Выбрать главу

—Sí. —dijo, volviéndose para contemplar el fuego—. Sí. Creo que así estará bien.

CAPÍTULO 13

Sentado en sus habitaciones y esforzándose en relajar los músculos, Tarod no podía dejar de pensar en las horas que le esperaban. La espera era lo peor. La reunión del Consejo había sido convocada para la puesta del sol y, desde el mediodía, había sentido crecer su tensión interior, hasta que alcanzó un punto en que creyó que sería irresistible. Una y otra vez se había levantado y caminado inquieto hasta la ventana, para observar el sol que permanecía obstinadamente en lo alto del cielo y deseando, inútilmente, que se hundiese en el ocaso. Y una y otra vez había repasado mentalmente lo que había pensado decir cuando compareciese ante el Consejo de Adeptos para ser juzgado.

Estaba seguro de que esta noche le someterían a juicio, aunque oficialmente se había disimulado este término. Incluso Keridil había parecido reconocerlo cuando, temprano por la mañana, había venido a las habitaciones de Tarod para informarle de la reunión. Había algo extraño en los modales de su viejo amigo; lo había visto inmediatamente en el rostro de Keridil, y era lo que él había temido. Se había abierto un abismo entre los dos, separándoles, y en este abismo estaba el espectro de Yandros.

Ahora se había acostumbrado ya Tarod a la mezcla de repugnancia y confusión que sentía cuando pensaba en aquel ente de cabellos de oro. Era lo bastante sincero para no negar que tenía una deuda con Yandros, aunque la hubiese contraído por las malas artes de éste; pero como Adepto al Círculo, que había jurado servir a Aeoris, todo lo que representaba Yandros era anatema para él.

Y sin embargo, por mucho que lo intentase, no podía negar el poder que residía en él, extraído del alma-Caos que estaba dentro de la piedra del anillo de plata, como tampoco podía negar la verdad de las revelaciones de Yandros acerca de su naturaleza. El conocimiento de que su propia alma era del Caos había sido al principio como una pesadilla real. La noche pasada, había alcanzado su nadir, una profunda crisis en la que todas las implicaciones de lo que había sabido le habían provocado tanta aflicción y tanta desesperación que se había hincado de rodillas, al lado de su cama, rezando en silencio a Aeoris para que viniese la muerte a liberarle. Pero Aeoris no le había escuchado; él no había tenido valor para quitarse la vida, y la crisis había pasado al llegar la aurora, dejándole un débil pero seguro destello de esperanza. Fuese cual fuese su origen, era lo bastante humano para guardar fidelidad y sentir emociones y tener conciencia, y la noche pasada se había dado cuenta, en el Salón de Mármol, de que el control de los poderes caóticos de la piedra-alma estaban solamente en sus propias manos. Había desafiado a Yandros, se había librado de la influencia del Señor del Caos y, también, del pacto con el que Ya n-dros había pretendido obligarle. Si quería volver la espalda a las antiguas afinidades, dedicar su existencia a Aeoris, ninguna fuerza del mundo podría impedírselo.

Pero ¿vería el Círculo las cosas bajo la misma luz? Por mucho que afirmase Tarod su fidelidad, siempre habría facciones reacias a dejarse convencer. Sin embargo, él debía convencerles, y no solamente por su propio bien. En el fondo de su corazón, sabía que Yandros no aceptaría la derrota; había sido expulsado una vez, pero volvería y Tarod temía que, en un conflicto directo, el Círculo sería incapaz de plantarle cara. Yandros tenía razón en una cosa: los seguidores de Aeoris habían perdido buena parte de sus antiguas facultades, y éstas serían más necesarias que nunca si el Caos proyectaba recobrar su sitio en el mundo. Y si los Iniciados no podían recuperarlas a tiempo, posiblemente no necesitaría Yandros la ayuda de Tarod para lograr su malévolo objetivo.

