— ¡Tarod!
La súplica de Keridil cayó en oídos sordos. Tarod se había vuelto ya y caminaba por el pasillo detrás de los dos apresurados Consejeros y su carga.
Durante toda la larga noche, Tarod permaneció sentado en el corredor vacío, delante de las habitaciones de Grevard, esperando. Para su alivio, el médico no había perdido tiempo haciendo preguntas, sino que, con su brusquedad acostumbrada, había hecho que tendiesen a Themila en una cama y que despertasen inmediatamente a sus dos primeros ayudantes. Su gato, un descendiente del original, estaba sentado en el antepecho de la ventana, observando con interés, y Ta-rod había querido quedarse también; pero el médico se había mostrado inflexible.
—Fuera. Ya tengo bastante que hacer, sin que manos inexpertas se interpongan en mi camino. — Vio el semblante de Tarod y le sonrió débilmente—. Comparto tu preocupación, Tarod, puedes creerme. Todos queremos a Themila. Espera fuera, si no puedes irte a dormir; te informaré en cuanto pueda darte alguna noticia de su estado. Y haré todo lo que esté en mi poder.
Tarod había asentido con la cabeza, dolorosamente.
—Sé que lo harás... Te doy las gracias.
Ahora, bajo la pobre luz de una antorcha que se iba consumiendo poco a poco en su soporte de la pared, la vigilia fue larga y triste. La primera luz fría y gris de la aurora empezaba a filtrarse por la alta ventana del fondo del pasillo cuando al fin se abrió la puerta del médico.
Salió el propio Grevard. Su aspecto era macilento, y Tarod supo lo que iba a decir antes de que abriese la boca, se levantó, tambaleándose.
—Saben los dioses que hice todo lo posible, Tarod... —Grevard sacudió tristemente la cabeza—. Pero no fue suficiente. Ya no era joven y no tuvo vigor para reaccionar. Murió hace diez minutos.
Tarod guardó silencio. Grevard le miró, preguntándose si debía insistir en que tomase un sedante. Después decidió que era mejor no hacerlo.
—¿Puedo verla? —preguntó amablemente.
— No.
Tarod sacudió la cabeza, cubrió su mano izquierda con la derecha y acarició el anillo de plata; un extraño ademán, pensó Grevard. Parecía estar sumido en alguna sombría meditación, que el médico se alegró de no poder compartir.
— Todos lloraremos su pérdida — dijo, nerviosamente.
— Murió innecesariamente, Grevard.
—Yo hice todo lo que pude.
—Lo sé. Gracias por haber tratado de salvarla —dijo Tarod, dando media vuelta y alejándose.
Siguió andando, aturdido, hasta que llegó a sus habitaciones. La puerta exterior se cerró de golpe detrás de él, y se quedó plantado, con las manos apoyadas en la mesa, mien tras su cuerpo se estremecía en incontrolables espasmos. Estaba como ciego; una niebla roja flotaba ante sus ojos mientras el dolor paralizador era eclipsado por una furia terrible y voraz. Esta creció hasta que pensó que su cabeza iba a estallar, produciéndole una insaciable sed de venganza.
Hoy le condenarían. Lo sabía con tanta certeza como que saldría el sol. Keridil le había traicionado; Themila había muerto, y él estaba solo contra el Círculo.
Pues bien, se dijo, sintiendo que la furia crecía más y más en su interior, si el Círculo creía que él era el mal, les mostraría lo que era el verdadero mal. Por la memoria de Themila. Ella le habría comprendido.
Tarod volvió hacia la puerta con la cautela de un gato. El cerrojo dio un chasquido cuando él hizo girar la llave y, con la lentitud y la deliberación del que se sabe no del todo cuerdo, se dirigió a su dormitorio y corrió las cortinas.
CAPÍTULO 14
—Por los dioses, Keridil, ¡tú sabes que fue un accidente!
—Rhiman rebulló en su sillón en el estudio del Sumo Iniciado, cubriéndose la cara con una mano, mientras buscaba con la otra la copa que tenía al lado—. Que Aeoris me mate ahora mismo si Themi-la no es para mí la más querida, la más amable...
