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— Pero al final te acordaste.

—Sí. — Keridil guardó silencio un momento; después suspiró—: Tarod, creo que te envidio.

— ¿Por qué?

—Oh..., no me interpretes mal; en realidad, no tengo dudas. Pero ya no soy el mismo que era. De hoy en adelante, hasta el día de mi muerte, todo lo que haga tendrá que ser para el bien del Círculo, y mis deseos personales quedan relegados a un segundo lugar. Es inevitable y, desde luego, lo acepto; estoy orgulloso del honor que se me ha conferido. Pero esto no quiere decir que... que no lo lamente de vez en cuando.

Como no estaba enterado de la última conversación de Keridil con Jehrek, Tarod no comprendió todo el significado de aquella observación. Sin embargo, estuvo de acuerdo.

—Supongo que no es una situación que se pueda afrontar con ecuanimidad — dijo, mirando su propia mano que jugueteaba inquieta con el mango de su cuchillo—. Si yo estuviese en tu lugar...

Se encogió de hombros.

— ¡Tienes suerte de no estar! — Keridil sacudió la cabeza—. No; soy injusto. Esto sólo es consecuencia de las obligaciones del día... Mañana veré las cosas de un modo diferente.

—De pronto, sonrió—. De todos modos, me gustaría que mañana compitieses conmigo y no con Rhiman Han en las pruebas de equitación.

—Tú ganarías —dijo agriamente Tarod—. Siempre ganas.

—Ganaba —le corrigió Keridil—. La dignidad del Sumo Iniciado no le permite divertirse en el palenque; por consiguiente, de ahora en adelante tendré que resignarme a ser un simple espectador. Si yo pudiese... ¡Maldita sea!

Alertado por la voz súbitamente irritada de Keridil, Tarod miró por encima del hombro. Abriéndose paso entre la muchedumbre, un hombre delgado y de mediana edad avanzaba en su dirección, seguido de una muchacha rolliza y pelirroja a la que Tarod reconoció en seguida.

—Inista Jair y su padre... —dijo Keridil, apretando los dientes—. Las dos personas con quienes menos deseo encontrarme en este m> mento... Discúlpame, pero voy a marcharme antes de que lleguen.

Desapareció rápidamente cruzando la puerta, y Tarod se volvió y empezó a bajar despacio la escalinata. Inista y su padre se cruzaron con él; Tarod saludó friamente a la joven con la cabeza y recibió a cambio una mirada ceñuda.

Cerca de la verja había menos apreturas, pero todavía eran muchos los que entraban o salían por debajo del gran arco. Tarod siguió a un grupo de agricultores que abandonaban el Castillo, llenos de asombro por todo lo que habían visto, y se encontró en el suave césped del terreno circundante. Aquí el viento era fresco y el sol, cerca del ocaso, proyectaba un rojo resplandor sobre la Península y el mar. Casetas, tiendas y tenderetes habían sido montados en revuelta confusión y los mercaderes hacían buenos negocios con los que se quedaban para ver las fiestas. Algunos intentaron llamar la atención de Tarod, tratando de vender le vino o comida o alguna chuchería; él sacudió la cabeza y siguió andando.

De momento no vio a la muchacha, y no pudo saber que ésta le estaba observando desde hacía un rato. Las dotes de hechicera de Cyllan eran escasas, pero cuando vio salir al alto y oscuro personaje por la puerta del Castillo, empleó toda su fuerza de voluntad para confundirse en el paisaje, súbitamente asaltada por el miedo de que, si él la veía, no la recordaría.

Retrocedió al verle acercarse y a punto estuvo de chocar con el dueño de un puesto de vinos, que primero lanzó una maldición y después trató de convencerla de que tomase una copa del brebaje que vendía. Cyllan iba a rehusar, pero lo pensó mejor y hurgó en su bolsa. Le quedaban unas monedas del poco dinero que le daba su tío para comprar comida, y pensó que sería una buena manera de gastarlas.

Además, tal vez el vino la animaría un poco. Se puso pues a regatear con el vinatero, consiguió que rebajase el precio hasta lo que ella consideró justo y tomó la copa no demasiado limpia pero llena hasta el borde.

El vino era terriblemente agrio, pero fuerte. Había bebido tres o cuatro tragos cuando sintió que había alguien a su lado y, al levantar la cabeza, su mirada se cruzó con la de Tarod.

