El tercer y teóricamente más influyente miembro del triunvirato había enviado también un mensaje a Keridil, una carta formal y ligeramente desmañada que expresaba, sin demasiada fortuna, todo lo que exigía el protocolo. Fenar Alacar, el Alto Margrave, sólo tenía diecisiete años y se esforzaba por ser merecedor del título hereditario en el que había sucedido a su padre hacía apenas un mes, después de que éste, en plena juventud y vigor, muriera en un accidente de caza. De él no se esperaba que asistiese a la investidura, pues el Alto Margrave, como primera autoridad del mundo, sólo abandonaba su residencia en la Isla de Verano, en el lejano sur, en casos de grave emergencia; así lo exigía la tradición. Cuando terminasen las fiestas, uno de los primeros deberes de Keridil sería presentarse en la corte de la Isla de Verano para la ratificación final de su cargo. Hasta entonces, Penar Alacar era y seguiría siendo simplemente un nombre que nadie había asociado todavía con una cara.
Pero aunque toda la atención se centraba en los invitados más nobles que llegaban al Castillo, era muchísimo mayor el número de gente del pueblo que invadía la Península. Los mercaderes habían visto una buena oportunidad comercial en la enorme aglomeración, y vendedores ambulantes procedentes de todas las partes del país instalaban sus camp amentos improvisados en la Península, con la esperanza de vender los artículos que traían. Junto con ellos llegaron en gran número agricultores, pescadores, pastores y artesanos, hasta que todos los alrededores del Castillo fueron un hervidero de seres humanos.
Al amanecer del primer día de la celebración, se sumaron a la multitud varios grupos de boyeros, y uno de ellos, dirigido por un hombre de mediana edad, corpulento y de cabellos grises, instaló su campamento en la Península para poder contemplar con comodidad las celebraciones. Una muchacha que vestía toscas prendas de hombre se separó del grupo sin llamar la atención y se dirigió a los hitos que marcaban la entrada del vertiginoso puente. Un joven Iniciado, en traje de ceremonia, con una breve capa echada sobre los hombros para protegerse del frío de la mañana, estaba apoyado en uno de los pilares observando perezosamente a los que llegaban, y sonrió a la joven que se acercaba. Ella le correspondió con un tímido saludo y se detuvo, temerosa de seguir adelante.
A Cyllan aquel escenario le parecía un sueño. Una cosa era oír relatos sobre la Península de la Estrella, y otra muy distinta estar en ella, ver con sus propios ojos la fortaleza de los Iniciados, con sus imponentes acantilados y su asombrosa grandeza. Desde donde se hallaba ella, el Castillo era invisible, pero Cyllan había oído hablar de la extraña barrera que lo mantenía a resguardo de las miradas curiosas. Si podía, haciendo acopio de valor, acercarse a los hitos, pasar por delante del centinela y cruzar el puente de granito, entonces podría ver el Castillo; un privilegio que seguramente recordaría durante el resto de su vida...
Aunque de mala gana, se confesó que tenía otro motivo además del sencillo deseo de contemplar el esplendor del Castillo. Era el recuerdo, que conservaba en un rincón secreto de su mente, de un breve encuentro con el alto hechicero de negros cabellos cuyos ojos reflejaban tanto dolor. Habían pasado muy poco tiempo juntos, pero ella no se había olvidado un solo instante de aquel encuentro. Él había sido el primer hombre en su vida que la había tratado como a una igual y una amiga, en vez de considerarla, como era habitual, una ramera en potencia o una persona insignificante. Aunque no se hacía ilusiones sobre las posibles consecuencias de un segundo encuentro, al menos podría verle de nuevo, si lograba encontrar el camino hasta el recinto del Castillo...
Permanecí a indecisa junto a los pilares y se sobresaltó cuando, inesperadamente, el joven Iniciado le habló.
—Si lo deseas, puedes cruzar el puente —dijo. Cyllan le miró fijamente y él añadió—: Cuando se pone pie en él, no es tan terrible como parece.
Había interpretado mal el motivo de su vacilación, y ella sacudió la cabeza.