—Trata de serenarte, Rhiman. —Keridil puso cuidadosamente fuera del alcance del pelirrojo la botella negra de aguardiente de la provincia Vacía y, después, la guardó en el aparador. La había sacado porque lo había considerado necesario, pero ahora Rhiman estaba al borde de un ataque de histerismo y no podía dejar que bebiese más—. Todos sabemos lo que ocurrió, y que tú no tuviste la culpa. Themila actuó irreflexivamente, ¡nadie podía prever las consecuencias!
— Pero si muere...
—Grevard está haciendo todo lo posible. Tenemos que esperar y tener confianza. —Después añadió, con más convicción en la voz de la que sentía en realidad—: Vivirá, Rhiman. Estoy seguro de ello. Y ahora escúchame: necesitas dormir; es el mejor remedio contra la conmoción.
— ¡No podría dormir aunque en ello me fuese la vida!
Keridil miró la cabeza gacha de Rhiman. Todo su arrogante aplomo se había desvanecido después de la tragedia, dejándole agotado y quebrantado. Aunque tenía buenas razones para no simpatizar con aquel hombre y sabía que, de no haber sido por su acaloramiento, el accidente no se habría producido, Keridil se sintió conmovido por su auténtico dolor y su remordimiento, y le compadeció.
—Sin embargo —dijo firmemente—, debes intentarlo. Grevard te lo aconsejaría.
—Grevard tiene cosas más urgentes que hacer en este momento... —Rhiman hizo una mueca—. Tal vez debería ir a sus habitaciones... Quizás podría darme alguna noticia de su estado...
— No, Rhiman — le interrumpió rápidamente Keridil—. Creo que es mejor que esperes aquí.
Algo en su tono puso sobre aviso a Rhiman, que frunció el ceño en medio de su confusión.
—¿Por qué? —preguntó—. ¡Nada se pierde con preguntar!
— Es mejor que esperes — repitió Keridil; pero viendo que Rhi-man no se daría por satisfecho con una respuesta evasiva, suspiró y añadió—: Tarod está allí, Rhiman. Está velando, en espera de noticias de Themila.
Rhiman contrajo el semblante.
—Ese maldito y diabólico...
— ¡Rhiman!—A pesar de su compasión, Keridil sintió renacer la cólera que había experimentado en la cámara del Consejo. Controlando su voz, dijo—: Esta noche se ha causado ya bastante daño para que no haya que añadir más odio a la situación. Tu contienda con Tarod no tiene nada que ver con esto.
—¿Ah, no? —replicó agriamente Rhiman—. De no haber sido por ese cerdo, ¡nada le habría pasado a Themila!
—¿No seas ridículo! —Keridil sintió, de pronto, que no podía dejar de censurar al otro hombre; el remordimiento era una cosa, pero no aprobaría ningún intento de Rhiman de eludir la responsabilidad de sus acciones —. Sean cuales fueren tus sentimientos personales, no puedes volver la espalda a los hechos. No puedes culpar a Tarod cuando...
No terminó la frase. La puerta del estudio se había abierto, de repente, golpeando la pared, y una ráfaga de aire frío hizo bailar y chisporrotear todas las luces. Keridil se volvió en redondo... y se halló cara a cara con Tarod.
Al Sumo Iniciado se le cortó el aliento al mirar a su viejo amigo. Tarod estaba casi irreconocible; todos los rasgos del hombre familiar y falible habían sido eclipsados por algo extraño y terrible: un aura negra y gélida que hizo que a Keridil se le pusiese la piel de gallina. La luz de los ojos verdes era inhumana, y el anillo que llevaba en la mano izquierda resplandecía como una estrella maligna. Con una impresión tremenda, Keridil vio en él la imagen encarnada de Ya n-dros...
— Tarod...
Pronunció el nombre sólo para romper el espantoso si lencio, sabiendo ya que no podía confiar en razonar con la criatura que se enfrentaba a él.
Tarod le miró fijamente como atravesándole con la mirada y después dijo a media voz: