—Hay un camino para bajar hasta allí. Los pescadores suelen emplearlo.
Él contempló el mar agitado, allá en lo hondo.
—Iré solo. No tienes por qué arriesgarte.
Ella sacudió la cabeza.
—He bajado otras veces; no hay peligro.
Y antes de que él pudiese detenerla, pasó sobre el borde del cantil y se perdió de vista.
Tarod maldijo en voz baja. La muchacha no tenía motivo para ponerse en peligro por él; si su temeridad acababa en tragedia, pesaría sobre su conciencia durante el resto de su vida. Pero cuando llegó al borde del acantilado, ella había descendido ya un buen trecho, moviéndose con rapidez y agilidad frutos de la práctica. Nada podía hacer él, salvo seguirla. El descenso era más fácil de lo que había parecido desde arriba; había toscos escalones y agarraderos tallados en el duro granito y, aunque estaban desgastados por el viento y por generaciones de escaladores, seguían siendo bastante seguros. Alcanzó a Cyllan en el momento en que ésta llegaba a una estrecha cornisa a unos doscientos pies por encima de la ensenada, y ambos se detuvieron para recobrar el aliento y descansar unos instantes los músculos. Ella no dijo nada cuando él se le acercó, sino que se agachó para contemplar el mar, como si esperase algo. El viento soplaba aquí más fuerte, al pasar a ráfagas entre las paredes del acantilado, y, de pronto, Cyllan levantó una mano.
— Están aquí... Yo creía que se habían ido, ¡pero todavía están aquí! Y están cantando...
Mientras ella hablaba, él oyó el sonido. Débil y lejano, era una serie dulce y estremecedora de notas musicales, traídas por el viento desde algún lugar del mar. Aquellas notas formaban una armonía fantástica y obsesionante, que subía y bajaba de una forma que produjo escalofríos en la espina dorsal de Tarod. Y sintió la extraña presencia de otras mentes, de unas mentes inhumanas que parecían llama rle.[
— Los fanaani... — dijo Cyllan, con voz entrecortada.
Entonces los vio Tarod. Desde aquella distancia, eran poco más
que oscuras siluetas alzándose sobre la cresta de una ola momentos antes de romper ésta contra las rocas. Se movían lentamente hacia la costa, y contó siete antes de mirar a Cyllan y ver las lágrimas que brillaban en sus oscuras pestañas y la expresión de pasmo hipnótico que se pintaba en su semblante. También él se sintió conmovido por la visión de aquellas extrañas criaturas marinas que moraban en la costa más salvaje del mundo. A veces, desde la Península de la Estrella, podían verse de lejos o se escuchaba el eco remo to de su canto agridulce, pero nunca las había visto tan de cerca como ahora. Los fanaani eran animales de sangre caliente, del tamaño de un hombre y de aspecto casi felino, pero de cuerpo largo y lustroso, patas cortas y palmeadas, adaptadas para la vida acuática. Y, como los felinos terrestres, eran telepáticos, aunque su inteligencia era muy superior, pero de otro orden. Tarod consideró un privilegio poder establecer este raro contacto con ellos. Ahora los fanaani habían casi llegado a la estrecha playa semicircular que la marea baja había dejado al descubierto, de manera que Tarod y Cyllan tuvieron que asomarse peligrosamente al abismo para verles. Una vez estuvo Cyllan a punto de perder el equilibrio, tanto era su interés por las criaturas de allá abajo, y Tarod tuvo que alargar una mano para sujetarla. El breve contacto rompió el hechizo y, de nuevo, los fanaani habían dado ya media vuelta y volvían a adentrarse en el mar, perdiéndose de vista entre las olas.
Cyllan suspiró y se enjugó disimuladamente los ojos.
—Un buen presagio para ti —dijo a media voz.
—Tal vez. —Tarod sintió el deseo irracional de creerla y este pensamiento suscitó en él un recuerdo que habría preferido olvidar en este tranquilo paraje. Incitado por él, añadió—: Creo que deberíamos seguir adelante.
