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—Un Warp... —dijo, apretando convulsivamente los dedos sobre el brazo de Tarod.

Este siguió mirando el cielo, sin querer reconocer la excitación irracional provocada por aquel terrible sonido.

—¿Crees en los presagios, Themila?

Ella le miró rápidamente, teñida ahora su piel por el pálido reflejo de aquellas luces del cielo.

—Vayamos a reunimos con Keridil... —dijo solamente.

La biblioteca estaba a oscuras, pero Tarod y Themila pudie ron ver la silueta de Keridil al débil y nacarado resplandor de la luz del pasillo que conducía al Salón de Mármol. Él les saludó con la cabeza, y Themila dijo, anticipándose a Tarod:

— Keridil, se está acercando un Warp. Y siento... siento de algún modo en mis huesos que hay algo malo en esto...

Si Themila no vio la súbita expresión de alarma y de recelo en los ojos del Sumo Iniciado, su reacción no pasó inadvertida a Tarod. Ke-ridil sonrió, pensó Tarod, con estudiada despreocupación.

—Había esperado que ocurriese algo, Themila. Puede no ser un mal presagio. ¿Vamos?

Les hizo un ademán para que le precediesen, y entraron en el estrecho pasillo.

Tarod experimentó un vivo y desagradable recuerdo de la última vez que había puesto físicamente los pies en el Salón de Mármol, cuando sin querer había quebrantado un rito del Círculo, y este sentimiento debilitó su confianza. Desde que se había recobrado del envenenamiento, sus poderes habían estado en el punto más bajo. Hoy, que los necesitaba más que nunca, ¿los echaría en falta...?

Pero no había tiempo para especulaciones; habían llegado al final del corredor y Keridil estaba ya abriendo la puerta de plata, mientras sus compañeros desviaban los ojos del brillo casi insoportable que irradiaba el metal.

Un chasquido, y la puerta se abrió silenciosamente. Pasaron despacio sobre el suelo de mosaico, y la peculiar y pulsátil ráfaga de luz les envolvió como una niebla marina. Tarod vio que los ojos de The-mila se abrían, pasmados, y comprendió que la hechicera, como Iniciada de tercer grado que era, sólo habría estado en el Salón de Mármol una o dos veces en toda su vida, si es que había estado alguna. No dijo nada; sólo avanzó, guiado por un instinto que no quiso investigar.

Keridil se detuvo en el círculo negro y dirigió una mirada interrogadora a Tarod, pero éste sacudió la cabeza y siguió andando. Una empatía subconsciente se había establecido ahora entre ellos, imp o-niéndoles un pacto mutuo de silencio hasta que Tarod iniciase la invocación.

Siguiendo a la alta figura de negros cabellos a través de la engañosa niebla del Salón, Keridil sofocó los escrúpulos que amenazaban con romper su concentración. Era el primero en reconocer su fe total en los poderes de hechicería de su amigo; pero, al mismo tiempo, se preguntaba qué era lo que Tarod podía desencadenar esta noche. Y detrás de la calma impuesta por su voluntad, Keridil tenía miedo...

Tarod se detuvo de pronto y levantó la mirada. Keridil le imitó y a punto estuvo de lanzar una maldición, impresio nado, al ver las siete formas colosales de las estatuas arruinadas irguiéndose a través de la neblina. Raras veces se había aproximado tanto a ellas; había olvidado su enormidad al ser vistas de cerca. ¿Por qué, en nombre de todos los dioses, había elegido Tarod este lugar para hacer su trabajo?

Su pregunta quedaría sin respuesta, pues ahora se había colocado Tarod delante de las estatuas, vuelto de espaldas a ellas. Keridil y Themila se situaron en silencio cada uno a un lado y, al extinguirse el eco de sus últimas pisadas, reinó un profundo silencio. Esperaron, tranquilizando sus mentes y tratando de adaptarse los unos a los otros y al ambiente. Entonces, después de lo que pareció un rato muy largo, dijo Tarod:

Yandros.

