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— Tarod... — dijo aquel ser, y su voz sonó clara y musical en la mente de Tarod.

Éste luchó contra la fuerza que le retenía y, por fin, pudo articular unas palabras.

—Tú..., ¿quién eres tú?

—¿No me conoces, Tarod? ¿No te acuerdas de Yandros? Recuerda...

Elementos de los sueños volvieron a él, y sintió un estremecimiento en lo más profundo de su alma. Conocía aquel nombre, lo conocía tan bien como el suyo y, sin embargo, no podía comprender.

Y el recuerdo era tan intenso que toda la voluntad del mundo no habría podido borrarlo de aquella oscuridad profunda...

—¿Por qué? —gruñó Tarod—. ¿Por qué me persigues?

Yandros no respondió a la pregunta, sino que le dirigió una mirada que le hizo palidecer todavía más.

— Te estás muriendo, Tarod — dijo al fin—. El veneno que has tomado está en tu sangre, y tal vez poner fin a tu vida mortal es lo que deseas, pero no es lo que nosotros deseamos para ti.

— ¿Nosotros?

Yandros, con un ademán evasivo, dejó también esta pregunta sin respuesta.

—Desde luego, tú eres dueño de tu voluntad; puedes disponer de tu vida como mejor te plazca. Pero no creo que desees realmente morir.

¿Lo deseaba? Se sentía terriblemente confuso, y trató de despejar su confusión y pensar más claramente. Nada le había importado su propia existencia cuando había destilado y bebido la pócima; pero ahora, al enfrentarse con la realidad de la muerte, sus puntos de vista cambiaban. Y la voluntad de Yandros parecía imponerse a la suya con una fuerza que era inútil tratar de combatir...

—Dices que me estoy muriendo —dijo, con voz ronca—. Por consiguiente, ¿qué pueden importar mis deseos?

—No digas esto. —Aquel ser sacudió la cabeza; la aureola de colores tembló un momento, y se inmovilizó de nuevo—. Yo puedo salvarte, si me lo pides. Pero esto tiene un precio.

Un rastro del antiguo humor cínico y negro se dibujó en la sonrisa con que le respondió Tarod.

—Ya me has dicho que mi vida está en tus manos, Yandros; no tengo nada mejor para ofrecerte.

—Al contrario. Hay una tarea... , un destino, podríamos decir... que debe cumplirse. Éste es el precio, amigo mío.

—¿Un destino? —El tono de Tarod era ahora burlón—. ¡Yo no soy un héroe!

— Sin embargo, eres el único habitante de este mundo que puede realizarlo. Y debe realizarse. —La voz de Yandros se hizo momentáneamente maligna—. Es algo ineludible, Tarod. Y un día lo comprenderás... y te alegrarás.

Los sueños... Tarod supo, de repente, que aquí estaba el origen de las pesadillas que le habían traído a este momento; la fuerza que le había estado llamando durante tanto tiempo; la razón de que él fuese diferente. Y comprendió que Yandros no había mentido cuando le había dicho que esta fuerza era ineludible. Si ahora le volvía la espalda, continuaría hostigándole y ya no tendría otra oportunidad. Esto, o la muerte: no había más alternativa.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —dijo, a media voz.

Yandros sonrió, triunfal.

—Nada, todavía. Tómate tiempo, y sabrás todo lo que tengas que saber cuando llegue el momento oportuno.

No tenía elección...

—Entonces, acepto —dijo.

Aquel ser, fuese lo que fuese, asintió con la cabeza. Por un instante, un destello malicioso brilló en sus ojos multicolores.

—Debes comprometerte con un juramento que jamás podrás romper. ¿Aceptas esto?

— Lo acepto.

—Entonces, no hay más que decir. Salvo que... —Yandros vaciló, y un malévolo regocijo tiñó, de pronto, su expresión burlona—. Las corrientes de la vida y de la muerte no pueden manipularse exc e-sivamente, una vez se han puesto en movimiento. Tú no morirás, Ta-rod; pero otra vida se acabará en vez de la tuya.

— ¿otra vida...? ¡No! ¡Esto no lo permitiré! —protestó Tarod.