— Sí...
Ella se levantó de mala gana y ambos abandonaron la cornisa para continuar el camino de descenso por el acantilado. Encontraron la Raíz de la Rompiente en una grieta casi invisible del acantilado, fuera del alcance de las más gran des olas del invierno. Era una planta carnosa, nada llamativa, de hojas verde-grises, y al principio resistió al cuchillo de Tarod. Pero al fin éste pudo hacerse con el tallo y la raíz, y los contempló en la palma de su mano. La planta era pequeña, pero debería bastar para sus necesidades.
Cyllan le estaba observando, con la inquietud reflejada en sus ojos ambarinos. Cuando él guardó la raíz en la bolsa que llevaba colgada del cinturón, le dijo en un murmullo:
— Por favor... , ten cuidado.
Sus palabras suscitaron de nuevo aquel recuerdo. Comprendió que el idilio había terminado y que, si bien había sido agradable, no había sido más que una ilusión. Volvía a imponerse la triste realidad, y la triste realidad le decía que no podía perder tiempo. Sin añadir palabra, ambos iniciaron la larga escalada hasta la cima del acantilado, donde les esperaban sus monturas. La yegua saludó a su amo con muchos resoplidos y movimientos de cabeza, mientras que el pony de Cyllan permanecía hosco e inmóvil.
Tarod tomó su capa y la dejó caer sobre sus hombros, advirtiendo la rápida mirada que dirigía Cyllan a la insignia de oro, como si con ello volviese a levantar la barrera. El sol empezaba a declinar, y Tarod quería llegar a las montañas al anochecer y cabalgar durante toda la noche; todo menos arriesgarse a dormir durante las horas de oscuridad.
—Gracias, Cyllan —dijo pausadamente—. Estoy en deuda contigo... Espero que volvamos a vemos.
Ella asintió con la cabeza.
— Yo también lo espero. Que tengas suerte, Tarod.
El protocolo exigía que la despidiese con la bendición de Aeoris, deber tradicional y formal del Iniciado para con los legos. Pero no podía hacerlo. Las palabras habrían sonado vacías y artificiales, y aumentado la distancia entre los dos. En vez de aquello, dijo simplemente:
—Que la tengas tú también. Adiós, Cyllan.
Cyllan se quedó mirándole hasta que la yegua alazana se perdió de vista. Se había abstenido de rezar para que Tarod se volviese a mirarla, pero, al ver que no lo hacía, se sintió profundamente dolida. En realidad, no había motivo para que lo hiciese, se dijo; él era un Adepto del Círculo, un Adepto de alto grado, y ella era una simple campesina conductora de ganado, sin cualidades intelectuales o físicas que pudiesen despertar en él más interés del que exigía la cortesía. Sus caminos se habían cruzado brevemente; no volverían a encontrarse. Y había sido una tonta al alimentar, siquiera por un instante, inútiles fantasías sobre lo que había pasado o podía haber pasado; ésta era una lección que había aprendido hacía tiempo y que volvía a aprender en las raras ocasiones en las que se miraba a un espejo.
Pero, a pesar de todo, la imagen de aquel desconocido alto y de cabellos negros, con sus verdes ojos felinos y su alma turbada, permanecería largo tiempo en su me moria. A pesar de sus diferencias, él la había tratado como a una igual, casi como a un espíritu hermano, y por un breve, ilógico y glorioso momento, había esperado que pudiesen ser algo más. La esperanza se había desvanecido, como una parte de su mente le había dicho que debía ocurrir inevitablemente, cuando él se alejó sin mirar atrás. Pero Cyllan no le olvidaría.
Montó sobre el ancho lomo de su pony. Mientras guiaba al animal hacia el oeste, le escocían los ojos a causa de unas lágrimas que —se decía— no eran más que el efecto de la fuerte luz del sol.