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CAPÍTULO 7

Tarod llegó al Castillo cuando estaba despuntando la aurora. Había cabalgado sin descanso durante dos noches y un día, poniendo a prueba hasta el máximo su resistencia y la de la yegua alazana, deteniéndose solamente cuando, de haber continuado, habrían muerto uno de ellos o los dos. La yegua había demostrado su temple y su buena raza durante el largo viaje, pero cuando llegaron al fin a la puerta del Castillo, llevaba la cabeza gacha de agotamiento.

Tarod se sentía poco mejor que el animal. Aquel trayecto habría sido toda una hazaña para el jinete más experto; le dolían terriblemente los miembros después de tantas horas y sentía la cabeza vacía y la mente confusa por la falta de sueño. Cuando vio alzarse a su alrededor las murallas, sintió que volvía la antigua sensación de opresión, y pensó con añoranza en el vasto cielo y los cantiles iluminados por el sol de la Tierra Alta del Oeste, donde, por un corto período de tiempo, había podido olvidar su tormento. Le obsesionaban las imágenes del breve interludio: el olor de la hierba virgen, el fantástico y bello canto de los fanaani, la joven Cyllan de ojos solemnes que le había ayudado y acompaña do sin pedirle nada a cambio... Bajó cansadamente de la silla y condujo la yegua a las caballerizas. Un mozo adormilado se levantó de su jergón de paja para encargarse del animal, y Tarod se dirigió despacio y de mala gana a sus habitaciones en el todavía silencioso Castillo.

Solo en la intimidad de su apartamento, sacó la pequeña y preciosa Raíz de la Rompiente y la depositó sobre su mesa de trabajo. Empezaba ya a marchitarse; tendría que trabajar de prisa para que no perdiese su poder, y el procedimiento de extraer y destilar su esencia requeriría algún tiempo.

Las manos de Tarod temblaban todavía un poco cuando empezó su fatigoso trabajo. De vez en cuando se le nublaban los ojos y su conciencia amenazaba con sumirse en un medio sopor. Pasaron horas mientras trabajaba detrás de la puerta cerrada, olvidando la actividad cotidiana que se iniciaba más allá de su ventana con el despertar del

Castillo. Nadie vino a molestarle, pues todos, incluso Keridil, creían que no había regresado aún; al fin, cuando el día declinaba y el sol empezaba a mostrarse como una amenazadora bola de fuego carmesí al otro lado de las negras murallas, terminó su trabajo.

La esencia destilada era un líquido oscuro, rojo purpúreo, turbio, que no llenaba una pequeña ampolla. Su desagradable olor invadía la habitación, pero esto no importaba ya a Tarod; aturdido por el agotamiento y la depresión, no estaba por consideraciones estéticas. Al contemplar el resultado de sus esfuerzos, aquel líquido de aspecto sucio y maligno, trató de recordar todas las etapas de la operación y se preguntó si había tomado todas las precauciones necesarias. La hierba podía ser mortal incluso en las manos más expertas..., pero esto ya no parecía importar ahora. Un cansado fatalismo se había apoderado de él y le había convertido en un hombre temerario: ocurriese lo que ocu-niese, su futuro estaba en manos de los dioses.

Esperó hasta que las sombras se hubiesen extendido sobre el patio para envolver su habitación en la penumbra, y entonces vertió un poco del brebaje en una taza, mezclándolo con vino. El olor de la mezcla y un último resto de precaución le detuvieron, pero sólo por un instante; echó la cabeza atrás y tragó de golpe el contenido de la taza.

Ni siquiera el buen vino podía disimular el sabor horrible de la hierba, y casi se atragantó. Durante unos momentos, se apoyó en el antepecho de la ventana y tosió violentamente; después cesó el espasmo y Tarod se dirigió tambaleándose a la segunda habitación, donde se tendió rígidamente en la cama.

El sabor de la Raíz quedó pegado a su garganta mientras observaba, tumbado en el lecho, cómo se extinguía la última luz en la ventana. A veces tenía la impresión de que se estaba asfixiando hasta que su respiración se calmaba de pronto, y se relajaba. Pero cuando la droga produjo su primer efecto importante, se olvidó de la causa; sólo sintió que su mente se embotaba y casi dejaba de existir, reflejando la fatiga de sus miembros. Las piernas le pesaban como el plomo y sentía un peso sobre el pecho y los hombros que... afortunadamente... le sumía en el sueño. Cerró los ojos.

Pero la presión empezó a aumentar. Cada aspiración era ahora una lucha física contra el dolor, al negarse sus pulmones a llenarse de aire, y sus músculos a responder. Su mente era impotente contra aquello; empezaba a asfixiarse.

Lanzando un grito ronco, saltó de la cama y cayó pesadamente al suelo. Se incorporó dolorosamente, agarrándose a los barrotes de la cama, y se dio cuenta de que apenas podía sostenerse en pie. Su aturdido cerebro le dijo a duras penas que algo había ido rotundamente mal, que se había equivocado, que el narcótico se había apoderado de su sistema y se estaba extendiendo con tal rapidez que nada podía contra él.

Socorro. Esta palabra penetró en su conciencia. Tenía que pedir socorro, o agonizaría y moriría aquí, en sus propias habitaciones, pues nadie podría abrir la puerta y encontrarle a tiempo. Abre la puerta... Ésta parecía hallarse a mil millas de distancia, pero se arrastró desesperadamente hacia ella y a tientas agarró el cerrojo. No tenía más fuerza que un chiquillo, pero, de alguna manera, consiguió abrir el cerrojo y salir al pasillo, donde a punto estuvo de caer al suelo.

Ardía una antorcha en el otro extremo, pero el corredor estaba desierto. Tarod se tambaleó en dirección a la escalera, sin poder respirar, sin poder aspirar aire suficiente para gritar, seguro que no podría sobrevivir un momento más a ese horror. Sin embargo, todavía estaba vivo cuando salió al patio y cuando, sin encontrar a nadie, se tambaleó a lo largo de la columnata hasta encontrar la puerta que conducía a la biblioteca del sótano. El instinto le empujaba hacia el Salón de Mármol y, aunque no comprendía la causa, su sentido de autodefensa le obligó a seguir hasta el fin. Cuando entró en la biblioteca, apenas si podía tenerse en pie.

Las luces estaban encendidas, indicando que alguien había estado hacía poco allí y pensaba volver. Pero nada se movía entre las turbias sombras. Tarod se derrumbó contra un estante, haciendo caer un montón de libros a su alrededor y, con ojos nublados por el dolor, vio que la bóveda oscilaba y que la fuerte luz de las antorchas rebotaba en las paredes, haciendo que se torciesen y combasen. ¿Por qué había venido aquí? Aquí no había nada para él... Su confusa visión recorrió la estancia... , hasta que le pareció que veía mo verse algo en la puerta que daba al Salón de Mármol.

Con un tremendo esfuerzo, se levantó y se dirigió a aquella puerta. Tenía que haber estado cerrada, pero no lo estaba..., sino que se abrió al apoyarse en ella, de modo que cayó de rodillas y miró, medio a ciegas, al pasillo.

Un ruido como de huracán zumbó en sus oídos, y vislumbró una cara enloquecida, fantástica, que pareció avanzar contra él en el pasillo antes de desvanecerse. Después, otra, y una tercera, todas ellas desencajadas, burlonas, mofándose de su delirio. La pesadilla empezaba de nuevo...

Recuerda... Vuelve...

Tarod jadeó, tratando de volver atrás mientras el sibilante murmullo resonaba en la lejana puerta de plata del final del pasillo. Pero su cuerpo se negó a obedecerle.

Recuerda...

Algo venía por el pasillo, avanzando inexorablemente hacia él. No caminaba ni corría, sino que parecía deslizarse sin una fuerza motriz propia, como en sueños. La cara, su misma cara, sonreía, pero aquella sonrisa era una ilusión, una máscara humana que ocultaba algo mucho más terrible. Los ojos rasgados cambiaban constantemente de color, y los cabellos rubios ondearon, agitados por una fuerte corriente de aire mientras la aparición levantaba los brazos y extendía hacia él las manos delgadas y de largos dedos. El suelo empezó a vibrar debajo de Tarod, y una nota musical, débil pero estridente, brotó de aquella lúgubre figura, haciendo que quisiera taparse los oídos. Pero no podía hacerlo; sus músculos estaban rígidos, agarrotados...