Tarod la miró, dándole de algún modo la impresión de que se había olvidado de que existía; pero esta ilusión se desvaneció cuando él sonrió.
—¿Es esta vista lo que esperabas? —preguntó Tarod.
—Es tres veces más hermosa de lo que había imaginado... — Lanzó un hondo suspiro de satisfacción—. Está todo tan tranquilo... Me encantaría vivir en este palacio y poder disfrutar de este espectáculo siempre que me apeteciese.
Él señaló con la cabeza la negra mole de la torre del sur, a pocos pasos de donde se hallaban.
—La vista es todavía mejor desde lo alto de la torre. ¿Te gustaría verla?
— No... — La apresurada respuesta fue seguida de un estremecimiento involuntario—. No..., creo que no. Estoy bien aquí.
Se movió de nuevo, esta vez para colocarse delante de él y exhibir el hombro que el amplio escote de su vestido dejaba al descubierto. Un instante después, una mano se apoyó ligeramente sobre su piel, y ella cerró momentáneamente los ojos con la satisfacción de otro pequeño triunfo, de otro paso en la dirección que quería tomar. Advirtió que la mano de Tarod era delgada pero sumamente vigorosa; el anillo que llevaba en el dedo índice captaba la luz nacarada y la mult i-plicaba, despertando en ella deseos de tocar la piedra. Pero permaneció quieta, inclinando ligeramente la cabeza hacia atrás en muda invitación.
Tarod contempló su esbelta figura, consciente de que en su fuero interno se agitaba una emoción como jamás había sentido hasta ahora. A pesar de su astucia, que ella jamás había tratado apenas de disimular, Sashka le había impresionado profundamente, y él se sentía cada vez más impotente contra la oleada de sus propios sentimientos. Una vocecilla interior le decía que fuese precavido, pero se estaba acercando a un punto en que, por ella, mandaría al diablo la prudencia. Estaba totalmente cautivado.., y al aproximarse más a ella y rozar sus cabellos con los labios, comprendió que nunca en su vida había deseado nada con tanta fuerza como deseaba ahora a esta hermosa criatura.
Más tarde, a Tarod le fue imposible recordar cuánto tiempo habían estado allí, bajo el cielo nocturno, ni lo que hablan dicho, ni siquiera lo que él había pensado. Le parecía que había pasado una eternidad hasta el momento en que la condujo lentamente hacia la empinada escalera de caracol que descendía al patio. Al pasar junto a la torre, aquel dedo gigantesco se interpuso delante de las lunas sumiéndoles en una densa sombra. Sashka tropezó y él la asió por la cintura. Ella se volvió. En el óvalo de su cara apenas si se percibían las facciones, y él la besó con una intensidad que le dejó pasmado. Por un instante, Sashka permaneció inmóvil, como petrificada, y después correspondió al beso con igual apasionamiento, hincando los dedos en los hombros de él, con un deseo casi animal.
Súbitamente, se apartó. Le miró con ojos muy abiertos por la emoción y se echó atrás, acabando de desprenderse suavemente.
—Tengo... que irme... —balbució—. Es tarde, Tarod... ¡Tengo que irme!
— ¡Sashka...!
Ella no esperó. Se había vuelto y corría en dirección a la escalera. Pasaron unos momentos antes de que la confusión de Tarod le permitiese seguirla, y cuando llegó a lo alto de la escalera, la joven estaba ya en la mitad de ésta, descendiendo a toda prisa hacia el patio iluminado por las antorchas. Ya al final de la escalera, se detuvo, miró hacia atrás... y él creyó que levantaba una mano en ademán de despedida o para lanzarle un beso. Después, desapareció.
Incluso los más obstinados juerguistas habían renunciado al fin a sus cantos y sus bailes, y volvían tambaleándcsse a sus tiendas o se quedaban sencillamente dormidos donde caían, hasta que reinó en la Península de la Estrella un silencio sólo turbado por el débil murmullo del mar, a cientos de pies debajo de los acantilados de granito.
Cyllan se despertó, sin saber por qué, y se encontró envuelta en los pliegues de su única manta y con la cabeza reposando en la mata de hierba que le servía de almohada. De momento, mientras se desvanecían en su mente los vestigios de lo que debió ser un sueño, no pudo recordar dónde se hallaba..., pero en seguida recobró la memoria.
