ningún miembro del Círculo se levantase antes de que partiese él, que era precisamente lo que quería. Si Keridil o The-mila hubiesen sospechado que se disponía a marcharse, habría habido preguntas, discusiones, sugerencias y Tarod había estudiado ya todas las posibilidades hasta la saciedad. Este era el único camino.

Mientras recogía las pocas cosas que necesitaría para un viaje de dos o tres días, evitó cuidadosamente ver su propia imagen en el espejo. Los ojos de Fin Tivan Bruall le habían dicho todo lo que necesitaba saber acerca de su condición mental y corporal después de los estragos de las cuatro noches últimas, en las que los sueños habían brotado clamo rosos de la oscuridad para torturarle, dejándole agotado y destrozado al amanecer por fin el día. Desde el desgraciado episodio en el Salón de Mármol, los sueños, tal como había sospechado, habían redoblado su intensidad, hasta que, la última mañana, la solución había aparecido, fría y cruelmente clara, en su mente.

No podía luchar contra los sueños. Al menos no podía hacerlo de una manera ortodoxa. La ayuda de sus amigos era consoladora, pero no suficiente; había que tomar medidas mucho más drásticas, o la otra única alternativa se abriría pronto como un abismo delante de él. La otra única alternativa era el suicidio.

Un día de investigación en la biblioteca subterránea le había dicho todo lo que necesitaba saber para hacer sus planes. Tarod nunca había estudiado a fondo el arte de las hierbas medicinales, pero sabía lo bastante para orientarse entre los grandes volúmenes que había sobre el tema en la biblioteca y encontrar lo que buscaba: una pequeña planta que crecía escasamente en los acantilados de la costa Nor-occidental; uno de los narcóticos más fuertes que se conocían y que, manejado por un experto, podía combatir todos los horrores de la noche, fuese cual fuese su origen. También podía emplearse para abrir los canales psíquicos de la mente, y Tarod esperaba que pudiese romper las barreras que le habían impedido descubrir los orígenes de sus visitas.

Era una droga peligrosa, que podía matar a menos que se siguiesen estrictamente ciertas normas, pero a Tarod ya no le importaba el riesgo. En el Castillo no se guardaba ninguna Raíz de la Rompiente, que era el nombre vulgar que daban a aquella planta, pero, aunque la hubiese habido, no se habría atrevido a consultar a Grevard sobre ella.

Sabía donde hallarla, disponía de un caballo, e iría él mismo en busca de la planta.

Y así, llevando solamente un poco de comida, agua y un cuchillo, montó Tarod la caprichosa yegua alazana, mientras Fin Tivan Bruall le observaba con ansiedad.

—Ten cuidado con ella, Señor —le advirtió el hombre, al ver que la yegua daba un paso de lado, guiada ligera pero firmemente por Tarod —. O mucho me equivoco, o te derribará a la menor oportunidad.

Tarod tiró de la rienda, sintió que el animal se tranquilizaba bajo su sutil dominio, y sonrió.

—Lo tendré en cuenta. Y te la devolveré sana y salva dentro de tres días, más o menos.

Cuando se abrió la puerta de la caballeriza brillaban en el cielo los primeros resplandores del sol naciente. Clavó los talones en los flancos de la yegua y ésta emprendió fogosamente la carrera, dejando atrás el Castillo.

Dos días más tarde, al amanecer, Tarod guiaba por fin a la cansada y sudorosa yegua hacia los imponentes acantilados de la provincia de la Tierra Alta del Oeste. Un instinto de precaución le había inducido a tomar el camino más corto pero más difícil que pasaba directamente por las montañas, evitando ciudades y pueblos y, sobre todo, la gran Residencia de la Hermandad de la que era superiora Kael Amion y que se hallaba junto a la carretera principal. El camino de montaña era famoso por albergar toda clase de enemigos de los viajeros, desde los grandes felinos del norte hasta pandillas de insaciables bandoleros; pero nada había amenazado a Tarod. Este se había detenido a descansar solamente durante las breves noches de verano, impulsado por el miedo de dormirse y por la desesperada necesidad de alcanzar su meta. Y ahora, con los primeros rayos rojizos del sol brillan do en el este, salió a una vertiginosa pendiente cubierta de césped que llevaba a los acantilados de la Tierra Alta del Oeste.

La yegua resopló satisfecha cuando Tarod aflojó al fin las riendas y saltó de la silla para contemplar la magnífica vista que le ofrecían el mar y el cielo. La cabalgadura y el jinete se habían hecho amigos durante la larga y ardua carrera, y antes de bajar la cabeza para pacer la hierba, la yegua acarició la mano de Tarod mientras éste le frotaba el suave belfo.

Tarod se dejó caer sobre el césped, contento de dar descanso a sus doloridos músculos. El viento del oeste apartó los enmarañados cabellos negros de su cara y, durante un rato, Tarod no hizo más que contemplar el cielo que se iluminaba mientras la aurora daba paso al día. El mar, lejos, debajo de él, resplandecía como cristal licuado, y las negras gibas de miles de diminutos islotes emergían al empezar a levantarse la temprana niebla. El aire olía a sal, limpio y estimulante; a lo lejos, las velas de una pequeña barca de pesca que volvía a tierra brillaron al pasar los rayos del sol por encima del acantilado. Por primera vez en muchos días, tuvo Tarod una impresión de paz y, con gratitud, se aferró a este sentimiento. La urgencia de su misión seguía acuciándole, pero por un rato, un momento sólo, podía librarse de las negras influencias que le habían atosigado durante tanto tiempo.

Hizo un cojín con su capa y se tendió de espaldas, recibiendo de buen grado el calor del sol en la cara. Con el zumbido de los insectos mañaneros, el murmullo del mar y el tranquilizador ruido de su caballo pastando a pocos pasos de él, se quedó dormido.

La yegua le despertó con un fuerte relincho y él se incorporó, momentáneamente desorientado. Después recobró la memoria y volvió la cabeza.

El sol estaba casi en el cenit, aunque en este lejano norte era poca la altura que alcanzaba en el cielo. La luz inundaba las cimas de los acantilados y, a través de su resplandor, vio la silueta de un jinete que se acercaba por el camino que conducía tierra adentro. La yegua relinchó de nuevo y él le ordenó mentalmente que se callase. Pero el otro caballo le estaba ya respondiendo con otro largo relincho que terminó en resoplido, y Tarod suspiró. La soledad de este paraje era un bálsamo para su mente; no quería que le molestasen, pero, por lo visto, nada podía hacer para impedirlo.

El recién llegado le vio en aquel momento y detuvo su montura con una orden en voz ronca. Tarod se dio cuenta, de pronto, por la voz y por la ligereza del personaje que desmo ntaba, de que su primera suposición había sido errónea: el intruso era una mujer.

Ésta vino en su dirección vacilando un poco y, al moverse contra el sol, pudo verla claramente. Fuesen cuales fueren sus otras virtudes, no era hermosa. Joven, tal vez tres o cuatro años menos que él, pero no hermosa. Los cabellos, tan rubios que eran casi blancos, le caían sobre los hombros, y los extraños ojos ambarinos, que le miraban por entre unas pestañas sorprendentemente oscuras, eran demasiado grandes para su cara pequeña y su boca excesivamente gran de aunque solemne. Su cuerpo era menudo, casi infantil, y había algo más en ella, algo que solamente un Adepto podía ver; algo que él archivó en un rincón de su mente...