«Una muerte cruenta en manos de los jueces humanos, ¡es mejor que esto!».
Pero la muerte que le habían prometido no había de producirse todavía. La multitud se estaba ya desperdigando, corriendo en busca de refugio, mientras aquella mis teriosa especie de aullido que sonaba en el cielo se iba acercando inexorablemente. Alguien agarró el brazo atado del muchacho, haciéndole perder casi el equilibrio y el chico se vio arrastrado hasta el centro de un grupo de Consejeros que se encaminaban al Palacio de Justicia, a poca distancia de allí. Este edificio que, además de tribunal, servía de contaduría y de centro comercial para los mercaderes de provincias, era la estructura más sólida de la ciudad, con sus puertas macizas y sus ventanas reforzadas. El muchacho se dio cuenta, mientras le empujaban hacia la escalinata, por debajo del alto portal, de que la mitad de los vecinos lo habían elegido como refugio.
—Cerrad las puertas... ¡de prisa! ¡Está casi encima de nosotros!
El Margrave había perdido toda su dignidad y estaba al borde del pánico. Seguía entrando más gente, y algunos se habían hincado de rodillas en el vasto salón de recepción y rezaban fervientemente a Aeoris por sus almas. El muchacho, temblando ahora violentamente por la impresión, se preguntó por qué estarían rezando, si seguramente había sido el propio Aeoris quien había enviado el Warp.
El propio Aeoris... el Warp había venido un momento después de que él hubiese elevado al cielo, en silencio, su última desesperada plegaria... No e'a posible, se dijo. El era un asesino; los dioses no tenían motivo alguno para salvarle...
Pero el Warp había venido de ninguna parte, sin previo aviso...
Sabía que, en el fondo, aquello era una locura. Pero era una oportunidad, la última oportunidad antes de que se cumpliese su castigo y sufriese la horrible muerte que le habían prometido. Era mejor... Pensó que, retorciendo sigilosamente las manos detrás de la espalda, podría desatarse; el que le había maniatado lo había hecho descuidadamente, y las cuerdas se estaban aflojando... Los últimos rezagados estaban entrando ahora en el Palacio de Justicia y, en la confusión reinante, nadie le prestaba atención. Un esfuerzo más... y su mano izquierda quedó libre. Las puertas se estaban cerrando; sólo tenía un momento para...
Con una rapidez y una agilidad que pilló a sus capturadores por sorpresa, el muchacho corrió hacia la puerta. Oyó que alguien le gritaba; una mano quiso detenerle, pero la esquivó y, a trompicones, llegó a la escalinata. Su propio impulso le hizo caer y, al levantarse, el Warp rugió sobre su cabeza.
Las siluetas de las casas, las embarcaciones y el muelle se confundieron en un caos inverosímil de colores y ruido. Le pareció que el suelo se hundía bajo sus pies, y que el cielo caía sobre él, escupiendo lenguas negras y brillantes. Entonces, con un ruido ensordecedor, el mundo estalló en la imagen de una estrella de siete puntas que resplandeció en su mente antes de...
Nada.
CAPÍTULO 2
Tarod...
Oyó la palabra en su cerebro, y se aferró a ella. Era su nombre secreto y, por tenerlo, sabía que aún existía.
Tarod...
Yacía de bruces sobre una superficie dura. Algo, tal vez una piedra, presionaba cruelmente contra su mejilla derecha y, cuando el muchacho respiró, su boca y su nariz se llenaron de polvo. Trató de moverse, y sintió en el hombro derecho un dolor tan fuerte que tuvo que morderse furiosa mente la lengua para no gritar.
Poco a poco fue recobrando la conciencia y, con ella, algo parecido a la memoria. Recordó débilmente el último momento antes de que estallase el Warp; la imagen que se había formado en su cerebro antes de que toda la furia de la tormenta se desencadenase sobre él. ¿Estaba muerto? ¿Le había llevado el Warp a otra vida que no podía imaginar? Trató de recordar lo que había sucedido, pero su mente estaba confusa y no podía ordenar sus pensamientos. Además, se sentía vivo, dolorosamente vivo...
De nuevo intentó moverse, y esta vez lo consiguió, venciendo el dolor e incorporándose sobre el brazo indemne, gracias a un enorme esfuerzo dé voluntad. Algo que se le había pegado a los ojos le imp e-día abrirlos, y sólo después de frotarlos repetidas veces pudo al fin abrir los párpados.
Estaba rodeado de una oscuridad tan intensa que era casi sofocante. Y, sin embargo, sus sentidos le decían que estaba al aire libre, pues tenía una sensación de espacio y hacia frío. Una brisa insidiosa acarició sus negros cabellos, apartándolos de su cara y enfriando algo húmedo en sus mejillas. Se enjugó lo que podía ser agua, sangre o sudor; no lo sabía y no le importaba, y empezó a tantear prudentemente con las manos para hacerse alguna idea del lugar donde se hallaba.
