Los labios de aquel ser se entreabrieron y pronunciaron una sola palabra. Un momento después, Tarod oyó su propio nombre murmurado en su mente y, al extinguirse el eco, algo se rompió dentro de él, poniendo fin al espantoso hechizo. El terror le devolvió la fuerza que le había quitado la droga, y volvió atrás, cruzó tambaleándose la puerta y la cerró de golpe contra la visión que se acercaba.
—¡Basta de pesadillas! —gritó, y su voz cansada y enloquecida resonó en el sótano—. ¡Vuelve al lugar del que has venido! ¡No puedo aguantarlo más!
Las dos personas que bajaban en aquel momento la escalera del sótano y se dirigían a la biblioteca se detuvieron en seco al oír aquella voz demencial.
Themila Gan Lin palideció visiblemente.
—En nombre de... —empezó a decir, y se interrumpió.
Había algo familiar en aquella voz apenas reconocible, y un terrible presentimiento se apoderó de ella.
Keridil le tocó un brazo, haciendo ademán de que no se moviese.
—Espera aquí —dijo en voz baja—. Iré a ver qué pasa.
Un fuerte golpe sonó en la biblioteca mientras él bajaba los últimos peldaños, y Themila vio que se llevaba instintivamente la mano a la espada de hoja corta que pendía de su cinturón. Era un signo de su rango más que un arma útil, y ella se preguntó, temerosa, si debería ir en busca de más ayuda. Si había un peligro real en el sótano, Keridil estaría prácticamente desarmado.
Pero era de tarde para preocuparse por la seguridad de Keridil. Éste había llegado a la puerta y la estaba empujando. Vio que vacilaba, y después...
¡Tarod!
— ¡Oh dioses... !
Lo que más temía Themila se había confirmado, y bajó corriendo la escalera.
Al entrar en la biblioteca, un segundo ruido anunció la caída de todo un estante de libros, que levantaron una nube de polvo al chocar contra el suelo. A través de ella, vieron a Tarod de espaldas contra la pared, sacudiendo violentamente la cabeza, como si luchase por libra r-se de un monstruoso atacante que sólo él podía ver. Tenía los dientes apretados en su tremendo esfuerzo por respirar, y estaba empapado en sudor. Sin detenerse a pensar, Themila iba a correr hacia él, pero Ke-ridil la contuvo.
— ¡No le toques! —susurró.
—Pero está...
—¡He dicho que no le toques!
Sus voces penetraron en la angustiada y aturdidamente de Tarod, y entonces éste les vio. Keridil avanzó cautelosamente en su dirección, y algo se disparó en el confuso cerebro de Tarod. Cabellos rubios... cabellos rubios... cabellos de oro... Este demonio era el responsable de su amorfa terrible pesadilla... era el enemigo...
Mátale... Destruyele...
Agarró con una mano el cuchillo que llevaba en la cadera, y la fría empuñadura provocó en su interior una extraña mezcla de confianza y sed de sangre. Dio un paso adelante, pero ni Keridil ni The-mila advirtieron la amenaza. Ambos miraban, pasmados, al doble de Tarod, que se había materializado, de pronto, detrás de él. Era un fantasma en negativo (sombra y luz, oro y negro) del hombre vivo, y Themila sintió como si un puño la golpease violentamente en el estómago cuando una helada ráfaga de energía maligna sopló a través del sótano. Aquel golpe fue un aviso; cuando, con un tremendo esfuerzo, logró salir de su estado casi de trance, alcanzó a ver a Tarod al acecho, el brillo enloquecido de sus ojos, el cuchillo...
— ¡Cuidado! —chilló, en el momento en que Tarod iniciaba el salto.
Un puro reflejo salvó a Keridil de la cuchillada. Se inclinó a un lado y levantó un brazo para protegerse la cara; la hoja se clavó en su antebrazo, produciéndole una herida profunda que él apenas sintió. El propio impulso hizo perder el equilibrio a Tarod, que dio un traspié; después giró en redondo y se agachó, pero la mano que sostenía el cuchillo temblaba violentamente. Cuando atacó por segunda vez, Keridil le dio un golpe, sólo uno.
