El muchacho se volvió en la que creyó que era la dirección del so1 naciente. Entonces, lenta, dolorosa y gradualmente, empezó a arrastrarse a lo largo de la cornisa que discurría junto al serpenteante camino de montaña.
Cuando terminó el breve día, supo que iba a morir. Durante interminables horas se había arrastrado como un animal herido sobre la cornisa de esquisto paralela al camino, esperando que terminaría el paso detrás del próximo saliente rocoso y aparecería una aldea, pero sufriendo siempre un amargo desengaño. En lo alto, un tímido sol se había elevado en el cielo, alcanzado su cenit y descendido de nuevo, y ni una sola vez había penetrado en la sombra un rayo de calor. En definitiva, el muchacho había perdido todo contacto con la realidad, y el estrecho mundo del paso de montaña parecía un sueño eterno, sin principio ni fin. Cada recodo parecía igual al anterior; cada risco desnudo y hostil sobre su cabeza, idéntico a los demás. Pero él seguía moviéndose, sabiendo que si se detenía, si admitía la derrota, la muerte vendría, rápida e inexorable. Y no quería morir.
Al fin se dio cuenta de que el paisaje se oscurecía una vez más y, al hundirse el triste día en el crepúsculo, las rocas parecieron acercarse más sobre él, como si tratasen de envolverle en un abrazo final del que nunca despertaría. Pero ahora estaba hablando sin palabras consigo mismo, tratando a veces de reír entre sus resecos labios y, en una ocasión, gritando incluso algún confuso desafío a los riscos. Y mientras se arrastraba, aquel nombre que era su único salvavidas iba resonando en su cabeza.
Tarod... Tarod... Tarod...
Por último llegó el momento en que comprendió que no podía seguir adelante. La última luz se había casi desvanecido y, cuando levantó una mano delante de su cara, apenas si pudo distinguir la pálida silueta de sus dedos. Una roca le cerró el camino y él se acurrucó junto a ella, apretando la cara contra la piedra y escuchando latir la sangre en sus oídos. Había tratado de salvarse y había fracasado. No podía hacer nada más...
Y entonces, entre los latidos de su propio pulso, oyó otro sonido.
Sólo era el débil repiqueteo de una piedra desprendida y rodando sobre el esquisto. Pero él se puso inmediatamente alerta, pues aquel ruido sólo podía significar una cosa: alguien, o algo, se estaba moviendo cerca de allí.
El corazón le latió más aprisa, y cambió de posición para poder mirar en la dirección de la que había venido el sonido. Aguzó los ojos para ver en la creciente oscuridad. Y, precisamente cuando empezaba a pensar que todo habían sido imaginaciones suyas, oyó otro suave repiqueteo de piedra sobre piedra, esta vez un poco más lejos.
Entonces las vio. Tres siluetas, sólo ligeramente más oscuras que el terreno circundante, se movían con cautela. Caminaban erguidas, sus cabezas parecían totalmente cubiertas con gorros o capuchas, y eran seres inconfundiblemente humanos.
La impresión de encontrar seres humanos en el mismo instante en que había renunciado a toda esperanza fue indescriptible, y sólo el dominio que tenía de sí mismo le impidió gritar con las pocas fuerzas que le quedaban. Se inclinó hacia adelante, tratando de levantarse... hasta que su instinto le advirtió que no debía hacerlo.
Algo en la manera de moverse de aquellas figuras de las que sólo percibía la silueta hizo sonar una señal de alarma en su mente, dicién-dole que no revelase su presencia. Las figuras caminaban cautelosamente a lo largo de la cornisa; vio un brazo levantado, más oscuro que las peñas del fondo; oyó una maldición ahogada al dar alguien un resbalón. El acento le era desconocido... Entonces, bruscamente, a una señal del que parecía ser el jefe, surgieron más figuras de la oscuridad. Conteniendo el aliento y tratando de ignorar los dolorosos latidos de su corazón, el muchacho empezó a contarlas, pero casi antes de que pudiese comenzar, un nuevo ruido desvió su atención.
