Yandros. Todavía no podía recordar el origen de este nombre. Lo conocía y, sin embargo, no sabía de qué. Pero la figura que se había enfrentado a él en la inmensidad del Salón de Mármol había sido real, tangible; no el fruto de una imaginación turbada, sino un ente cuya existencia era tan indudable como la suya propia.
Pero ¿qué clase de ente? Tarod rebulló inquieto, mirando fijamente hacia la ventana cuadrada, como buscando inspi ración en la luz fría de la luna. De una cosa estaba absolutamente convencido: Ya n-dros no era ni había sido nunca humano.
Sin embargo, había hablado como si les uniese un lazo de parentesco...
Tarod, haciendo un esfuerzo, ahogó aquella voz interior, para no continuar una especulación tan peligrosa. Lo único que sabía con certeza era que Yandros, fuese quien fuese o lo que fuese, había cumplido su palabra, ¡y de qué manera! Vida por vida... Aquel ser de cabellos de oro había ejercido un poder que había quitado la vida al Sumo Iniciado a cambio de la suya.
Tarod no le había contado nada a Keridil, y nada le induciría a hacerlo; su confusión y sus sentimientos de culpabilidad eran todavía demasiado fuertes. Sabía que él era el único responsable de la muerte de Jehrek; esta convicción le atormentaba incesantemente... , y, sin embargo, Yandros había insistido en que existía una razón vital para que Tarod siguiera vivo a costa de la vida de otro hombre. Un destino, lo había llamado.
Pero ¿qué clase de destino? Tarod se estremeció con una inquietud indecible. Yandros tenía un poder muy superior al de los Adeptos del Círculo de más alto grado; pero ¿venía este poder de los dioses o de otra fuente más tenebrosa?
Era una pregunta que no tenía respuesta y que no se prestaba a especulaciones agradables. Tarod pensó en los Ancianos que habían gobernado el mundo durante innumerables siglos, antes de que su propia depravación les llevase a su derrumbamiento final, y en los dioses negros a los que habían adorado... Pero no, el Caos había desaparecido, borrado de la existencia junto con sus marionetas humanas, y ningún poder del universo podía devolverlo a este mundo.
Pero, fuese lo que fuese Yandros (emisario de Aeoris o de otros dioses), subsistía el hecho ineludible de que Tarod debía la vida a aquel ser extraño. Y Tarod se había comprometido bajo juramento, y era incapaz de faltar a un juramento. El tiempo, había dicho Yandros, era la clave, y con el tiempo comprendería. Aquellas palabras habían despertado un viejo, muy viejo recuerdo que se desvaneció en el mismo momento en que Tarod había tratado de fijarlo, y desde entonces se había negado tercamente a volver. Ahora pensó que no tenía más remedio que esperar a que le fuese revelada la tarea que tenía que cumplir; pero sabía que hasta entonces estaba condenado a existir en una especie de limbo. Le obsesionaba pensar en lo que podrían exigirle o dejar de exigirle; sin embargo, todos los intentos que hacía para ahondar en el misterio terminaban en fracaso. No había encontrado ninguna clave en los estantes de la biblioteca, a pesar de que en ellos podían encontrarse casi todos los tratados históricos y mitológicos que existían. Y sus esfuerzos por romper el velo con medios mágicos también habían fracasado; en realidad tenía la impresión de que, si bien había recobrado toda su fuerza física después de su enfermedad, no ocurría lo mismo con su fuerza oculta.
Puertas que antes estaban abiertas para él se habían cerrado de golpe, y el poder que había tenido antaño en las puntas de sus dedos, a menudo en el sentido literal de la expresión, ya no le obedecía como antes. Noche tras noche había permanecido a solas en sus habitaciones, esforzándose en invocar los poderes que, tan recientemente, habían sido como un juego de niños para él. Siempre había fracasado... y su fracaso había ido siempre acompañado de un estremecedor y lejano resurgimiento de aquella oscura palpitación que había sentido en el Salón de Mármol y que asociaba indefectiblemente con la influencia de Yandros. Y si Yandros tenía poder sobre la vida y la muerte, debía ser sin duda muy fácil para él someter a un simple mortal a sus de seos...
