Jehrek suspiró, mirando a su único hijo con una mezcla de afecto y melancolía. Normalmente, disfrutaba en estas tranquilas veladas ocasionales, en las que tenía tiempo de comentar tranquilamente los asuntos del Círculo y del Consejo y, quizás, de profundizar un poco más en las lecciones tan necesarias para Keridil, si había de sucederle un día como Sumo Iniciado. Pero a veces podía percibir la guerra personal que se desarrollaba en el alma de su hijo; el conflicto entre las exigencias del deber y el deseo de ser libre y dueño de sus actos tan propio de los jóvenes. En ocasiones, esta guerra se manifestaba y provocaba choques entre los dos, y esto era algo que Jehrek lamentaba profundamente; pero sus responsabilidades estaban claras y creía que, poco a poco, estaba ganando la batalla. El Círculo necesitaba un líder fuerte en el futuro; alguien que pudiese mantenerse firme contra la insidiosa ola de cambio y de incertidumbre que Jehrek sentía, en lo más hondo de su ser, que empezaba a invadir el mundo en general y el Castillo en particular. Todavía era un miedo vago, a pesar de que la preocupación había ido aumentando con los años, y Jehrek sentía que ahora era ya demasiado viejo y estaba demasiado agotado para tener esperanzas de librarse de él.
Si Malanda hubiese vivido, tal vez su labor habría sido más fácil. Desde el día en que se había casado con Malanda Banamen, ella había sido no solamente su áncora, sino también su talismán y una fuente de sabiduría práctica y sensata. Morir al dar a luz, dar su vida por su único hijo... era una ironía contra la que Jehrek casi no había tenido fuerza para luchar, y sólo su arraigada creencia en la justicia inconmovible, aunque a veces incomprensible, de los dioses, le había sostenido entonces. Pero Keridil, que había crecido sin una madre (Themila Gan Lin, a su vez viuda y sin hijos, había hecho cuanto había podido por él, pero sin dejar por ello de ser una suplente), no había tenido la misma áncora a la que agarrarse en sus años de formación. Y ahora, tal vez, ambos lo estaban pagando.
Por fin trató de responder a la pregunta de su hijo, pero se encontró con que el espectro de su esposa, muerta hacía tanto tiempo, se interponía entre él y lo que quería decir. No podía desear para su único hijo un mejor partido que Inista Jair..., pero su propio matrimonio había sido por amor...
—Sí —dijo al cabo de un rato—. Sus argumentos fueron convincentes. Pero antes de que tomemos una decisión, me gustaría saber lo que piensas tú del asunto.
Keridil se mordió el labio.
— ¿Quieres que sea sincero?
—Desde luego.
Keridil se disponía a hablar, cuando vio algo a través de la ventana sin cortinas que distrajo su atención. Había movimiento en el patio...
—Discúlpame, padre...
Se acercó en tres zancadas a la ventana y miró a través del cristal. Entonces, según le pareció a Jehrek, lanzó una maldición en voz baja.
—¡Keridil! —El Sumo Iniciado se puso enérgicamente en pie—. ¿Qué sucede?
—Me pareció... ¡Sí! Es Koord, que corre como si en ello le fuese la vida...
—¿Koord?
Jehrek estaba perplejo, y Keridil hizo un ademán de impaciencia.
—El muchacho, el Iniciado de primer grado que ha estado velando a Tarod...
El Sumo Iniciado frunció el entrecejo.
—Tal vez ha habido algún cambio. Si es así, ¡se ha producido con mucho retraso!
—Padre, tengo que ir a ver qué pasa.
Keridil corría ya hacia la puerta, impulsado por una premonición que eclipsaba todas las demás consideraciones. Pero Jehrek protestó:
—¡Nada puedes hacer, hijo mío! Deja esto en manos de Grevard, al menos hasta que hayamos...
Keridil interrumpía raras veces a su padre, pero ahora lo hizo.
—No... , tengo que ir. Perdóname.
Abrió la puerta y se disponía a salir al pasillo, cuando un súbito grito de Jehrek le detuvo en seco.
—¡Keridil!