—No..., no me da miedo el puente. Pero creía... Dirigió involuntariamente la mirada a un grupo de mujeres, magníficamente ataviadas, que pasaban a caballo en aquel momento, y el joven comprendió.
—Hoy no hay barreras —le dijo, con una amable sonrisa—. Cualquiera puede entrar y salir a su antojo.
—Ya veo. Gra... gracias.
El acentuó su sonrisa.
—Cuando llegues al otro lado, tienes que caminar sobre la mancha más oscura de la hierba. Es la puerta del Laberinto. Si no es a través de ella, el Castillo es difícil de encontrar.
— Lo recordaré.
Dirigió al joven una sonrisa de agradecimiento que iluminó su semblante, haciendo que él pensara que no era tan vulgar como al principio le había parecido, y entonces pasó entre los hitos. Cuando estaba a punto de entrar en el puente, una voz femenina le gritó:
— ¡Eh tú! ¡Sal de aquí!
Cuatro caballos altos y bellamente enjaezados pasaron velozmente y estuvieron a punto de derribarla. Los dos que iban en cabeza eran montados por Hermanas de Aeoris, de hábito y toca blancos. Detrás de ellas cabalgaban dos muchachas más jóvenes, ambas ricamente ataviadas pero llevando el fino velo blanco propio de las Novicias. Una de las muchachas miró a Cyllan, que tuvo la visión fugaz de unos rizos de color cobrizo que orlaban una cara exquisitamente hermosa, cuya expresión revelaba confianza y arrogancia a partes iguales. Los caballos pasaron al trote, con sus amazonas muy erguidas en las sillas, y Cyllan, torciendo el gesto de envidia, empezó a cruzar detrás de ellos el vertiginoso puente.
Aunque nunca había visitado la Península de la Estrella, Sashka Veyyil se movía con el frío aplomo que le daba la buena educación y que le permitía disimular el asombro que sentía al ver por vez primera el Castillo. Con gesto altanero, hizo caso omiso de las exclamaciones de la otra Novicia, que cabalgaba a su lado, cuando cruzaron el Laberinto y se empezó a materializar la antigua estructura. Fijó la mirada en la puerta principal que se alzaba ante ellas, más allá de la bulliciosa multitud. Llegaban más tarde de lo que habría querido, y maldijo en silencio a las ancianas Señoras que las habían acompañado desde la Residencia de la Tierra Alta del Oeste y cuyo nerviosismo había hecho que se demorasen en el viaje. Sus padres debían estar ya aquí, y seguramente habrían conseguido, para presenciar la ceremonia de la investidura, un sitio mejor del que ella podría encontrar.
Lamentó su decisión de asistir como Hermana Novicia y no como una Veyyil de la provincia Han.
Sashka había ingresado en la Hermandad hacía menos de un año, pero su personalidad empezaba ya a dejarse sentir. Su padre, un Sara-vin, y su madre, una Veyyil, de la que había tomado su apellido, pertenecían a dos de los clanes más influyentes de su distrito, y su hija había sido destinada, desde la cuna, a elevar la posición de la familia a alturas aún mayores. Su ingreso en la Hermandad había añadido otra estrella a su horizonte; ya no era simplemente noble, sino que se había convertido, de la noche a la mañana, en una mujer sumamente respetable. Y el hecho de que estuviese estudiando en la Residencia de la Tierra Alta del Oeste, de la que Kael Amion era Superiora, realzaba aún más su prestigio.
Pero, durante los próximos siete días, la mente de Sashka se ocuparía de pensamientos muy diferentes de los que cabía esperar en una Hermana Novicia. Tenía casi veinte años y, en su provincia natal, esta era considerada una edad conveniente para casarse. La Hermandad no levantaba barreras contra el matrimonio (podía fácilmente repartir su tiempo entre la Residencia y un hogar conyugal sin que se perjudicasen sus estudios), pero Sashka apuntaba más alto. Y estas fiestas en honor del nuevo Sumo Iniciado podían darle una oportunidad ideal para relacionarse con clanes que pudiesen ofrecerle partidos mejores que los que se le habían presentado hasta ahora.