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—Themila ha muerto.

Detrás de Keridil, Rhiman lanzó una exclamación ahogada, inarticulada, y Tarod dejó de mirar al Sumo Iniciado.

—¡Tu!

La palabra fue como una sentencia de muerte. Keridil oyó que una copa se estrellaba contra el suelo al echarse Rhiman atrás, tamb aleándose, e hizo un desesperado esfuerzo para evitar lo que el instinto le decía que estaba a punto de ocurrir.

—¡Tarod no! —Se interpuso en el camino de Tarod y le agarró de un hombro; después retrocedió al percibir el frío helado de la piel. Sabiendo que era inútil, suplicó—: Te lo pido por nuestra amistad, ¡no le hagas daño!

Tarod volvió lentamente la cabeza.

— ¿Amistad? — repitió, como si nunca hubiese oído esta palabra—. ¿Cuál es el precio de tu amistad, Keridil Toin?

—¡No tiene precio! Por el amor de Aeoris, ¡detente!

Los labios de Tarod se torcieron ligeramente, desdeñosamente. Hizo un breve ademán, y Keridil fue lanzado a través de la habitación como por el golpe de una maza. Chocó contra un armario, que cayó con gran estruendo golpeándole en la cabeza y dejándole medio aturdido, y antes de que pudiese recobrarse, Tarod había levantado la mano izquierda.

Keridil pudo ver lo que vendría ahora, pero era impotente para impedirlo: Rhiman no tenía la menor posibilidad de salvación. La última imagen que tuvo el Sumo Iniciado de él fue la de una figura encorvada, encogida, atrapada en una situación espantosa, levantadas las manos como para protegerse, antes de que un enorme chorro de luz roja como la sangre chocase contra sus ojos. Rhiman se estremeció y después pareció saltar en el aire como una marioneta desmadejada. Un solo alarido se hincó en el sistema nervioso de Keridil como la hoja de un cuchillo, y Rhiman murió antes de que los restos de su cuerpo cayeran al suelo.

El súbito silencio y la calma que siguieron a la acción de Tarod fueron tan impresionantes que Keridil creyó, por unos momentos, que iba a vomitar. Consiguió dominar el espasmo al empezar a aclararse su cabeza después del golpe y, muy despacio y tambaleándose, se puso en pie.

Tarod estaba inmóvil en el centro de la estancia. El aura que había hecho retroceder a Keridil había desaparecido, y con ella la locura. Tarod volvía a ser un ser humano, y sus ojos miraban sin expresión el cadáver de Rhiman.

Keridil, haciendo un gran esfuerzo, miró aquella cosa que yacía en el suelo, y su estómago se rebeló. Sólo restos de los cabellos rojos hacían reconocible a Rhiman; el resto... Desvió rápidamente la mirada.

—Keridil... —dijo Tarod, en voz tan baja que, de momento, creyó el Sumo Iniciado que había imaginado aquel sonido—. Keridil, esto... esto ha sido... —Se tambaleó y consiguió a duras penas agarrarse al respaldo de una silla, medio derrumbándose en ella—. Yo no...

Keridil cruzó la habitación y arrancó una de las cortinas de la ventana. La arrojó sobre el cadáver, volviendo la cara al hacerlo, y Tarod habló de nuevo, esta vez con más coherencia:

— ¿Le he matado...?

Keridil giró sobre sus talones, con incredulidad.

— ¿Acaso no lo sabes?

El tono condenatorio de su voz hizo que la sangre de Tarod se enfriase en sus venas. En algún rincón oscuro de su mente, persistía el vago recuerdo de un ataque de furor que no había podido dominar, alentado por el dolor y por una inhumana sed de venganza contra el hombre que yacía ahora debajo de la cortina; pero nada era claro o concreto. Le dolía la mano izquierda y apenas si podía doblar los dedos; trató de encontrar palabras para explicarse.

— No... no puedo recordar. Solamente que sentí una enorme cólera, Keridil, y... el poder...

Keridil respiró profundamente, debatiéndose entre sentimientos conflictivos de repugnancia, compasión y miedo.

—Tú le has matado —dijo a media voz—. No tenía posibilidad de defenderse. Entraste como una tromba y no pude razonar contigo. —Se volvió de espaldas—. Rezo para que no tenga que volver a presenciar jamás una cosa parecida.

