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Estenya suspiró. No sabía si él tendría en cuenta su advertencia; siempre había sido reservado, pero últimamente su mente se había convertido en un libro cerrado para ella. Lo único que podía hacer era esperar, y tratar de pasar aquel día lo mejor posible.

La muchedumbre se agolpaba en las calles de la ciudad cuando el muchacho se encaminó a la plaza principal. Se alegraba de verse libre de la sofocante estrechez de su hogar, donde nunca parecía capaz de hacer algo a derechas, pero al mismo tiempo no se sentía muy entusiasmado por el día que le esperaba. A pesar de que se presumía que era una fiesta alegre, el Primero del Trimestre solía ser una celebración solemne y aburrida. La gente se preocupaba tanto por exhibir su posición y su dignidad que parecía haber olvidado el verdadero carácter de la celebración. Y aquel día con el sol trazando un arco bajo en el cielo y las últimas e hinchadas nubes cerniéndose todavía a lo lejos, tierra adentro, el Rito prometía ser más triste que nunca.

La procesión empezaba a desfilar cuando el chico llegó a la plaza, y los tambores rituales habían iniciado su fúnebre, lento y grave redoble. La larga comitiva, en doble fila, de los Consejeros de la Provincia, los religiosos y los ancianos, precedidos por la majestuosa figura del Margrave provincial, estaba iluminada por una débil luz roja, que era todo lo que el cielo podía ofrecer en esta época del año, y que hacía que hasta en la zona más próspera de la ciudad todo pareciera mezquino y pequeño. Incluso las siete estatuas de los dioses, adornadas con guirnaldas, que se bamboleaban sobre sus andas por encima de las cabezas de los que iban en procesión, parecían grotescas e indignas, desgastadas por el tiempo después de tantos años de gloria. El muchacho se movió despacio entre la muchedumbre, recordando la recomendación de su madre de que no se dejara ver demasiado, y se situó en la entrada de un estrecho pasadizo que conducía a un laberinto de callejuelas. Inquieto e indiferente a la ceremonia, sintió alivio cuando, como había casi esperado, oyó una voz que le llamaba:

— ¡Primo!

La cara del muchacho se iluminó con una sonrisa.

— Coran...

Olvidó inmediatamente la advertencia de Estenya y se abrió paso entre la apretujada muchedumbre para reunirse con el jovencito de cabellos castaños. El contraste entre la ropa elegante de Coran y la camisa, el jubón y los desgasta dos pantalones de su primo era algo que éste trataba, generalmente sin éxito, de no advertir. Las diferencias no habían sido nunca una barrera a la amistad, y ahora Coran se puso de puntillas para murmurar al oído de su primo:

—Aburrido como siempre, ¿no? Yo traté de encontrar alguna excusa para no venir, pero mi padre no quiso ni oír hablar.

El otro entornó los ojos verdes y esbozó una sonrisa lobuna.

—Hemos venido, como nos han mandado. Es suficiente, ¿no?

Coran miró rápidamente a su alrededor, para ver si alguien había oído esta invitación a la desobediencia.

— Nos darán una paliza si nos descubren — dijo, con inquietud.

El otro se encogió de hombros.

—Una paliza termina pronto —observó. Había sufrido demasiadas veces este castigo para que ya le importara —. Y si vamos al río, nadie se enterará de que no hemos seguido la procesión hasta el fin.

—Bueno...

Coran vaciló, menos inclinado que su primo a desafiar la autoridad, pero la tentación era demasiado grande como para resistirla. Se deslizaron juntos por el pasadizo y caminaron por los estrechos callejones hasta que alcanzaron el malecón del río, en el extremo este de la población. Aquí se celebraría el Rito Principal; las estatuas serían ceremoniosamente lavadas en la fangosa corriente, para simbolizar el renacimiento de la vida en la tierra, y se pronunciarían interminables discursos antes de que el baile, siempre formal y tedioso, pusiera término a la celebración.