Era como luchar con un niño. El cuchillo cayó de la mano de Tarod y, por un instante, un destello de cordura volvió a sus ojos verdes. Entonces cayó al suelo.
Themila se arrodilló junto a Tarod, sintiendo que el corazón le palpitaba dolorosamente, mientras Keridil daba la vuelta a aquel cuerpo insensible. Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar de lo que acababan de ver, pero Themila sentía la fuerte (y se confesó que cobarde) necesidad de salir del sótano lo antes posible. Se puso trabajosamente en pie, esforzándose por no mirar a los tenebrosos rincones de la biblioteca.
— Iré a buscar ayuda — dijo—. Necesitaremos al menos otro hombre para sacarle de aquí.
Keridil trataba de tomar el pulso a Tarod, pero no podía encontrarlo. —Sí, y envía a alguien en busca de Grevard.
Ella vaciló un instante al llegar a la puerta y miró hacia atrás, como esperando ver de nuevo la terrible aparición que se había manifestado tan fugazmente en el momento crítico. Lo único que vio fue que Keridil, con los ojos cerrados, hacia la señal de Aeoris y murmuraba lo que ella presumió que era una oración sobre el cuerpo inmóvil de Tarod.
Cuando Keridil y otros dos hombres llevaron a Tarod a sus habitaciones en una camilla improvisada, un numeroso grupo se había reunido en el pasillo. Las noticias, en especial las malas noticias, circulaban de prisa en el Castillo, pero los curiosos tuvieron que contentarse con unas pocas y secas palabras de Keridil sobre un «accidente».
En cuanto entraron en la habitación exterior, los hombres advirtieron el persistente olor del brebaje que había preparado Tarod. Uno de ellos se volvió hacia la puerta, lanzando una maldición que era también una protesta, y Keridil sintió náuseas y señaló frenéticamente las ventanas para que las abriesen. Themila llegó en el momento en que acostaban a Tarod en la posición más cómoda posible, y dijo que Grevard no se hallaba en sus habitaciones, pero que le estaban buscando con urgencia.
— Pero ese olor... — Se tapó la boca con una punta del chal y tosió—. En nombre de Aeoris, ¿qué es eso?
—No lo sé... Me recuerda algo, pero no puedo identificarlo.
—Ese frasquito... —dijo Themila, al fijar su aguda mirada en la mesa junto a la ventana—. Hay algo en él...
Keridil tomó la ampolla y la olió aprensivamente. Su estómago se contrajo cuando el fuerte hedor penetró en sus fosas nasales, y apartó rápidamente el pequeño recipiente.
—Sea lo que fuere, es mortal... Por todos los dioses, ¿dónde está ese maldito médico?
Como respondiendo al grito desesperado de Keridil, se oyó la voz de Grevard en la habitación exterior, acallando autoritariamente el parloteo.
—¿Qué pasa, Keridil?
El médico iba despeinado y con la ropa arrugada, cosa que, en circunstancias más felices, habría divertido a Themila. Grevard no se había casado, pero todavía le gustaba pasarlo bien cuando había una mujer dispuesta a complacerle. Pero ahora adoptó su actitud más profesional. Keridil le puso en antecedentes, con las menos palabras posibles, y Grevard examinó la taza. Su expresión se nubló después de olerla.
— ¡Raíz de la Rompiente! Por todos los dioses, ¿de dónde sacó esto? Es el narcótico más peligroso que se conoce.
— Miró un instante la figura inmóvil sobre la cama. Después dijo—: Quiero que todo el mundo salga de estas habitaciones. Vosotros, Keridil y Themila, podéis quedaros si queréis; pero todos los demás deben marcharse.
Así lo hicieron, y Grevard cerró la puerta tras ellos. Cuando volvió, empezó a examinar a Tarod, y Themila fue la primera en romper el silencio.
—Grevard, ¿qué puedes hacer por él?
El médico siguió con su trabajo, sin responder de momento. Después se irguió, suspiró y dijo: