— Tu fidelidad, hermano, está mal orientada.
Tarod y Keridil se volvieron a Yandros, y Keridil fue el primero en hablar.
—¿Que sabe el Caos de fidelidad? —le desafio—. Vuestras consignas son engañosas y malévolas... ¡Conocemos vuestros procedimientos, Yandros del Caos! Nuestros archivos dicen...
Yandros le interrumpió con una carcajada que hizo temblar la niebla del Salón de Mármol.
— ¡Vuestros archivos dicen! — le imitó, con desdén burlón—. Entonces, si eres historiador además de líder, Keridil Toin, sabrás que vuestro querido régimen está volviendo al polvo seco del que nació. El Orden ha reinado sin control durante tanto tiempo que se ha estancado, y tú —añadió apuntando con un largo dedo a Keridil— ¡te has convertido en un anacronismo!
—¿Te atreves a... ? —empezó a decir Keridil, furiosamente.
Yandros hizo un ademán y el Sumo Iniciado guardó silencio.
—Sí, mortal, ¡me atrevo! Vuestro venerado Aeoris no significa nada para mí, pues también él es tan anacrónico como sus siervos. — Su voz bajó de tono, de pronto inhumanamente persuasiva—. El Orden ha arraigado tanto en este triste y pequeño mundo que sus servidores ya no tienen razón de existir. Sí, vuestro Círculo continúa, y sigue transmitiendo a nuestros nuevos Adeptos la suma total de vuestros siglos de conocimientos. Pero sin un adversario que os plante cara, todos estos conomientos son inútiles. Sin nada a lo que combatir, sin entuertos que enderezar, no tenéis ningún valor. ¿Qué eres tú, Keridil Toin? ¿Cuál es la justificación de tu existencia en un mundo donde reina Aeoris sin oposición? ¿Hacer su voluntad, imponer sus leyes? Su voluntad se hace y sus leyes se mantienen sin necesidad de que tú intervengas. ¡No tienes una razón legítima para existir!
Lo que decía aquel ente era como un eco horrible de las ideas que últimamente habían infestado los sueños más negros de Keridil, y éste se aterrorizó al descubrir que el insidioso argumento le había casi convencido. Y entonces recordó quien, con aparente inocencia, había despertado las primeras dudas y temores en su mente...
Luchando contra la incertidumbre, replicó:
—¿No hay una razón legítima, demonio? ¿Y qué me dices de las dificultades que afligen ahora a nuestra tierra? Los Warps, los bandidos, los...
— ¡Oh, sí! Los Warps. Desde que usurpasteis la fortaleza a nuestros antiguos servidores, jamás habéis comprendido su naturaleza, ¿verdad? Los Warps, amigo mío, son una manifestación de los procedimientos nuestros que os jactáis de conocer tan bien, como lo es el
Castillo donde vivís y, en particular, este Salón en que ahora nos hallamos. —Los labios finos y perfectos se torcieron ligeramente—. Nos enorgullecemos de no haber sido totalmente olvidados en este mundo.
Súbitamente, este concepto causó una terrible impresión a Keri-dil, al recordar los esfuerzos de generaciones en el Círculo de Adeptos para desentrañar los misterios que los Ancianos habían dejado tras ellos al ser finalmente enviados al infierno que Yandros y los suyos habían creado para sus seguidores. Ya no dudaba de que aquel ente de cabellos rubios fuese lo que afirmaba ser, pero la idea de que un Señor del Caos pudiese manifestarse en un mundo regido enteramente por el Orden le horrorizaba. Iba contra todas las doctrinas y creencias que le habían inculcado desde su infancia, según las cuales el Caos había sido expulsado y nunca volvería. Pero las anomalías de los Warps y el propio Castillo habían derrotado a las mentes más grandes del Círculo a lo largo de toda su historia... Sí, Yandros tenía razón.
— En consecuencia, Keridil Toin — siguió diciendo amablemente Yandros —, ¿no estás de acuerdo en que el Caos tiene que ocupar un sitio en vuestro mundo, y en que, sin el Caos, no puede haber un verdadero Orden?
El argumento de aquel ser era peligrosamente seductor, y Keridil sintió que su voluntad se estaba debilitando. Seguramente, una voceci-lla interior le estaba diciendo que, para las fuerzas del Orden, sería mejor tener un verdadero adversario contra el que luchar que limitarse simplemente a los torneos ceremoniales...
