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Y entonces recordó. Yandros..., una vida por una vida... Con una fuerza que no creía tener, Tarod se agarró a la columna más próxima a la cama y se incorporó, venciendo el dolor. Sus ojos, fijos en Keridil, reflejaban un tormento que éste no comprendió. Al fin dijo:

— ¿Qué ha pasado?

—Mi padre murió hace dos horas, al salir la primera luna.

Keridil se sentó sobre la cama, con la cabeza gacha, y las manos hundidas en los rubios cabellos, como si estuviese desesperadamente cansado.

Tarod cerró los ojos para impedir el paso a los pensamientos que querían infiltrarse en su mente.

—Que Aeoris reciba su alma... —murmuró.

CAPÍTULO 8

Las letras de la página del libro bailaban ante los ojos de Tarod, convirtiéndose en imágenes enmarañadas carentes de sentido. Respiró hondo, pellizcándose el puente de la nariz con el índice y el pulgar; después sacudió su mata de negros cabellos y quiso seguir leyendo.

Fue inútil. Se había esforzado durante demasiado tiempo y su cerebro se rebelaba contra las interminables horas de lectura. Suspiró, cerró el libro y cruzó la biblioteca para devolverlo. Al empujar el lomo de mal grado, para colocar el volumen en línea con sus comp añeros, oyó unas pisadas que se acercaban, miró hacia abajo y vio a Themila que, con los brazos en jarras, le dirigía una mirada acusadora.

— ¿Es que no aprenderás nunca, Tarod? Sabes lo que dijo Grevard. ¡Nada de esfuerzos mentales hasta que él declare que estás completamente recuperado! Y te encuentro aquí, cuando hace apenas siete días que te has levantado de la cama...

Tarod le impuso silencio apoyando ligeramente un dedo en sus labios; después se inclinó para darle un beso en la frente, mientras ella seguía refunfuñando.

—Precisamente había acabado.

Habría podido añadir «y fracasado», pero no lo dijo. Ni Themila ni Keridil sabían el tiempo que había pasado buscando entre aquellos libros antiguos, ni la razón de que lo hiciese; pero todavía quería guardar el secreto.

— ¡No tendrías que haber empezado! — le amonestó Themila—. ¡Después de todo lo que has sufrido... !

—Por favor, Themila... —La asió de los hombros y la sacudió con delicado afecto—. Agradezco tu interés, te lo aseguro. Pero entre tú y Keridil, me convertiríais en un inválido, si os dejase. Estoy bien, Themila. Y ahora, ¿quieres dejar de cuidarme como una madre durante todas las horas del día?

Ella se mordió el labio, confusa, y después suavizó su actitud.

—Si hubiese tenido un hijo la mitad de revoltoso que tú, ¡tendría los cabellos blancos! Pero, bueno, reconozco que no podrías hallarte en mejor estado. Y siendo así, ¿por qué no duermes un poco, para prepararte para mañana?

Él se había olvidado de mañana...

— En primer lugar — prosiguió Themila —, me prometiste acompañarme en el desfile. Y aprecio en lo que vale este honor: no es frecuente que una simple Iniciada de tercer grado tenga ocasión de aparecer en ceremonias importantes con un distinguido Adepto. Además, tu nombre está en la lista del palenque.

—¿Qué?

— Sí. Mira la lista que está colgada en el comedor, si no me crees. Te inscribiste hace tres noches, a ruegos de Keridil.

—Debía de estar borracho.

—Lo estabais... los dos, ¡y menudo espectáculo disteis!

—Themila se echó a reír al recordarlo, sabiendo que tanto Tarod como Keridil habían tratado de mitigar, después de la muerte de Jeh-rek, un sentimiento que no podía borrarse por medios normales—. Pero esto no cambia el hecho de que estás inscrito para enfrentarte a Rhiman Han en las primeras pruebas de equitación y demostrar a nuestros honorables invitados que los Iniciados son algo más que pálidos y arrugados ascetas.

—¡Por todos los dioses... !