Tarod no se había dejado manipular en su vida (salvo por Themila, pero esto era otra cuestión) y su instinto reaccionaba violentamente contra la idea. Pero era lo bastante filósofo para darse cuenta de que nada podía hacer para cambiar la situación; sencillamente, debía dar tiempo al tiempo.
Mientras tanto, le convenía seguir el consejo de Themila y centrar su atención en la cuestión más mundana de las próximas celebraciones. Tenía otra deuda más personal con Keridil, aunque éste no lo sabía, y había visto el cambio que se había producido en su amigo desde que había sucedido a Jehrek. Todavía afligido por la muerte de su padre, Keridil sentía vivamente sus responsabilidades, y la tensión resultante se estaba ya manifestando en él. Si Tarod podía ayudar al nuevo Sumo Iniciado en su tarea, creía que era su deber hacerlo.
Se apartó de la ventana, súbitamente cansado y alegrándose de ello. Los siete próximos días podrían ser el catalizador que necesitaba todo el Círculo y, cuando hubiesen terminado, seguiría un período de calma durante el cual la comunidad del Castillo se adaptaría a las nuevas circunstancias. Y con esta calma podían llegar algunas de las respuestas que estaba buscando Tarod desde hacía tanto tiempo...
El primer día de las ceremo nias de celebración amaneció brillante y prometedor. El sol se elevó en un cielo límpido, y sólo soplaba una brisa suave que señalaba el principio del otoño. Durante dos días, un pequeño ejército masculino, criados, algunos Iniciados y todos los niños del Castillo que podían librarse de sus lecciones, había estado trabajando en la preparación del gran acontecimiento, y el severo edificio aparecía transformado por banderines y serpentinas que pendían en hileras sobre las oscuras paredes desde todas las ventanas. Invitados oficiales de todas las provincias habían estado llegando desde el amanecer, deseosos de arribar temprano al Castillo y asegurarse un buen sitio para presenciar los actos. Siguiendo las recomendaciones de un anciano miembro del Consejo que recordaba la investidura de su padre, Keridil había enviado un destacamento de hombres armados para escoltar a los visitantes en el puerto de montaña, y la llamativa caravana de carros y carruajes cerrados había cruzado estrepitosamente la gigantesca puerta, precedida de siete Iniciados mo n-tando a caballo y encapuchados.
Todos los Margraves provinciales del país estaban hoy presentes, con su séquito de familiares y servidores. Ancianos Consejeros de provincias se habían arriesgado a realizar el largo viaje hacia el norte, entusiasmados por lo que era, para la mayoría de ellos, su primera visita a la Península de la Estrella, y ricos terratenientes y mercaderes habían llegado de tierras tan lejanas como la provincia de la Esperanza y las Grandes Llanuras del Este. Incluso el Margrave de la provincia Vacía, la árida tierra del nordeste cuya única riqueza era la cría de ganado para el suministro de leche y carne y de los resistentes caballitos del norte, había llegado con su reducida familia, vestidos todos ellos con la sencillez propia de su estilo de vida.
En realidad, sólo dos personas notables faltaban en la lista de invitados: las que, con el Sumo Iniciado, constituían el triunvirato supremo que gobernaba el país. La Señora Matriarca Ilyaya Kimi, supe-riora absoluta de la Hermandad de Aeoris, había escrito desde su Residencia de Chaun del Sur, con caligrafía historiada pero temblona, expresando su profundo sentimiento porque la artritis le impedía emprender el viaje, y rogando a los dioses que bendijesen al nuevo Sumo Iniciado. Keridil no había visto nunca a la anciana Matriarca, que debía tener al menos ochenta años, pero conocía su fama de mujer de buen corazón, aunque un poco excéntrica, que llevaba unos veinte años en el ejercicio de su cargo. Pero si la Señora Matriarca no había podido asistir en persona, había cuidado en cambio de que su Hermandad estuviese bien representada, a juzgar por el número de mujeres de hábito blanco que se dirigían al Castillo.