Su tono era tan distinto de todo lo que hasta entonces habla oído Keridil, que éste sintió que su corazón se encogía de inquietud. Aquella voz no parecía humana...

Yandros.

Era una orden, una invocación que hizo que Keridil se estremeciese hasta la médula de los huesos. Recordando su promesa, se esforzó en aunar su conciencia con la de Tarod, pero había una barrera, un muro que no podía penetrar. El Salón parecía ahora sofocante y opresivo, como si algo estuviese acechando detrás de sus límites, y Keridil tuvo que hacer un esfuerzo para no mirar, inquieto, por encima del hombro.

Yandros.

Era como escuchar una voz elemental, prehistórica, prehumana.

Yandros.

Tenía que conservar su aplomo, pensó Keridil. Por Tarod, por todos ellos, tenía que intentarlo. Cerró los ojos, tratando de concentrar toda su fuerza de voluntad, para romper aquella barrera...

Tarod ya no advertía la presencia de sus dos acompañantes. Parecía estar suspendido entre dos niveles de conciencia, ni en un plano ni en el otro. La voz que repetía una y otra vez el nombre de Yandros no era la suya; venía de muy lejos, de muy lejos en el pasado; de otro mundo, de otra vida, y la facilidad con que su mente había pasado a este lugar vacío había sacudido el pequeño vestigio de conciencia de sí mismo que todavía conservaba. De alguna manera, había sabido lo que tenía que hacer. Sin ceremonias, sin invocaciones complicadas; pronunciando sólo un nombre, una y otra vez, traspasando los límites de las dimensiones temporal y espacial...

Y sin embargo, tenía miedo de cruzar la última barrera.

Podía sentirla, como un muro, delante de él. Una franja pulsátil de oscuridad indescriptible que despertaba algún profundo recuerdo dormido. Tan antiguo... tan antiguo... en lo más remoto del Tiempo...

No podía hacerlo. Era demasiado humano para no temer la sima que se abría entre él y su objetivo. Un resbalón, y él no sería nada... No podía hacerlo...

Había apretado inconscientemente las manos con tal fuerza que las uñas hicieron manar sangre de las palmas. El anillo de plata le hizo un corte en el dedo, casi sacándolo de su estado de trance. Movió involuntariamente la derecha, cerrándola sobre la piedra clara; y una descarga, como un rayo de energía, pasó por sus manos y sus brazos y le llenó el cuerpo, hasta que sintió que los huesos iban a romperse con su fuerza. Estaba ardiendo, en su cuerpo, en su mente y en su alma, y la presión crecía, crecía; no podía luchar contra ella...

- ¡YANDROS!

Tarod gritó el nombre como un poseso y, al hacerlo, una cortina de oscuridad cayó sobre el Salón. Un solo y enorme estampido, tan ensordecedor que casi fue inaudible, retumbó en alguna parte, y la onda hizo que los tres perdiesen el equilibrio y cayesen con fuerza sobre el suelo. Al extinguirse aquel ruido inverosímil, Tarod trató de ponerse en pie, y la cabeza le dio vueltas al salir de su trance. Se sentía mareado, los miembros no querían obedecerle... A pocos pasos de él, Keridil sacudía violentamente la cabeza, tratando también de levantarse, y Themila, frágil como una muñeca, apenas se movía. Tarod trató de hablar, pero comprendió que su esfuerzo sería inútil. Ninguno de los dos podría oírle; estarían sordos a cualquier sonido hasta que hubiesen pasado los efectos de la enorme conmoción.

Keridil gritó algo, pero su boca pareció moverse silencio samen-te, y Tarod le hizo un ademán negativo, para indicar que no podía oírle. El Sumo Iniciado empezó a moverse penosamente en su dirección, pero se detuvo, abriendo mucho los ojos, con incredulidad, al pronunciar una voz, detrás de ellos, una palabra que oyeron con terrible claridad:

— Tarod...

El tono era como de plata fundida... Keridil se volvió, casi cayendo de nuevo, y Themila se incorporó y se quedó sentada.