Pero ahora el muelle estaba desierto. Pequeñas embarcaciones de carga recién llegadas de Puerto de Verano se balanceaban en la marea menguante, y el chico de cabellos negros se sentó en cuclillas cerca del agua, contemplándolas reflexivamente. Con frecuencia había soñado en escapar de su vida actual, subir disimuladamente a uno de aquellos barcos y navegar hacia otra parte del mundo donde pudiera vivir sin estigmas. Nadie le añoraría, ya que nadie se preocupaba de él. Era un estorbo, hasta para su madre; ni siquiera tenía apellido de clan y el nombre que le había dado Estanya raras veces era usado. En la soledad de su habitación se había inventado otro nombre, pero nadie lo conocía, pues nunca lo pronunciaba en voz alta, por miedo a que se lo quitasen si lo descubrían. Sin embargo, el muchacho sentía en el fondo de su ser que, por alguna razón, era distinto. Esta convicción era el único salvavidas que había mantenido a flote su ánimo solitario al acercarse a la adolescencia, y últimamente había empezado a empujar le cada vez más hacia la idea de escapar.

Lo habría dado todo por ver el mundo. Con frecuencia caminaba las siete millas hasta Puerto de Verano para hacer algún recado, y le habían dicho que, si aguzaba la vista, podía ver, desde los altos cantiles del Puerto, la Isla de Verano, residencia del Alto Margrave, gobernante de todo el país, en la brumosa lejanía, mar adentro. Lo había in tentado, pero nunca había conseguido verla. Ni había contemplado jamás lo que se decía que era la vista más impresionante del mundo: la Isla Blanca, muy hacia el sur, donde, según la leyenda, el propio Aeo-ris, el más excelso de los dioses, se había encarnado en forma humana para salvar a sus fieles de las fuerzas del Caos.

El muchacho tenía una afición insaciable por la mitología de su tierra; una afición frustrada por el hecho de que nadie había tenido tiempo o paciencia para contarle lo que él quería saber. Le habían enseñado, eso sí, a adorar a los dioses, había aprendido sus enseñanzas y rezaba todas las noches. Pero era mucho más lo que quería saber, lo que necesitaba saber. A veces asistían a los festivales las Hermanas de Aeoris, las religiosas encargadas de mantener vivas todas las tradiciones del culto, pero nunca había hablado con ninguna de ellas y, en todo caso, no habrían podido satisfacer su sed de conocimiento. Lo que realmente ansiaba era conocer a un Iniciado.

La mera palabra Iniciado provocaba un escalofrío de excitación en el muchacho. Sabía que aquellos hombres y mujeres eran la verdadera encarnación del poder en el mundo: misteriosos, inalcanzables, ocultos. Vivían en una fortaleza inexpugnable en la Península de la Estrella, muy hacia el norte, en el mismo borde del mundo, y cualquiera que desafiase su palabra atraía sobre sí toda la ira de los dioses. Los Iniciados eran filósofos y hechiceros, pero los hechos aparecían mezclados con rumores y habladurías: historias, le habían dicho, que no eran aptas para los oídos de un niño. Pero, fuese cual fuese la verdad, los Iniciados infundían respeto y miedo. Respeto, porque servían a los Siete; miedo, por la manera en que les servían. Se decía que los Iniciados comulgaban con el propio Aeoris y obtenían de él unos poderes que ningún mortal ordinario podía comprender, y menos ejercer. Un conjunto de especulaciones, medias verdades y fábulas.. , pero despertaban la imaginación del muchacho que deseaba saber más y más. Dando rienda suelta a su fantasía, se imaginaba que huía muy lejos, cruzando llanuras, bosques y montañas, hasta que encontraba a los Iniciados en su fortaleza...

Había sido esta fantasía la que le había metido la idea en la cabeza... El y Coran habían estado lanzando distraída mente piedras al río mientras se iba acercando lentamente el clamor de la procesión. La vanguardia todavía tardaría en llegar; quedaba el tiempo suficiente para poner en práctica el pensamiento que había inflamado súbitamente su imaginación.