Tarod miró fijamente su anillo pensando que era al mismo tiempo su más grande enemigo y su más grande aliado. Sin él, se vería libre de los antiguos lazos que habían tratado de ligarle a los poderes de las tinieblas. Pero, con él, tenía un arma que en definitiva podía ser la única fuerza lo bastante poderosa para luchar contra el Caos. Bueno, como hombre y hechicero por derecho propio, tenía fuerza; pero, con la piedra-alma, esta fuerza era infinitamente mayor. No se atrevía a prescindir de ella. Y con la ayuda de los otros Adeptos, creía que podía eludir su influencia maléfica y permanecer fiel a sí mismo y al Círculo.

Tenía que convencer al Consejo de que estaba en lo cierto. Tenía que vencer las sospechas y los prejuicios con que tendría que enfrentarse esta noche, y creía que podría lograrlo. Con el apoyo de Keridil y Themila (nadie más capacitado que ellos para hablar en su favor, ya que solamente ellos habían visto a Yandros en persona), el Consejo se convencería, fuesen cuales fueren los esfuerzos de...

Entonces llamó alguien a la puerta y él levantó la cabeza, sorprendido. Una rápida mirada a la ventana le mostró que el cielo se estaba tiñendo de rojo al empezar a ponerse el sol, y el pulso de Tarod se aceleró.

— Adelante...

Dos jóvenes Iniciados de segundo grado, vistiendo la librea de ordenanzas del Consejo y llevando sendas antorchas, entraron en la habitación, y uno de ellos hizo una reverencia.

—Nos han enviado para escoltarte, Señor. Se está reuniendo el Consejo de Adeptos.

Tarod se levantó, sorprendido y un poco desconcertado de que Keridil prestase tanta atención al ceremonial. Normalmente no se seguía un protocolo minucioso, a menos que se tratase de un asunto realmente grave, y la idea de que Keridil lo hubiese considerado necesario inquietó a Tarod. Pero si quería ganarse la confianza del Consejo, era mejor que acatase las órdenes...

Buscó su capa de gala y se la echó sobre los hombros; después se alisó los revueltos cabellos con las manos.

—Muy bien —dijo—. Estoy dispuesto.

Había pocas personas en el Castillo, aparte de los criados, cuando los jóvenes Iniciados, marcando el paso, escoltaron a Tarod hasta la cámara del Consejo, contigua a las habitaciones del Sumo Iniciado en el ala central. Al acercarse a la cámara por el pasillo cada vez más oscuro, Tarod se sorprendió todavía más al ver una guardia ceremonial de siete hombres, con las espadas desenvainadas, delante de la doble puerta. Esperó con creciente aprensión a que se cumpliesen las formalidades de identificación y admisión, después de las cuales se abrieron al fin las puertas y se les permitió la entrada.

Tarod se detuvo en seco en el umbral. La cámara del Consejo era una de las salas más grandes del Castillo, y ahora estaba llena a rebosar. Sobre un estrado, al fondo hallábase sentado Keridil, y, a su lado, los Consejeros de más categoría. La capa de oro y la cinta en la cabeza, propias de su rango, le hacían parecer remoto y un poco irreal. En una plataforma más baja, delante del estrado, estaban los otros mie m-bros del Consejo; entre ellos reconoció Tarod a Themila, de afligido aspecto, y a dos asientos de distancia, los rojos cabellos de Rhiman Han.

Y llenando el resto del salón, en las plazas tradicionalmente reservadas a los no consejeros que deseaban asistir a las reuniones, estaban otros Iniciados. Tarod presumió que casi todo el Círculo debía de estar presente, sentados o de pie, según el espacio de que disponían, y dejando sólo un estrecho pasillo entre la puerta y el estrado de los Consejeros. Todas las caras estaban vueltas hacia él, mirándole con curiosidad, y Tarod dominó un estremecimiento.

Keridil se levantó en el fondo del salón.

— Tarod, Adepto de séptimo grado del Círculo, aproxímate.

Todo el espectáculo empezaba a tomar el aspecto de un mal sueño... o de un juicio. Tarod avanzó entre las expectantes filas de Iniciados hasta que llegó a una silla que había sido colocada en el pasillo delante del estrado. Miró a Keridil y vio inquietud en los ojos de su amigo. Keridil trató de dirigirle una sonrisa tranquilizadora, pero fracasó en su intento. Carraspeó.