Bruscamente, rompió el hilo de sus pensamientos y sintió un escalofrío al darse cuenta de lo cerca que había estado de caer bajo el hechizo mortal de Yandros. Pensar que podía discutir contra un Señor del Caos... Keridil sofocó el estremecimiento que le había producido esta idea y comprendió que sólo podía hacer una cosa. Yandros era demasiado peligroso; tenía que ser sujetado y expulsado, antes de que su influencia lo dominase todo irreversiblemente.
Se obligó a apartar la mirada de aquel ser de rubios cabellos, aunque ello le exigió un tremendo esfuerzo de voluntad. Después sacó la espada ritual de su adornada vaina y la levantó delante de su cara. Estaba sudando copiosamente y una fuerza oculta, subterránea, parecía tratar de contenerle; pero habló a pesar de todo.
— Aeoris, Señor de la Luz, Guardián de las Almas y Dueño del Destino...
Oyó que alguien (pensó que debía ser Tarod) suspiraba profundamente, pero hizo acopio de todas sus fuerzas y prosiguió:
— Tú que tomaste forma mortal en la Isla Blanca, escucha a tu siervo en esta hora de aflicción... Escucha a tu siervo y portavoz, Aeoris, tú que atas y sujetas las fuerzas de la negra corrupción...
—Keridil, por tu vida, ¡no lo hagas!
Keridil se interrumpió antes de terminar la frase, saliendo del medio estado de trance en que había caído. Sintiéndose, de pronto, terriblemente mareado, miró a Tarod, que había roto la invocación ceremonial.
—¿Qué...?
Pero Keridil no pudo formular su pregunta.
Tarod estaba temblando. Había reconocido instantáneamente las primeras frases del rito más poderoso del Círculo, que solamente podía ser empleado por el Sumo Iniciado en persona en caso de extrema necesidad. La Séptima Exhortación de Destierro era un texto sagrado que sólo podía emplearse para combatir a una entidad astral que no respondiese a métodos más suaves.., y más seguros. Era una de las medidas más extremas conocidas por los altos Adeptos; pero Tarod sabía el efecto que podía producir en Yandros.
—Keridil —repitió, en tono apremiante—, no lo utilices, ¡no te atrevas a desafiarle!
Keridil miró a Tarod, con una mezcla de desconfianza y de incertidumbre en su expresión, mientras Yandros les observaba a los dos, al parecer divertido.
—¡Maldito seas, Tarod! ¿Qué te propones? —silbó Keridil—. ¡Ésta es la única manera!
— ¡Esto no es nada! ¿No te das cuenta, Keridil, de que los ritos del Círculo no significan nada para Yandros? Él no es un demonio astral... , ¡es el Caos! Y si quiere, ¡puede destruirte así!
Chascó los dedos delante de la cara del Sumo Iniciado.
Keridil no podía dejar de reconocer que esto era verdad; pero no tenía otra alternativa, y se irritó contra Tarod.
—Entonces, ¿qué quieres que haga? —preguntó—. ¿Que le dé la bienvenida? ¿Que me aparte a un lado y le deje actuar libremente? ¿O crees que tú tienes poder para poner fin a esta pesadilla?
Tarod miró reflexivamente a Yandros y sintió que el anillo de plata latía sobre su dedo. Se pasó la lengua por los labios, que se habían secado de pronto.
—Sí, tengo poder para ello...
La expresión de Yandros se ensombreció.
—No te atreverás... , ¡estás ligado por nuestro pacto! Y si intentas...
— No, Yandros, no me destruirás... No puedes destruirme, ahora.
El momentáneo destello de incertidumbre en los ojos de aquel ser
había confirmado lo que sospechaba Tarod. Con el reconocimiento de su verdadera naturaleza, y de la naturaleza del anillo que llevaba, el antiguo poder que había estado adormecido dentro de él había resurgido en toda su plenitud, con una fuerza mucho mayor de lo que él mismo habría podido imaginar. El poder que había tenido hacía años y que le había hecho matar primero a Coran y después al jefe de los bandidos era un juego de niños comparado con el que sentía en este momento en su interior. Ni el poder de Yandros, ni siquiera el del propio Caos, podían destruirle ahora. Y aunque podía odiar la naturaleza de esta fuerza, la emplearía en caso necesario...