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Ella no sonrió, sino que se dirigió a él con la misma solemnidad que toda su expresión reflejaba.

— Lo siento..., no pensaba encontrar a nadie aquí. Espero no haberle molestado.

Su cortesía innata hizo que Tarod se levantase y se inclinase ligeramente ante ella.

— En absoluto.

Difícilmente habría podido decir otra cosa... Los acantilados no eran propiedad de nadie.

La muchacha asintió con la cabeza; después se sentó sobre la hierba a pocos pasos de él.

—Hacía más de un año que no había estado aquí... Quería verlo de nuevo. —Vaciló y, entonces, una débil sonrisa iluminó sus vulgares facciones—. Tú no eres de los pueblos de pescadores, ¿verdad?

Aunque Tarod iba desaliñado y sin afeitar, sus modales revelaban bien a las claras un origen superior... Estuvo a punto de echarse a reír, sin saber por qué.

—No, no lo soy. Y por lo que dices, supongo que tú tampoco lo

eres.

La muchacha le miró de reojo, como si sospechase que la pregunta ocultaba otro motivo. Era una criatura extraña, pensó él; vestía pantalón y camisa más propios de un hombre y una capa manchada y echada descuidadamente sobre los hombros a pesar del calor del día. Su poni, de una peluda y arisca raza norteña, no llevaba más que una sencilla brida y una tosca manta, cosa que indicaba que la muchacha era una caballista experta, y la curiosidad de Tarod fue en aumento. Le tendió una mano.

—Me llamo Tarod.

Ella le estrechó brevemente los dedos, como si no estuviese acostumbrada a esta formalidad.

— Yo soy Cyllan.

— ¿ y tu clan... ?

Inmediatamente pensó que él era la persona menos adecuada para interesarse en el nombre del clan de otra.

La muchacha sonrió de un modo extraño.

—Abassan, aunque de poco sirve ya... hace mucho tiempo que nadie se preocupa de él.

El nombre del clan no le sonó a Tarod, y éste se disponía a preguntar su origen cuando ella añadió, casi como si leyese sus pensamientos:

—Somos de las Grandes Llanuras del Este. Mis padres se ahogaron en el mar hace cuatro años.. , y ahora estoy aprendiendo el oficio de boyero con mi tío.

¿Una muchacha, aprendiz de boyero? Parecía extraño.

— Hemos estado vendiendo ganado y cuero del sur de Chaun en la carretera de la costa —siguió diciendo ella—. Los hombres están durmiendo los efectos de un negocio afortunado en una posada a poca distancia de aquí, y yo he tenido ganas... —Bajó la cabeza como avergonzada de su estupidez—. He tenido ganas de ver el mar.

—Entonces soy yo el intruso —dijo amablemente Tarod, para tranquilizarla.

—No, no... , en absoluto. Estoy segura de que a ti te traen asuntos más importantes que mis caprichos.

Él sacudió la cabeza.

—Nada que no pueda esperar un rato.

Ella le dirigió una rápida mirada en la que se mezclaban la gratitud y la incertidumbre.

—Tienes una ventaja sobre mí. Yo no sé cuál es tu... ¡Oh!

Él siguió la dirección de la mirada de ella y vio, prendida en la capa que le había servido de almohada, la insignia de oro de Iniciado del Círculo.

—Lo siento —dijo, confusa, la muchacha—. No me había dado cuenta... Si lo hubiese sabido, no te habría molestado.

Tarod miró su insignia casi con disgusto.

— eso.. —dijo con indiferencia—. No tiene importancia. Mi venida aquí no tiene nada que ver con los asuntos del Círculo.

—Sin embargo, no hubiese debido... Bueno, me marcho. Estaba atemorizada, como lo habría estado él ante un Iniciado antes de conocerles mejor, y esto le irritó, pues creaba una barrera artificial entre los dos. Al empezar ella a levantarse, le dijo rápidamente:

—No; quédate, por favor. Tal vez puedas ayudarme.

— ¿Ayudarte?

—Sí. Tú conoces esta costa y yo soy forastero aquí. He venido en busca de una planta que solamente crece en esta región; una planta rara llamada Raíz de la Rompiente.