Tarod pareció disgustado, pero, en realidad, la pequeña magia de Themila empezaba a surtir efecto. Nadie, alto o bajo, podía escapar a las exigencias de la celebración de siete días que empezaría con la próxima aurora... , y tal vez esta diversión era lo que él necesitaba ahora, más que las píldoras o las pócimas de Grevard o que las negras elucubraciones de su propia mente...

Tendió ambas manos, dándose por vencido.

—Muy bien, Themila, ¡tú ganas! Me iré a la cama, ¡y no volveré a leer ni a estudiar hasta que terminen las fiestas!

La besó de nuevo, esta vez en la mejilla, cerca de los labios, y ella le vio salir de la biblioteca, con una mezcla de amor y preocupación.

Algo andaba todavía terriblemente mal en Tarod. Themila lo sabía con absoluta certidumbre, pero estaba tan lejos como siempre de comprender la verdad. Tarod eludía hábilmente todos sus intentos de sondearle y, especialmente desde que Grevard le había permitido salir de sus habitaciones, se había mostrado exteriormente tan contento que a menudo se preguntaba si sus presentimientos no eran fruto de su imaginación. Pero la intuición era una vieja amiga de Themila, y la intuición le decía que aquel aspecto exterior era una máscara. Algo había, en el fondo de Tarod, que ni siquiera podía tratar de comprender y, en sus momentos de debilidad, tenía que confesar que la asustaba. De buen grado se habría esforzado en dominar este miedo para ayudarle, pero mientras él no estuviese dispuesto a hablar con más franqueza, tenía las manos atadas.

Hizo un esfuerzo para sobreponerse y recordar el motivo que la había traído a la biblioteca: un rollo, una de las antiguas narraciones históricas que necesitaba releer para preparar una clase para los niños. Cuando lo hubo encontrado, se lo puso bajo el brazo y se encaminó a la puerta del ahora silencioso sótano. Se detuvo en el umbral, para mirar por encima del hombro, y recordó la noche en que Keridil y ella habían encontrado a Tarod delirando en esta estancia. La imagen había sido tan fugaz que parecía irreal; pero era algo que había sucedido. Y había tenido consecuencias que, según creía, todavía no habían sido descubiertas, ni comprendidas por nadie...

Temblando, y diciéndose que no era más que por el frío del otoño que empezaba, subió rápidamente la escalera.

Tarod ya no tenía miedo de dormir, pero, no obstante, esta noche le costaba conciliar el sueño que sabía que necesitaba. El verano estaba gastando una última broma pesada antes de despedirse y el aire era extrañamente sofocante. Había salido una luna, y su luz, verde y pálida, se filtraba a través de la ventana mientras él yacía en la cama; sin embargo, Tarod sabía que ni el calor ni la luz de la luna tenían la culpa de su inquietud.

Mañana empezarían las fiestas de celebración en honor del nuevo Sumo Iniciado del Círculo. Siete días en que se combinarían las complicadas ceremonias formales con desenfadadas diversiones, y que atraerían grandes multitudes de todas las partes del país; aristocráticos Margraves, religiosas de todas las Hermandades, nobles, mercaderes, comerciantes, campesinos..., todos los hombres, mujeres o niños capaces de subir a un carro o de montar a caballo serían bienvenidos y se desparramarían por toda la Península de la Estrella cuando el recinto del Castillo resultase insuficiente para albergarles a todos. El período oficial de luto por la muerte de Jehrek Banamen Toln había terminado; su hijo Keridil había superado con éxito las pruebas para ocupar el puesto de su padre y ahora todo el mundo pensaba ya en el futuro.

Pero sólo Tarod sabía la verdad de cómo y por qué había muerto Jehrek. Grevard había declarado que el corazón del Sumo Iniciado no había podido resistir las tensiones propias de su cargo, pero Tarod sabía que no era así. Durante los dos meses que estuvo yaciendo impotente en sus habitaciones, maldiciendo la debilidad que le retenía allí y la lentitud de su recuperación, había tenido tiempo sobrado para pensar en la visión que le había hostigado cuando era todavía presa del delirio.