Los cascos de los caballos repicaron al pasar por debajo del cavernoso arco negro en dirección a la puerta de la entrada, y Sashka sintió un súbito estremecimiento, mitad entusiasmo y mitad inquietud, en todo el cuerpo. Ni siquiera su estudiada despreocupación podía insensibilizarla contra la primera visión del vasto patio, de los miles de ventanas brillantes, de las gigantescas torres que se alzaban vertiginosamente en aquel ciclo fulgurante, altivo y remoto, y tragó saliva para ahogar una involuntaria exclamación de asombro. Unos criados se adelantaron para ayudar a Sashka y a las otras mujeres a desmontar, y dos hombres que llevaban las insignias de oro de los Iniciados las saludaron ceremoniosamente antes de acompañarlas hacia una esqui na donde se había formado un grupo numeroso de Hermanas. Sashka se había puesto ya en marcha cuando oyó una voz que la llamaba. Se volvió y vio a su padre, a poca distancia, que le estaba haciendo señas.
— ¡Mi querida hija! —dijo el padre, abrazándola calurosamente—. Envié a Forman para que me anunciase tu llegada. ¿Dónde vas a sentarte?
Sashka le besó en ambas mejillas y señaló en la dirección que s e-guían sus compañeras.
Él lanzó un bufido.
— ¡Uff, te sentirías perdida entre la chusma! Ven; tu madre y yo tenemos un buen sitio, desde donde podrás verlo todo perfectamente. —Le rodeó la cintura con un brazo, estrechándola cariñosamente—. Y otros podrán verte a ti, lo cual es tal vez aún más interesante, ¿no?
Él siempre la comprendía...
—Gracias, padre —dijo ella, satisfecha y, sin volverse a mirar a sus amigas, se dejó conducir por él.
Mientras el sol ascendía hacia el cenit, llenando el vasto cielo de una luz roja de sangre, apareció en el patio la comitiva que indicaba el comienzo de la ceremonia de ínvestidura del nuevo Sumo Iniciado del Círculo. Marcha ban al frente tres hileras de dignatarios en perfecta formación; en la primera, los representantes oficiales del Alto Mar-grave, en traje de etiqueta, sosteniendo cada uno de ellos la vara dorada propia de su cargo, como una espada delante de la cara; en la segunda, los miembros más distinguidos del Consejo de Adeptos; en la tercera, las más antiguas Hermanas de Aeoris, llevando todas ellas una banda amarílla que las indentificaba como representantes de la Ma-triarca. Detrás de estos heraldos, y sintiéndose más solo que en cualquier otro momento de su vida, venía Keridil, con una capa bordada en oro sobre los hombros y una cinta con la insignia de Sumo Iniciado ciñéndole la frente. Al salir al patio, pestañeó al ver la multitud y se pasó nerviosamente la lengua por los labios; después, haciendo un esfuerzo, recobró su aplomo y miró decididamente hacia adelante. Detrás, formando el grueso de la comitiva, marchaban los Adeptos, los Consejeros, los Margraves y los Ancianos de las provincias, entrando con lenta dignidad en el patio, en medio de un imponente y casi fantástico silencio.
La procesión se detuvo en el gran patio cuadrado donde iba a celebrarse el Rito de la Investidura. Los emisarios oficiales se volvieron y Keridil avanzó hasta plantarse delante de ellos, convirtiéndose en el centro de toda la atención. El procedimiento era bastante sencillo, a pesar de su solemnidad. Primero, los oficiales del Alto Margrave pronunciarían un discurso declarando que éste confirmaba en su cargo al nuevo Sumo Iniciado; después, la representante principal de la Ma-triarca daría su bendición, y por último, todos los pertenecientes al Círculo desfilarían y prestarían juramento de lealtad y fidelidad al sello del Sumo Iniciado. Después de todo esto, la comitiva saldría del Castillo, para que la muchedumbre que no había podido introducirse en el recinto de las negras murallas pudiese ver con sus ojos a Keridil, y éste dirigiría una Oración e Invocación a Aeoris que sería seguida por toda la multitud.