Sus dedos tropezaron con piedras; el suelo inclinado estaba lleno de piedras y de angulosos fragmentos de esquisto. Ahora, doblemente asustado, el muchacho probó su voz. Surgió seca y cascada de su garganta, y fue incapaz de formar palabras con ella; sin embargo, al menos era un sonido, físico y real. Pero él no estaba preparado para la respuesta de los innumerables y suaves ecos que llegaron susurrando hasta él y que parecían venir de rocas macizas que se extendían hasta el infinito en todas direcciones. Rocas macizas... Se dio cuenta, impie-sionado, de que debía de estar entre altas colinas, tal vez incluso mo n-tañas. Pero no había mo ntañas en la provincia de Wishet; la cordillera más próxima estaba lejos, hacia el norte y el oeste, ¡a una distancia enorme! Se estremeció violentamente. Si estaba todavía en el mundo, ésta no podía ser parte del que conocía...
Armándose de valor, gritó de nuevo, y de nuevo le respondieron las rocas, imitándole. Y entre sus voces oyó una que no era la suya y que murmuraba el nombre que había sonado en su mente al recobrar el conocimiento.
Tarod...
De pronto, el muchacho sintió un terror que le abrumaba y una necesidad frenética, casi física, de consuelo. Quería gritar pidiendo que alguien viniese en su ayuda, pero ahora surgió otro recuerdo en su mente. Coran... Coran estaba muerto, ¡y él le había matado! Nadie podía ayudarle, pues ya había sido condenado.
Aunque había sido sin querer, se sintió repentinamente trastornado y cerró los ojos de nuevo, en su desesperado y fútil intento de borrar aquel recuerdo. Impotente, empezó a vomitar con violencia y, cuando pasaron los espasmos, sintió que le daba vueltas la cabeza. Sus ojos se llenaron de lágrimas que, abriéndose paso entre las negras pestañas, rodaron por sus mejillas. No comprendía lo que le había sucedido y, por mucho que se esforzase, no podía combatir el miedo y el dolor que sentía. En lo más profundo de su ser, una vocecilla trataba de consolarle, recordándole que al menos había sobrevivido a la terrible experiencia; pero ahora, mientras las lágrimas venían más y más copiosamente, sintió que era tan poca su esperanza que mejor habría sido morir junto a Coran.
Más tarde creyó que debía haber perdido de nuevo el conocimiento, pues, cuando se despertó, había luz. Muy poca, por cierto; pero un débil resplandor carmesí teñía el aire a su alrededor, y por primera vez pudo distinguir su en torno.
Había montañas, enormes masas de granito que se elevaban a tremenda altura y parecían abalanzarse en su dirección, haciendo que sintiese vértigo. Aunque desde el lugar donde se hallaba no podía ver el sol, el cielo había tomado sobre los picachos un color pálido y enfermizo, como de cobre viejo y gastado, y los riscos aparecían manchados con su lúgubre reflejo. Amanecía... Por consiguiente, había yacido aquí toda la noche. Y «aquí» había un estrecho barranco en cuyo fondo se amontonaban los detritos depositados por innumerables corrimientos de tierra; esquistos sueltos y una enorme piedra de borde mellado desprendida de la pared rocosa. Cuando pudo vencer el dolor y volverse para mirar a su alrededor, vio que el barranco terminaba precisamente debajo de sus pies, en una escarpada pendiente que terminaba en lo que parecía ser un camino. ¿Un paso...? Sacudió la cabeza, tratando de despejar su mente. Sentía un ardor terrible en el hombro y en el brazo y comprendió que tenía un hueso roto, o tal vez más de uno. Tratando de combatir el dolor, buscó un punto de apoyo y, tras un prolongado esfuerzo, consiguió ponerse en pie, agarrándose al borde afilado de la roca. Este movimiento hizo que le diese vueltas la cabeza y oyese en ella fuertes zumbidos; su estómago reaccionó y otro espasmo de náuseas hizo que se doblase por la mitad y que, durante un rato, se olvidase de todo salvo de su difícil situación. Después del espasmo, empezó a temblar una vez más, consciente de que las defensas de su cuerpo se habían debilitado peligrosamente. Ahora estaba de nuevo de rodillas en el suelo, incapaz de levantarse; si había de sobrevivir, tenía que encontrar ayuda. Pero esto parecía no tener sentido; su control se estaba deteriorando y no podía pensar con bastante claridad para decidir lo que tenía que hacer.