Gradualmente, los fragmentos de recuerdos empezaron a unirse en la mente de Tarod, y con ellos volvió un pánico ciego. La fuerza caótica se había apoderado de él, y había sido impotente para evitar lo ocurrido: había sido arrastrado por una corriente de odio y se había regocijado con el aniquilamiento de Rhiman. Lo que había hecho no tenía justificación y, si había ocurrido una vez, ¿quién podía predecir que no sucedería de nuevo? No podía luchar solo; se había creído lo bastante fuerte para ello, pero estaba equivocado. Yandros le había utilizado, le estaba todavía utilizando, para sus propios fines. En algún lugar, pensó, el Señor del Caos debía estar riendo...

—Keridil... —Sabía que sólo tenía una oportunidad para apelar al Sumo Iniciado, y que se estaba jugando algo más que su antigua amistad—. Keridil, por favor, por el amor del Círculo, ¡tienes que ayudarme!

— ¿Ayudarte...?

El semblante de Keridil estaba absolutamente inmóvil.

—¡A luchar contra esto! —Tarod cerró forzosamente la mano izquierda, mostrando el anillo que tenía ahora un brillo amenazador—. No soy lo bastante fuerte para combatirlo... sin ayuda. Pero si fracaso, ¡no sólo mi futuro estará en peligro! Sabes lo que quiere Yandros... Quiere emplearme como un vehículo para traer de nuevo el Caos al mundo y amenazar el régimen del Orden. Yo haré acopio de todas mis fuerzas contra él, pero, si el Círculo no me apoya, no serán suficientes.

Y si él triunfa, ¡se abrirán de par en par las puertas que han tenido acorralado al Caos durante todos estos siglos!

Keridil seguía observando inexpresivamente a Tarod. Al fin dijo:

—Podrías desprenderte de ese anillo, Tarod. Se lo dijiste a Yandros... Podrías arrojarlo al mar.

—Oh, sí, se lo dije. Pero ¿qué conseguiría con ello? Si arrojase el anillo, perdería el poder que él puede darme, y saben los dioses que es ésta una carga que aborrezco. Pero, mientras lo posea, tendré una oportunidad de destruir las ambiciones del Caos. Puedo emplear el poder de la piedra, Keridil, y creo que, con la ayuda de nuestros Adeptos, podré controlarlo... ¡Es la única oportunidad!

Keridil había retrocedido un paso, como desconfiando y temiendo la vehemente súplica de Tarod. Este cobró aliento y dijo en voz muy baja:

—Además, rechazaría algo que no es simplemente una fuente de poder... Es mi propia alma, Keridil. —Alzó la mirada, con ojos torturados—. Yandros no mintió, lo sé; puedo sentirlo, como algo que me corroe. Pero ¿cómo puedo separarme de ella? Aunque uno se libre de su propia alma, ¿puede destruirla? ¿Qué sería de mí, cuando se hubiese ido?

Keridil guardó silencio, luchando interiormente con el desesperado razonamiento de Tarod. ¿Qué era un hombre sin su alma? No lo sabía, ni quería averiguarlo. Tal vez una cáscara..., una concha humana y viva, sin meollo ni razón de ser. No, pensó; nada podía inducirle a dar un paso del que dependería su propio futuro. Y, sin embargo, en ese momento estaba más asustado de lo que había estado jamás en su vida. El alma de Tarod no era la de un espíritu mortal corriente; había nacido del Caos, y el poder del anillo era demasiado grande y letal, demasiado maligno, para que el Círculo se arriesgase a permitir que renaciese. Tarod argüía que podía invertirlo, emplearlo contra sus creadores, pero ¿sería digna de confianza la promesa? Esa noche, la fuerza se había apoderado de él, y el resultado había sido la muerte de un hombre tonto y acalorado, pero en el fondo inocente. Si Tarod quería... o era empujado a emplearla de nuevo, ¿qué posibilidad de salvación tendría el Círculo?

Tratando de ganar tiempo, preguntó:

—¿Qué quieres que haga?

Sus palabras fueron como un salvavidas para Tarod.

—Necesito la ayuda del Círculo, controlar la influencia del Caos y emplearla contra Yandros — dijo, en tono suplicante—. Sabes que soy fiel a nuestros dioses y, digan lo que digan los demás, ¡soy humano! —Se golpeó furiosamente un brazo con el canto de la mano—. ¡Siento el dolor como cualquiera! Amo y espero y sueño como todos los demás... Si empuñases un cuchillo y me lo clavases en el corazón, ¡sangraría y moriría! ¡No soy un demonio!