El anciano seguía en pie, pero se había doblado, de pronto, por la cintura, como presa de un terrible dolor. Agitó ciegamente una mano en dirección a Keridil, en una petición de auxilio que no podía expresar con palabras.
—¡Padre! —Los ojos de Keridil se desorbitaron de espanto—. Padre, ¿qué es? Qué te pasa?
Su única respuesta fue un jadeo ahogado, y Jehrek se tambaleó. Keridil corrió hacia él y llegó justo a tiempo de sujetar al Sumo Iniciado antes de que cayese al suelo.
Poco a poco, Tarod fue advirtiendo un dolor casi intolerable en todo el cuerpo y creyó ver una habitación oscura, con un solo rayo de luz fría filtrándose a través de la cortina medio corrida. Gradualmente fue recobrando sus sentidos y creyó percibir otra presencia a su lado; pero esta vez no se trataba de un regreso al mundo de las pesadillas. Cautelosamente, inseguro de su propio estado físico y mental, Tarod abrió los nublados ojos.
No se había equivocado: se hallaba en una habitación y la luz era la que proyectaban las lunas gemelas por encima de las murallas del Castillo. Y había alguien más presente...
Una mano pequeña, fresca y firme le tocó la frente. Trató de levantar un brazo para asir aquellos dedos, pero no tuvo fuerza para hacerlo. Entonces la figura se acercó más y reconoció a Themila Gan Lin.
— ¡Tarod! ¿Puedes oírme?
Sus palabras despertaron un recuerdo que le hizo retroce der nu-chos años y evocar el momento en que había despertado del delirio producido por el dolor y el peligro, y se había encontrado por primera vez en el Castillo. Pero no era una ilusión; había vuelto al mundo de la realidad.
Quiso responder a Themila, pero su garganta estaba demasiado seca. Ella le acercó una taza a los labios; el agua fresca fue para él como el más dulce de los vinos y aflojó el nudo que tenía en la garganta, hasta que pudo hablar.
— Themila...
Estaba demasiado débil para poder tocarla, pero al menos le pudo sonreír.
La voz de Themila tembló al murmurar:
—No trates de moverte. Grevard vendrá en cuanto pueda.
— ¡Oh, sí!
Estaba vivo. Le costaba creerlo. Pero estaba vivo.
—¿Es de noche? —preguntó, cuando hubo recobrado sufi cien-temente la voz.
— Noche cerrada — le dijo Themila, con voz extrañamente entrecortada, cosa que él no comprendió—. ¡Oh, Tarod..., hemos temido tanto por tu vida! Grevard había perdido toda esperanza, y ahora... — Se levantó y se acercó a la ventana, contemplando la oscuridad bañada por la luz de la luna—. Tal vez sea un buen presagio, a pesar de todo...
Tarod estaba perplejo. Como todavía tenía la mente con fusa, podía recordar muy poco de los sucesos que le habían provocado aquel delirio, y todavía menos de sus experiencias durante el coma. Pero algo se agitaba en lo más recóndito de su memoria...
Themila abrió un poco más las cortinas y, por primera vez, él la vio claramente. Llevaba un traje de noche largo, con una capa y, encima de la capa, una banda púrpura desde el hombro izquierdo hasta la cadera derecha. El púrpura era el color de la muerte... Themila estaba de luto.
Tarod trató de incorporarse y maldijo su debilidad, que le impedía hacerlo.
—Themila..., esa banda...
Ella se volvió de nuevo hacia la cama, pero antes de que pudiese responder se abrió la puerta del dormitorio y entró Keridil. Llevaba una linterna que proyectaba una fuerte luz sobre su cara, y Tarod vio inmediatamente la tensión que se reflejaba en sus facciones. Keridil se acercó y le miró, pero pareció incapaz de hablar. Y Tarod vio que sus ojos estaban enrojecidos y que también él llevaba una banda púrpura, idéntica a la de Themila salvo por un sencillo dibujo bordado en oro debajo del nudo del hombro.
Un doble círculo, cortado por un rayo. Solamente existía una banda como ésta, y sólo un hombre en todo el mundo tenía derecho a llevarla. Era la banda del Sumo Iniciado que llevaba luto por su predecesor.