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—Voto a favor del Consejero Rhiman.

Todos empezaron a murmurar y el susurro creció en intensidad. El ujier siguió adelante.

—Voto a favor del Consejero Rhiman.

—Voto a favor del Consejero Rhiman.

—Voto a favor del Consejero Rhiman.

Uno tras otro, fueron respondiendo lo mismo. Tarod no podía moverse, no podía pensar; sólo podía seguir mirando incrédulo a Ke-ridil. En el breve lapso de tiempo transcurrido desde que se abrió la sesión, el amigo en quien más confiaba le había vuelto la espalda, había roto los lazos de la amistad y se había puesto la máscara de un Sumo Iniciado que, según le parecía a Tarod, huía de todo compromiso. Incluso la formalidad del acto era una barrera segura, detrás de la cual podía resguardarse Keridil. La voluntad de la mayoría... Sólo Keridil tenía derecho a oponerse a esta voluntad, a anularla, en pro de la razón. Y no lo había hecho.

Por fin terminó la votación. Con sólo tres excepciones, Themila entre ellas, todos los miembros del Consejo de Adeptos se habían puesto de parte de Rhiman Han. Y Rhiman se regocijaba de su triunfo. Se volvió al ser devuelto el bastón de mando a Keridil, y dijo:

—Te quedo muy agradecido, Sumo Iniciado. ¿Quieres disponer lo necesario para que continúe el procedimiento?

— No.

Keridil se levantó bruscamente. Le dolía terriblemente la cabeza y los murmullos del salón resonaban en su cerebro. Necesitaba tiempo para pensar: hasta ahora, Rhiman había forzado la situación, y no estaba dispuesto a dejarse llevar más lejos.

—Continuaremos esta reunión mañana al mediodía —dijo, levantando la voz para que le oyesen todos los presentes —. Esta situación se ha producido con demasiada rapidez para que podamos juzgarla claramente en una noche, sobre todo cuando se han desatado las emociones. Os doy las gracias a todos por vuestra asistencia. Se levanta la sesión.

Rhiman se quedó perplejo y pareció que iba a discutir la decisión, pero la expresión del semblante de Keridil le hizo cambiar de idea. Permaneció sentado en su silla, rasgando contrariado unas hojas de papel, mientras la sorprendida y defraudada multitud empezaba a abandonar la sala. Al fin quedaron solamente un puñado de personas: Keridil, tres de los más viejos Consejeros, Rhiman, Themila... y Tarod.

Tarod se había acercado al estrado de los Consejeros, apartándose de los otros, y estaba haciendo unas muescas en la vieja madera con la punta de su cuchillo. Tenía que hablar con Keridil, pero, estando Rhiman presente, no podía confiar en conservar su aplomo. Oía fragmentos de conversaciones, dominadas por la voz de Rhiman, pero prestó poca atención hasta que Keridil dijo de pronto:

— ¡Estoy cansado, Rhiman! Continuaremos mañana. Mientras tanto conténtate con haberte salido con la tuya.

—Esto no es suficiente, Keridil —insistió Rhiman, enojado—. Por todos los dioses, ahora sabemos la verdad acerca de Tarod. ¡No es más humano que su maldito amigo Yandros! ¿Vas a decirme que defenderás a un demonio del Caos? ¿Al ser maligno que asesinó a tu padre?

Una especie de fuego interior, imposible de dominar, dio mayor fuerza a la cólera de Tarod y a su sentimiento de haber sido traicionado, hasta que no pudo contenerse. Se volvió, y Rhiman giró sobre sus talones, alarmado, cuando resonó furiosa la voz de Tarod:

— ¡Rhiman!

Rhiman trató de parecer despreocupado, pero su indiferencia no era un escudo suficiente contra la mirada asesina de Tarod. Éste levantó la mano izquierda, de manera que resplandeció la piedra de su anillo, casi cegando al otro hombre.

—Una vez juré, Rhiman Han, que permanecería fiel a nuestro Círculo — dijo suavemente Tirod, pero en un tono terriblemente amenazador—. Yo no quebranto mis juramentos, pues no los presto a la ligera. Recuérdalo bien, pues ahora voy a prestar otro. Si alguna vez tengo que utilizar los poderes que retengo, ¡serás el primero en comprender lo que es ser un juguete del Caos!