Themila estaba al lado de Tarod, consciente de que el hecho de ir de pareja con un Iniciado del séptimo grado le permitía estar en un lugar preferente en el desfile, lugar que, de otro modo, nunca habría podido esperar. La cola del traje de Consejera, que había sacado de un baúl y limpiado para la ocasión, la había hecho tropezar dos veces, y el brazo que apoyaba ceremoniosamente en el de Tarod empezaba ya a dolerle, debido al esfuerzo que le exigía la diferencia de estatura. Tarod vestía austeramente, en comparación con la mayoría de sus iguales, y esto daba mayor atractivo a su figura; pero parecía preocupado, había inquietud en sus ojos e intranquilidad en sus gestos. Ella le apretó un poco la mano, y Tarod sintió el ligero contacto y la miró.
Themila sonrió. Murmurando como había aprendido durante las largas sesiones en la cámara del Consejo, dijo:
—Creo que Keridil se alegrará cuando termine esta parte de la celebración.
Tarod observó un instante la ancha espalda de Keridil. La carga de su responsabilidad era ya patente, y Themila y Tarod no eran los únicos que habían advertido el cambio.
—Gracias a los dioses, la ceremonia es corta —murmuró él—. Cuando haya terminado, nuestro nuevo Sumo Iniciado podrá disfrutar al fin de su posición.
—Cierto. ¡Pero no te atrevas a emborracharle esta noche!
Tarod arqueó las cejas, fingiéndose escandalizado, y después adoptó bruscamente una expresión de seriedad.
—Sospecho que estaré demasiado ocupado en emborracharme yo para que pueda ocuparme de Keridil.
—¿Cómo? —dijo Themila, que no le había oído bien.
Tarod sonrió.
— Nada. Prestemos atención a la ceremonia.
Las formalidades habían terminado. Se habían pronunciado los largos discursos y hecho las presentaciones, y el Círculo y sus invitados pudieron quitarse al fin las rígidas máscaras del ritual y empezar a relajarse, preparándose para las fiestas más animadas que figuraban en el programa.
Esta noche se celebraría un banquete en el gran salón, seguido de música y baile, y Keridil, mientras se dirigía a través de la muchedumbre a la puerta principal del Castillo, confió en que los invitados más viejos siguiesen su ejemplo y no insistiesen en convertir la velada en un aburrido ejercicio de cumplidos. Necesitaba relajarse un poco, olvidar los rigores de la investidura. El deber era una cosa, pero las formalidades que podía soportar un hombre tenían su límite, y Keridil se sentía fatigado y necesitado de descanso.
La gente le detenía continuamente para felicitarle, y tardó algún tiempo en llegar a la puerta principal. Allí encontró a Tarod que le estaba esperando, apoyado en las piedras talladas de la entrada.
Keridil agarró a su amigo de los hombros, en un breve ademán de salutación.
—Bueno, lo peor ya ha pasado —dijo, levantando la cinta para enjugarse la frente—. Sin duda tendré que conocer muchas caras nuevas esta noche y mostrarme cortés con ellas, pero creo que podré hacerlo bastante bien, ¡en cuanto haya tomado una copa de vino para fortalecerme!
—Hasta ahora te has portado magníficamente, Keridil —declaró Tarod—. Me ha impresionado mucho tu discurso al aire libre. ¡Tu confianza decía mucho en favor tuyo!
—Viniendo de ti, ¡esto es un gran cumplido! —dijo maliciosamente Keridil, y después se echó a reír—. Pero, hablando en serio, la confianza era fingida. No sabes lo que es estar plantado allí, ante aquel inmenso mar de caras, sabiendo que todo el mundo te mira... Es como un juicio público. —Pero, mientras hablaba, recordó lo mucho que le había conmovido aquella experiencia; aquella multitud que se extendía hasta donde podía alcanzar con la mirada, todos ansiosos, todos escuchándole, todos deseándole venturas—. No podía acordarme de las palabras de la Exhortación —confesó, en voz baja —. Habría sido una buena manera de empezar, ¿no crees?