—Nada.
—¡Nada! — Keridil se apartó de la ventana, levantando la voz en son de protesta—. Pero...
—La cuestión es sencilla, por mucho que te disguste —le interrumpió vivamente Grevard —. La Raíz de la Rompiente, ése es su nombre, es una droga muy valiosa si se emplea correctamente. Usada incorrectamente es mortal, y no hay ningún antídoto contra ella. —Se volvió de nuevo hacia la cama, levantó un párpado de Tarod e hizo una mueca—. Lo que no comprendo es por qué quiso Tarod emplear... , envenenarse, maldita sea.. , con esta droga.
—¿Crees que lo hizo él? —preguntó Keridil con incredulidad, y Grevard lanzó un bufido.
—No seas tonto, Keridil; ¡claro que fue él! ¿Crees que habría manera de persuadir o engañar a alguien, y menos a Tarod, para qie bebiese una pócima como ésa? Además, no hay homicidas entre nosotros.
Keridil sacudió, desalentado, la cabeza.
— ¿Tarod un suicida? ¡No puedo creerlo, Grevard!
—Entonces será mejor que empieces a pensar en explicación más convincente. Pudo equivocarse al preparar el brebaje; esto sería lo más lógico. Pero no hay que ser un genio para hacer bien la preparación, y me cuesta creer que un hechicero del séptimo grado cometiese errores tan burdos.
Cuando Keridil miró a Themila, ésta desvió la mirada y dijo en voz baja:
—Tal vez hay circunstancias en que cualquiera puede cometer un error...
Grevard la miró con dureza.
—Tal vez sí. Pero de momento esto no importa. Lo único que me interesa es su estado físico. Más tarde podremos preocuparnos de su condición mental... si es que sobrevive.
Estas palabras impresionaron a los dos, y Themila exclamó:
—¡Tiene que sobrevivir! No vas a pensar, Grevard...
No pudo terminar. Al vers u cara, el médico suavizó el tono.
—Lo siento,Themila; a veces soy más brusco de lo que quisiera. Pero la verdad es que no lo sé. Tarod tiene una constitución muy peculiar; probablemente, tu y yo habaríamos muerto a los pocos minutos de tragar ese brebaje. Pero el hecho de que él haya sobrevivido hasta ahora demuestra su vigor. Si es posible que algún mortal resista este grado de intoxicación, entonces si, creo que vivirá. —Empezó a recoger su instrumental— ¿Informaréis de esto a Jehrek, o queréis que lo haga yo? Tendrá que hacerse una investigación a fondo.
—Yo hablaré con mi padre.
A Keridil no le entusiasmaba la entrevista, pues sabía lo que diría Jehrek. El Sumo Iniciado no había olvidado nunca sus primeros resentimientos acerca de Tarod y, aunque siempre se había mostrado escrupulosamente justo en su trato con el hechicero de negros cabellos, recriminaba a Keridil que la amistad no le dejara ser imparcial. Keridil preveía una fuerte reprimenda por haber permitido que las cosas llegasen a este punto sin emprender ninguna acción.
—¿Me mantendréis informado de lo que descubráis? —preguntó Grevard.
—Sí, sí, desde luego.
— Bien. Le visitaré con regularidad, pero quiero que alguien esté continuamente a su lado. Si se produce algún cambio, debéis llamarme inmediatamente.
Keridil asintió con la cabeza y el médico apoyó una mano en su hombro.
—Lo único que siento es no poder hacer nada más por él.
—Estás haciendo todo lo humanamente posible.
Keridil convenció a Themila de que se marchase con Grevard y, cuando hubieron salido, se sentó en el borde de la cama y miró a su amigo. La cara de Tarod estaba palidísima, a excepción de sus hundidas ojeras; su respiración era irregular, como un estertor. Parecía que podía morir en cualquier momento. Durante un rato, Keridil observó su rostro inmóvil, tratando de no pensar en los tormentos que le habían llevado a tan desesperado y tal vez fatal extremo. Las señales habían sido claras para cualquiera que fuese capaz de verlas, y aunque él las había visto, no había actuado a tiempo.
Pero había más, mucho más, de lo que hasta aquí había podido ver cualquiera, pensó Keridil, y se estremeció, de pronto, como presa de una premonición. Había hecho mal en no informar a Jehrek: con anterioridad... Ahora tenía que reparar el mal.
Si no era demasiado tarde...
Tarod no recobró el conocimiento durante aquella noche, ni en muchos días y noches después. Los que velaban no informaban de ningún cambio en la figura inmóvil, y las ansiosas preguntas a Gre-vard, sobre todo por parte de Keridil y Themila, obtenían siempre la misma respuesta:
—Sin novedad. No puedo hacer nada más.
Sin embargo, dentro del deteriorado mundo de su mente, Tarod estaba, en cierto modo, despierto y alerta. Tenía la impresión de estar suspendido, fuera del tiempo, en un crepúsculo de sueño y delirio. Interminables secuencias de sucesos pasaban por su campo visual interior; revivía su pasado, aunque los recuerdos estaban tan deformados que sólo servían para crear una monstruosa confusión.
Entonces, al hacerse el coma más profundo, comenzaron a aparecer las caras. Al principio, eran furtivas y sutiles, pero al intensificarse las pesadillas, se hicieron más atrevidas, de manera que, dondequiera que se volviese, se enfrentaba a horribles semblantes que chillaban y le hacían muecas. Las desencajadas facciones, los insensatos ruidos que hacían muecas, le recordaban otro tiempo y otra vida en que había sido capaz de contender tranquilamente con estos espíritus menores y dominarles. Ahora era impotente contra sus ataques, y sólo podía volverse y retorcerse como atado con cuerdas invisibles, mientras aquel mar de caras bailaba a su alrededor y sus gritos retumbaban en sus oídos como un fuerte oleaje. Al final, los últimos hilos de su resistencia terminaron por romperse y el oscuro caos de la pesadilla se convirtió en la única realidad.
Pero luego se produjo un cambio. Al principio, la mente trastornada de Tarod apenas lo advirtió, pero, en definitiva, se dio cuenta de que los continuos horrores se desvanecían y daban paso a un vacío peculiar y tenso. Había algo familiar en la neblina de pálidos y fantásticos colores que llenaba el aire a su alrededor; algo familiar en las columnas vagamente visibles que se alzaban hacia un techo invis i-ble..., y, de pronto, volvió el recuerdo y Tarod se dio cuenta de que estaban en el Salón de Mármol.
No podía pensar con bastante claridad para preguntarse cómo le habían traído aquí y, en todo caso, parecía que su presencia era puramente astral. Pero el alivio que sintió al encontrarse en un lugar que le era conocido y en el que podía anclar su conciencia, fue indescriptible. Se volvió, se deslizó, buscando el punto de referencia que le era más familiar: los siete colosos de caras destrozadas que siempre le habían fascinado.
Estaban allí, amenazadoramente indiferentes en la resplandeciente niebla. Se lanzó hacia ellos, alargando mentalmente los brazos...
Una de las estatuas se movió. Tarod sintió una sacudida en su interior y se detuvo, mirando fijamente. De nuevo, y ahora de forma inconfundible, observó un temblor, como si la antigua piedra estuviese luchando contra siglos de inmovilidad, cobrando un fantástico aspecto de vida. Y mientras observaba, el perfil del coloso pareció oscilar y desintegrarse, metamorfoseándose en una figura humana, de tamaño natural, que se apeó con ligereza del pedestal de granito.
La cara, tan parecida a la suya, sonrió, y sus ojos cambiaban constantemente de color dentro del marco de cabellos de oro. No era un hombre mortal; las facciones cinceladas, la boca bella pero cruel, la alta y graciosa figura, eran demasiado perfectas para tener una humanidad real. Era un morador efe un mundo inimaginable.., y, cuando aquel ser tendió una mano de largos dedos a modo de saludo, Tarod le reconoció y sintió un terrible escalofrío, una sensación que le encantaba y repelía al mismo tiempo. Era el personaje que había estado presente en sus sueños, ¡el arquitecto de sus pesadillas!