—No puedes impedirlo —dijo Yandros, acentuando su sonrisa—. Has prestado juramento.

— ¡Lo he prestado bajo engaño! —Tarod sintió una mezcla de cólera y pánico—. Si me hubieses dicho...

—No te lo dije. Tal vez me olvidé de hacerlo; pero es demasiado tarde para volver atrás.

Con una sensación de vértigo, se dio cuenta de que Yandros le tenía atrapado. A causa de las maquinaciones de aquel ser, algún inocente tendría que morir en su lugar...

—Volveremos a vernos dentro de poco —dijo Yandros—. Y entonces verás claramente que hago lo que tengo que hacer. Mucho depende de ti, viejo amigo. No lo olvides.

—Alargó una mano y tocó ligeramente la mano izquierda de Ta-rod, rozando con los dedos el anillo de plata—. Tiempo. Ésta es la clave, Tarod.

Mientras el ser hablaba, Tarod empezó a experimentar una nueva sensación en el rincón más oscuro de su conciencia. Una pulsación lenta y regular, como los latidos del corazón de un monstruo, que casi rebasaba los umbrales de la conciencia, pero que pareció apoderarse de él y trascenderle, hasta que su espantoso ritmo llenó todo el Salón de Mármol. Un terrible y vago recuerdo pasó por la mente de Tarod, que miró frenéticamente a su alrededor a través de la temblorosa niebla del Salón, pero, antes de que pudiese concebir una respuesta, le falló la memoria y el recuerdo se desvaneció.

Bruscamente, el perfil de la figura de Yandros empezó a oscilar y a oscurecerse, y Tarod gritó:

— ¡Espera!

Tenía que preguntar, que saber muchas más cosas. Pero Yandros se limitó a sonreír.

—Yandros, ¡espera!

Su voz resonó en un súbito e impresionante vacío.

— ¡. . .Yandros!

El joven Iniciado de primer grado que había estado dormitando en una silla junto a la cama de Tarod se levantó de un salto, como si le hubiesen dado un latigazo, y el grueso volumen que presuntamente estudiaba cayó al suelo con un ruido sordo. Con el corazón palpitándole por la impresión, el muchacho miró al enfermo y estuvo a punto de gritar de espanto. El cuerpo de Tarod se estremecía en violentos espasmos debajo de la manta que le cubría, y tenía los ojos abiertos, mirando loca y ciegamente a ninguna parte, y parecía esforzarse en hablar o gritar.

— ¡Dioses!

El joven se echó atrás, sobresaltado, y después salió corriendo en busca de Grevard.

—Simik Jair Sangen me pidió una entrevista esta mañana —dijo Jehrek Banamen Toln.

— ¿El padre de Inista? — Keridil se puso inmediatamente alerta, aunque lo disimuló muy bien tomando su copa de vino de encima de la mesa y bebiendo un sorbo—. ¿Se la has concedido?

—Difícilmente podía negarme. Posee algunas de las mejores tierras de labranza de la provincia de Chaun, y necesitamos estar a bien con él si queremos recibir nuestros diezmos anuales sin demasiados regateos.

A Keridil se le encogió el corazón.

—Entonces, supongo que no hace falta que te pregunte lo que quería...

— Me ofreció una buena dote, Keridil. Cree que Inista y tú formaríais una pareja perfecta... , y sus argumentos fueron muy convincentes.

Keridil se levantó y empezó a pasear impaciente por la habitación, ocultando a su padre la expresión de su semblante. Sabía que un hombre destinado a ocupar uno de los puestos más importantes del mundo debía contar con la estabilidad que le daría una esposa de buena crianza, y había advertido la preocupación de Jehrek porque él no había mostrado, hasta el momento, deseos de casarse. En las clases altas, se concertaban muchas bodas por razones de posición o de cón-veniencia, y la mayoría de ellas daban buenos resultados. Si su padre le hubiese propuesto una candidata con la que pudiese vivir de un modo aceptable, habría cumplido su deber y aceptado. Pero no Inista Jair...

Por fin se volvió de nuevo hacia el anciano.

— ¿Es esto lo que piensas, padre? ¿Que sus argumentos son convincentes?