Cascos de caballo. El ruido sonaba todavía lejos, pero al aguzar los oídos, lo percibió con mayor claridad. Eran varios caballos, aunque resultaba difícil calcular su número porque los ecos resonaban en el paso, y se estaban acercando rápidamente. También los hombres lo habían oído y sus siluetas se pusieron alerta. Algo brilló en la mano de uno de ellos, con un débil resplandor metálico...
El muchacho vio las luces antes de ver los caballos y a quienes los montaban: pequeños y oscilantes puntos luminosos que se acercaban a través del paso como luciérnagas. Tres faroles colgados de la punta de largos palos y que, al acercarse, iluminaron las caras de los jinetes.
Casi todos eran mujeres.
¿Mujeres cabalgando en un lugar tan desierto como éste? Antes de que pudiese ordenar sus pensamientos, vio que las figuras encapuchadas se movían. Comprendió inmediatamente su plan y se dio cuenta de que aquellos hombres eran bandidos: ¡iba a presenciar una emboscada! Las mujeres nada podrían hacer... Un frío más intenso que el producido por el dolor y el agotamiento y la cruda noche penetró hasta la médula de los huesos del muchacho, que se echó más atrás junto a la roca cuando el primer jinete pasó a pocos pies por debajo de él.
El ataque fue rápido y sorprendentemente eficaz. Los bandidos no dieron el menor aviso; saltaron simplemente desde su ventajosa posición como fantasmas que se materializasen en la noche, y tres jinetes y dos faroles cayeron estrepitosamente al suelo, mientras los caballos que iban en cabeza se encabritaban y relinchaban aterrorizados. Chillaron las mujeres, un hombre vociferó roncamente, los ecos resonaron en los picos, y a los pocos momentos el estrépito era infernal.
El muchacho observaba, incapaz de moverse, incapaz de apartar la horrorizada mirada del terrible espectáculo. A la luz de un farol que oscilaba violentamente, vio los largos cuchillos de los bandidos y un caballo que caía al suelo. De su cuello manaba un chorro de sangre y emitía un espantoso y débil relincho. Una mujer peligrosamente vis i-ble, atrapada en su largo y embarazoso vestido, trataba de salir a rastras de entre los convulsos cascos del caballo; una figura encapuchada se irguió, de pronto, sobre ella; brilló un cuchillo y el grito de la mujer, si es que gritó, se perdió entre aquel estruendo.
¡Atacar a una mujer... indefensa! El estómago del muchacho se contrajo presa de la terrible emoción que pareció inundar todo su ser. Cerró convulsivamente los puños, incluso el del brazo roto, dando rienda suelta a su indignación y a su furor. Este sentimiento hizo que tuviese ganas de dañar, de matar, de vengar a las víctimas de los bandidos y, a medida que aumentaba este deseo, una exultante sensación de poder se iba apoderando de él, estimulada por su cólera y borrando todas las otras formas de conciencia. Si hubiese tenido tiempo de razonar, se habría dado cuenta de que aquel poder era igual que la fuerza que había matado a Coran; pero ahora la razón estaba fuera de su alcance. Inconscientemente, se puso en pie, lleno su cuerpo de furia reprimida. Levantó un brazo por encima de la cabeza y el mundo pareció volverse carmesí a su alrededor; el jefe de los bandoleros levantó la cara y, por un instante, ésta s e le apareció con terrible claridad; una expresión de incredulidad se plasmó en las toscas facciones, donde quedó fijada para siempre, al brotar un rayo de brillo carmesí de los dedos del muchacho, con un estampido ensordecedor. El rayo dio de lleno en el bandido, y su cuerpo pareció erguirse al ser alcanzado por un segundo rayo menos intenso, antes de que el escenario se sumiese en la oscuridad y el silencio.