Éste había estado observando distraídamente la caseta contigua, haciendo oídos sordos a la propaganda del dueño, cuando se fijó en la muchacha con traje de aspecto masculino y cabellos de un rubio sorprendentemente claro. Le recordaba vagamente a alguien, pero no podía dar con el nombre, y la curiosidad le impulsó a acercarse más. Ahora ella le miró a los ojos, pestañeó una vez y dijo:

— Tarod...

Él recordó entonces la voz ligeramente ronca y evocó la imagen de una muchacha escalando temerariamente los abruptos acantilados de la Tierra Alta del Oeste. Esto y el canto fantástico de los fanaani... y otras cosas que era mejor olvidar...

—Cyllan... —Una lenta sonrisa se dibujó en su cara, y la muchacha se asombró de que recordase su nombre y le correspondió con otra sonrisa más amplia, y él siguió diciendo—: No esperaba verte aquí.

— Ni siquiera mi irascible tío se habría perdido esta oportunidad para hacer negocio. En cuanto a mí, nada en el mundo me habría impedido aprovechar esta gran ocasión.

Él pareció ligeramente sorprendido y después preguntó:

— ¿Qué es esa pócima que estás bebiendo?

—Oh..., no estoy segura. Me la ha ofrecido el dueño de este puesto... No te la recomiendo.

—¿Me permites? —Tomó la copa, probó su contenido, escupió y vertió el resto sobre la hierba—. ¡Esto no es bueno ni para los animales! —Se volvió y chascó los dedos en dirección al vinatero, que les estaba mirando con franca curiosidad—. Tú... tú estás aquí para vender vino, ¡no veneno! ¡Trae dos copas de algo que merezca tal nombre!

La insignia de Iniciado que llevaba en el hombro era claramente visible, y el dueño del puesto palideció. Murmurando disculpas, sacó una jarra de debajo de la mesa y llenó dos copas limpias, preguntándose en nombre de todos los dioses qué estaba haciendo un Adepto en compañía de una vaquera. No tuvo valor para pedir que le pagasen el vino, sino que se retiró malhumorado al fondo de su puesto, mientras Tarod se alejaba con Cyllan.

Desconcertada por aquella demostración de autoridad, Cyllan permaneció muda durante un par de minutos, hasta que vio que Tarod se estaba aguantando la risa.

— Lo siento — dijo él—. Pero hay veces en que un poco de mal genio levanta el ánimo... Además, no puedo tolerar el fraude.

Ella asintió gravemente con la cabeza, mirándole por encima del borde de la copa.

— Gracias.

—De nada. Bueno, ¿cómo va el transporte de ganado?

—Nada ha cambiado. El verano ha sido más suave que de costumbre; pero, cuando llegue el invierno, probablemente nos trasladaremos al sur. —Se interrumpió al darse cuenta de que difícilmente podían interesarle a él estas cosas tan triviales—. Y qué es de tu vida? —preguntó—. ¿Te sirvió de algo la Raíz?

Cyllan había hecho la impertinente pregunta sin saber exactamente por qué y se sintió confusa. Sin duda el vino y el estómago vacío eran la causa de su descuido. Pero Tarod no pareció molesto, sino que respondió pausadamente:

—¡Oh sí! Me sirvió. Pero no exactamente como yo quería.

Ella no deseaba mostrarse curiosa, pero no pudo contenerse.

—Después de aquel día en la Tierra Alta del Oeste —dijo—, yo... pensé mucho en aquello. Me preguntaba si... podría hacerte daño.

—¿Daño? Bueno... —Los ojos verdes de Tarod centellearon con una extraña emoción. Después torció irónicamente los labios—. No, no en el sentido corriente de la palabra.

Cyllan tuvo la terrible impresión de que, o se estaba portando como una imbécil, o había mucho más de lo que podía imaginar detrás de la expresión de Tarod. En todo caso, navegaba en aguas demasiado profundas para ella y esta idea la llenó de confusa inquietud. Miró frenéticamente a su alrededor, tratando de encontrar algo en el animado escenario que le permitiese cambiar de tema, y vio un hombrecillo delgado, de aspecto ratonil y bigote mal cuidado, que se abría paso entre la multitud en su dirección. Él la había visto ya, y ella se apres u-ró a apurar su copa.