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—Se abre el pleno del Consejo de Adeptos.

Hizo una señal con la cabeza y los guardias cerraron la puerta de golpe. Al extinguirse el ruido, alguien revolvió unos papeles con innecesaria minuciosidad y Keridil miró los documentos que tenía delante de él.

—Como sabéis muchos de vosotros, esta reunión ha sido convocada para que el Consejo y el Círculo puedan tener perfecto conocimiento de las circunstancias que rodearon un suceso acaecido la noche pasada en el Salón de Mármol —dijo.

Por consiguiente, el Consejo estaba ya enterado, cosa que explicaba la insistencia de las formalidades. Tarod se sintió desconcertado, pero conservó su expresión enigmática.

— Debemos —prosiguió Keridil — valorar las implicaciones y posibles consecuencias de este acontecimiento, y decidir la acción que hay que tomar, si es que hay que tomar alguna. Por consiguiente, propongo que iniciemos la sesión con un relato detallado de lo que sucedió la noche pasada, de manera que todos estéis perfectamente informados de los hechos. — Levantó la mirada una vez más e hizo una seña con la cabeza a Tarod—. Ten la bondad de sentarte.

Tarod obedeció mecánicamente, sabiendo, con una terrible impresión de fatalismo, que su esperanza de inclinar al Consejo en favor de su manera de pensar era casi vana. Les habían dicho ya lo bastante para influenciarles; al mirar las hileras de caras, casi podía leer las mentes detrás de las expresiones cuidadosamente controladas. Aunque fuese el mejor orador del mundo, habría sido ridícula la idea de ganarlos para su causa.

Y así escuchó en silencio el relato entero del encuentro con Ya n-dros. Keridil hizo una explicación escrupulosamente completa y exa c-ta, sin omitir detalle, pero, mientras hablaba, Tarod vio que se nublaban y endurecían las caras de los Consejeros. Con frecuencia hacían la señal de Aeoris, como para librarse de alguna presencia maligna, y Tarod tuvo que dominar el impulso de levantarse y salir de la cámara, sabiendo que su comportamiento impertinente sólo podría perjudicar su causa.

Por fin terminó Keridil y, durante lo que pareció una eternidad, la sala permaneció en silencio. Entonces, al principio despacio y después con creciente intensidad, empezaron las preguntas.

— Hemos oído que evocaste consciente y deliberadamente a un Señor del Caos. ¿Es verdad?

Tarod miró fijamente al viejo Consejero que había hecho la pregunta.

—Lo hice. Pero entonces no sabía a quién... a qué... estaba evocando.

— ¿Y ahora no tienes dudas?

—No tengo ninguna duda.

Era una confesión peligrosa, pero tenía que convencerles de que la amenaza de Yandros era real.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —replicó rápidamente el que le estaba interrogando—. Han existido casos comprobados de Adeptos de alto rango que han sido engañados por entes astrales; sin embargo, tú pareces completamente seguro del terreno que pisas...

Contestar estas preguntas era como andar sobre ascuas. Tarod dijo prudentemente:

—Creo, Señor, que ya has oído la opinión personal del Sumo Iniciado sobre la... autenticidad de la manifestación. Ni él ni yo ni The-mila Gan Lin dudamos un solo instante de la naturaleza de Yandros y, con todo respeto, tampoco tú habrías dudado si hubieses estado presente.

El interrogador frunció los labios y murmuró algo a su vecino, y otro hombre dijo:

— Sin embargo, conociendo la naturaleza de aquel ente, según tú le llamas, cuando el Sumo Iniciado comenzó la Séptima Exhortación de Destierro, impediste que terminase el rito. ¿Por qué?

— ¡Por qué no iba a quedarme allí parado, viendo cómo le mataban! — respondió furiosamente Tarod —. Yandros habría podido destruirle antes de que se diese cuenta, y lo habría hecho si...