Cyllan frunció los ojos ambarinos.

— ¿Rompiente?

— ¿Sabes lo que es?

—Sé lo que hace. —Le miró fijamente y, en aquel momento, quedó confirmado lo que el instinto había dicho a Tarod acerca de ella. La muchacha prosiguó—: La ayuda que necesitas no es de las que yo podría darte.

Él sonrió ligeramente.

—Eres injusta contigo misma, Cyllan. Creo que, más que viajar por los caminos conduciendo bueyes, hubieses debido estar estos últimos años en una Residencia de Hermanas.

Cyllan se sonrojó. No había esperado que él viese a través de las barreras que había levantado. Y es que era la primera vez que veía a un Iniciado...

— Mis facultades no son merecedoras de la atención de nadie — dijo, y después añadió con una pizca de malicia disimulada por su expresión solemne—: Y menos aún de la de un Adepto de alta categoría.

Tarod inclinó la cabeza, agradeciendo el cumplido.

— Sin embargo, la Hermandad necesita personas que tengan una habilidad psíquica natural.

—Tal vez sí. Pero no miran con buenos ojos a las huérfanas campesinas de baja posición y pocos medios de fortuna.

Hablaba con bastante indiferencia, pero sus palabras dijeron a Tarod todo lo que necesitaba saber. A pesar de su teórica aceptación de cualquier muchacha que mostrase buenas aptitudes, la Hermandad de Aeoris se fundaba en la práctica en un rígido pragmatismo. Y esta extraña joven de cabellos pálidos se hallaría desplazada en el mundo cerrado de una Residencia de la Hermandad...

—¿Eres vidente? —pregunto él—. ¿O quizás intérprete de sueños?

Ella le miró con inquietud, como temiendo que fuese a burlarse o a censurarla por su pretensión. El sonrió para tranquilizarla, y ella dijo por fin:

—Yo... leo en las piedras y en la arena. A veces leo el futuro de una persona en los dibujos que forman; a veces, los hechos pasados... Pero no siempre puedo predecir.

Tarod se sintió intrigado.

—No conozco el método.

—Es una antigua técnica del Este. Pero no queda mucha gente que tenga esta habilidad, y los que la tienen... no son bien considerados.

Otra vez el tono de su voz daba a entender más cosas que sus palabras. Tarod no había visitado nunca las Grandes Llanuras del Este, pero había conocido en el Castillo a algunos mercaderes de la región. Eran de una raza austera y seria, supersticiosos y rígidamente convencionales; seguramente no recibían con los brazos abiertos a la gente dotada de talento psíquico. Presumió que Cyllan no debía sentirse muy feliz entre los de su clase.

Por un instante, se preguntó si podría convencerla de que leyese en las piedras para él, fuesen cuales fueren las consecuencias; pero rechazó rápidamente la idea. Una joven campesina no podía decirle nada que él no supiese ya, y, aunque ella viese su futuro, probablemente sería incapaz de interpretar lo que le dijese su instinto. ¿Acaso no le había dicho que no podía darle la clase de ayuda que él necesitaba? Tal vez era más perceptiva de lo que se imaginaba.

Quizás Cyllan estaba pensando lo mismo porque, de pronto, se puso en pie y dijo, con cierta brusquedad:

— Quieres encontrar la Raíz de la Rompiente. Yo puedo mostrarte donde crece, pero tendremos que trepar para alcanzarla.

Ahora contemplaba el mar con una mirada extraña, como sin ver, esperando que él se reuniese con ella. Tarod se levantó.

—Muy bien. Ve tú delante.

La yegua alazana relinchó, curiosamente, cuando él siguió a la muchacha cuesta abajo, en dirección al borde del acantilado. Desde allí, la vista requería unos nervios tranquilos y un estómago firme; el continuo oleaje había erosionado la costa convirtiéndola en una pared mellada de altos cantiles y profundas ensenadas cortadas a pico, que formaban vertiginosos abismos de centenares de pies. Tarod sintió que el viento le azotaba cruelmente la cara y levantaba los cabellos de Cyllan en una pálida aureola cuando ésta volvió la cabeza para llama r-le y señalarle un lugar al borde de un precipicio casi vertical.