Desde donde estaba podía ver el Castillo y las luces todavía encendidas en su interior. Debía ser muy tarde; las dos lunas se movían ahora hacia el horizonte; la más pequeña parecía balancearse sobre su hermana gemela, y el lejano edificio proyectaba una sola sombra li-gubre.
Cyllan se incorporó, frotándose los ateridos brazos. Algo atraía una parte de su mente; algo inquietante y triste, y miró rápidamente a su alrededor, pero no vio nada alarmante. Esa noche había elegido dormir a la intemperie en vez de compartir la ruidosa tienda con su tío y sus vaqueros borrachos, que ahora estarían como muertos para el mundo; nada tenía que temer de ellos. Entonces, ¿de quién?
Recordó los últimos acontecimientos. Más temprano, ha bía conseguido escabullirse por segunda vez y había vuelto junto a las murallas del Castillo y escuchado los lejanos acordes de la música de la fiesta de los nobles. Se había preguntado si volvería a ver a Tarod, pero no había aparecido ni siquiera un criado, y por fin había renunciado a su velada y regresado al campamento, donde se había acomodado lo mejor posible, quedándose dormida de puro agotamiento, mientras el jolgorio continuaba a su alrededor.
Pero el sueño estaba ahora a un mundo de distancia. Sólo sabía que había soñado y que en aquel sueño había una advertencia. Cyllan había aprendido hacía tiempo a confiar en los augurios, buenos o malos, y el hecho de que éste se negase a revelarle su naturaleza la trastornaba. Algo andaba mal, y no podría descansar hasta que supiese lo que era.
Moviéndose con cautela, se sentó, apartó la manta y esperó unos momentos hasta estar segura de que nadie daba señales de vida en la tienda de los boyeros. Cuando hubo comprobado que todo seguía en silencio, hurgó en una bolsita de cuero que llevaba en la cintura, oculta debajo del sucio jubón, y sacó un puñado de piedrecitas grises y azules, que el mar había pulido casi como gemas. Las había buscado en las tristes playas de las Grandes Llanuras del Este y nunca se había desprendido de ellas. Eran un catalizador del pequeño poder que había aprendido a ejercer en sus momentos más secretos, y si quería resolver este enigma, las piedras podían darle la solución que buscaba.
Furtivamente, se deslizó hacia el borde del acantilado, donde nadie había levantado tiendas. Allí no había arena, pero el suelo era llano y granulado y podía servirle igualmente. Encontró un lugar donde no crecía la hierba, se agachó de cara al norte y alisó la tierra lo mejor que pudo en un tosco círculo, antes de apretar con fuerza las piedras en el puño y ordenar a su mente que saliese de los confines de lo mundano y entrase en un mundo diferente; un mundo donde todo era posible. Durante unos pocos minutos, temió que le fallase su antigua habilidad... , pero entonces sintió en la nuca un cosquilleo que le dijo que su conciencia empezaba, despacio y sutilmente, a cambiar.
Colores extraños giraron detrás de sus párpados cerrados; sintió delante de ella una presencia que sabía que era ilusoria, pero a la que no obstante se aferró con fuerza. Las piedras empezaron a moverse en sus manos, como si tuviesen vida propia, y ella las arrojó al suelo en el momento que juzgó oportuno.
Al caer, formaron un dibujo que le era desconocido; lo supo incluso antes de abrir los ojos y verlo con sus sentidos físicos. Una piedra, la más grande, estaba sola en el centro, mientras que las otras se habían desparramado en una tosca y excéntrica espiral de siete brazos. Mientras observaba fijamente las piedras, sintió resurgir, súbita y violentamente, el miedo que le había producido el sueño, pero su causa seguía ocultándose y, por mucho que se esforzase, no podía recordar siquiera lo más esencial de la pesadilla. Solamente tenía otro recurso. Cerró los ojos una vez más y abrió despacio las manos, con las palmas hacia abajo, sobre el dibujo formado por las piedras. Oyó resonar su respiración en su cabeza; entonces empezó a sentir, entre los dedos extendidos, una pulsación débil y regular. Fue como si estableciese contacto con los latidos mismos de la tierra, trayendo de ellos un poder que añadir al suyo propio para encontrar el camino hacia la meta que buscaba.