Bruscamente se extinguió la rabia que había hecho presa en él, y se dio cuenta de lo que acababa de decir. Con una sola frase se había condenado; pero las palabras habían brotado de sus labios antes de que pudiese detenerlas. Los otros le miraban, horrorizados. Themila inició un movimiento hacia él, pero Keridil la contuvo.

—Tarod... ¡tienes que retractarte de esto!

Tarod suspiró profundamente. Ahora ya no podía remediar la Situación.

— ¿Creería alguien en mi palabra si lo hiciese? — replicó con voz ronca.

— ¡Claro que te creería! Pero tu comportamiento añade leña al fuego de las acusaciones. ¡No puedo permitir que esto continúe! — exclamó el Sumo Iniciado.

— Entonces, ¡haz lo que sabes que es justo, Keridil! —Rhiman avanzó un paso hacia Tarod, sintiendo renacer su confianza—. ¡Tú mismo has visto lo que es él! ¡Has oído lo que ha dicho! ¿Podemos permitir que esta criatura siga viviendo, para que pueda lanzar a sus odiosos semejantes contra nuestro mundo cuando le venga en gana? El Círculo no puede tolerar la presencia de un diablo en su seno, y por Aeoris que si tú no le haces matar, ¡lo haré yo con mis manos!

Había empezado a desenvainar su espada, y al verle avanzar como un toro furioso, Tarod sacó el cuchillo de su vaina con rápido movimiento.

— Tarod! —le suplicó Themila. Se apartó de Keridil y corrió hacia Tarod interponiéndose en el camino de Rhiman—. No dejes que te provoque, ¡no le des una razón para atacarte!

Tarod se volvió al acercarse ella. Nunca sabría si Themila había pretendido apartar a Rhiman de su presa; todo ocurrió con demasiada rapidez. Rhiman no pudo detener su propio impulso y Themila se había movido también tan de prisa que Tarod no tuvo tiempo de apartarla a un lado. Themila y Rhiman chocaron, y la espada desenvainada de Rhiman se hundió hasta la empuñadura en la espalda de Themila, sin que él pudiese evitarlo.

Con un grito de incredulidad y de horror, Rhiman trató de sujetar a la mujer que caía, pero no había reaccionado con la suficiente rapidez y no pudo impedir que se derrumbase en el suelo con un ruido sordo. Poniéndose de rodillas, Rhiman trató de tomarla en sus brazos—. ¡Themila! ¡Oh dioses, no, no! ¡Themila!

Todavía estaba repitiendo su nombre cuando una mano le agarró de un hombro y le apartó violentamente. Rhiman se debatió y la mano apretó con increíble fuerza, casi hasta romperle la clavícula. Tarod lanzó a Rhiman rodando por el suelo, como si fuese un muñeco de trapo, y cayó de rodillas al lado de Themila.

—Themila...

Ella estaba consciente y levantó la cabeza, fijando en él una m-rada desenfocada.

—Ha sido una estupidez de mi parte... Lo siento, Tarod...

Consiguió sonreír débilmente.

Él la abrazó, dando mentalmente gracias a Aeoris por el hecho de que estuviese viva.

— No hables, Themila, y no discutas conmigo. Te llevaremos a Grevard...

— Estoy... bien. De veras. Estoy bien.

Themila tosió, y brotó sangre de entre sus labios, resbalando sobre su barbilla.

—¡Keridil! —gritó Tarod—. ¡Que avisen al médico!

Keridil y dos de los viejos Consejeros estaban ya improvisando una hamaca con sus capas, para poder transportar a Themila. Tarod no permitió que nadie tocase a la mujer; la levantó él mismo y la depositó sobre los pliegues de la hamaca, sujetándole con fuerza la mano mientras se dirigían a la puerta. Mientras tanto, Rhiman se había incorporado y permanecía tristemente solo en el fondo del salón. Al llegar a la puerta, Tarod se volvió.

—Si muere... —empezó a decir.

—No sigas, Tarod. —Keridil apoyó casi temerosamente una mano en su brazo—. Ha sido un accidente..., ya has visto el dolor de Rhiman. —Hizo una pausa—. Themila no querría que te pusieses en peligro por ella.

Tarod le miró con ojos que brillaron cruelmente.

— ¿Acaso no estoy ya en peligro, Sumo Iniciado? — su tono era amargo—. Tal vez sería mejor para todos si pusiese fin a las dudas que aún podáis tener, mostrándoos de qué soy realmente capaz.