—¡Con que has tenido una visión privilegiada de la mente de un Señor del Caos, Tarod! —le interrumpió una voz nueva y conocida. Desde la plataforma inferior, Rhi man Han miró con hostilidad a su antiguo rival y, al no responder Tarod inmediatamente, el pelirrojo prosiguió—: Creo, amigos míos, que nos estamos acercando al meollo del asunto. Tarod afirma conocer las intenciones de Yandros, y Yandros, según acabamos de oír, sostiene que tiene un parentesco, en el sentido literal de la palabra, con Tarod. Si esto es verdad, sólo hemos de responder a una pregunta, y ésta es: ¿qué clase de serpiente hemos estado albergando entre nosotros durante todos estos años?

La cara de Tarod palideció de ira, y Themila replicó a Rhiman:

— ¿Cómo te atreves a hablar así? Si no se te ocurre un comentario más constructivo, Rhiman, ¡será mejor que te muerdas la lengua!

—Mi querida Themila, ¡estoy siendo más constructivo que todos nuestros distinguidos colegas juntos! —repuso Rhiman—. Y repito: si Tarod es pariente del demonio Yandros, ¡no es un verdadero mortal!

Se levantó y Tarod se dio cuenta de que todos los que se hallaban en el salón estaban escuchando atentamente. Por un momento, esperó que Keridil atajase el exabrupto de Rhiman, pero Keridil permaneció inmóvil.

—¿Este hombre —siguió diciendo Rhiman— lleva su alma en una joya? Qué hombre es visitado en sueños por monstruos que no han andado por este mundo desde los tiempos de los Ancianos y charla con ellos como si de antiguos amigos se tratase? —Señaló con un dedo acusador a Tarod, que también se puso en pie—. Nosotros no supimos nunca de dónde había venido nuestro amigo del séptimo grado. Era un expósito, un niño abandonado, sin apellido de clan ni parientes que le reclamasen. ¡No era de raza humana! Bueno, amigos míos, parece que ahora hemos resuelto el enigma. Tarod no es un hombre... , ¡es un demonio!

Hubo un gran alboroto, en el que cada Consejero parecía querer llevar la voz cantante. Muchos se habían puesto en pie y gesticulaban, queriendo llamar furiosamente la atención, y no eran pocos los espectadores que unían sus voces a aquella algarabía. Keridil gritaba también, esforzándose por hacerse oir, pero sólo cuando descargó su bastón de mando como una maza sobre la mesa consiguió acallar el griterío.

— ¡No toleraré este desorden! — dijo Keridil con voz serena, pero todos percibieron la cólera que trataba de disimular—. Esto es una reunión de Adeptos, ¡no una riña de taberna! Rhiman, lejos de mi intención negarte el derecho de hablar, ¡pero debes medir tus palabras! Este no es un problema emocional, y no quiero que nadie se deje llevar por prejuicios personales.

—Rhiman Han no te comprende, Keridil —terció Tarod, y su voz resonó claramente en la sala—. Por experiencia, ¡sé que no sabe juzgar las cosas de otra manera!

Keridil se volvió y le miró fijamente. Tarod estaba de pie, con la mano apoyada en la empuñadura de su cuchillo, como dispuesto a sacarlo y a atacar a la menor provocación. La piedra de su anillo resplandecía a la luz de las antorchas, y la ira brillaba en su semblante. Nunca le había parecido tan peligroso y, de pronto, recordó involuntariamente la breve visión que le había dado Yandros de las siete estatuas colosales del Salón de Mármol, con sus caras restauradas y demasiado reconocibles.

— Siéntate — dijo, furiosamente.

Los ojos verdes de Tarod le desafiaron, y Keridil repitió:

—¡He dicho que te sientes!

Volvía a tener a la asamblea bajo control, pero a duras penas. Y ahora sabía que lo que había esperado y temido era verdad: el Consejo estaba casi unánimemente en contra de Tarod. Las palabras de Rhiman habían dado en el blanco, e incluso el propio Keridil se preguntaba si el pelirrojo no tendría razón en su afirmación de que Tarod era, por naturaleza, poco digno de confianza. Aquel anillo.., habría podido destruirlo, tirarlo; pero no lo había hecho. Y si había tenido poder para expulsar a Yandros, esto quería decir que también lo tenía para volver a llamarle, si así lo deseaba.