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Keridil tenía que tomar una decisión. No era fácil rechazar los hábitos de una vieja amistad, y algo dentro de él compadecía a Tarod. Pero, como Sumo Iniciado, se debía ante todo y sobre todo al Círculo... y después de lo que había visto, el abismo entre él y Tarod se había ensanchado irremediablemente.

Y además, el viejo resentimiento alzaba de nuevo la cabeza...

Tratando de eliminar toda censura o emoción de su voz, dijo:

—Tarod, ¿sabe Sashka algo de esto?

—¿Sashka? —La cara de Tarod se contrajo en una súbita expresión de dolor—. No. ¿Cómo podría saberlo? Ni yo mismo supe la verdad antes de que ella estuviese a salvo en la casa de su padre.

—Desde luego..., pero ¿se lo dirás?

Tarod se cubrió la cara con las manos. Keridil le había hecho la única pregunta que había estado evitando subconscientemente; había sido fácil no pensar en Sashka en medio del caos de los recientes sucesos, pero ahora sentía como si aquella pregunta le hubiese desnudado hasta los huesos.

—Por los dioses —dijo— que no sé qué hacer... No puedo ocultárselo... y sin embargo...

—¿No confías en ella?

Keridil no había pretendido que sus palabras fuesen hirientes, pero lo fueron.

— ¡Sí, confio en ella! Pero cuando sepa la verdad, ¿confiará ella en mí? ¿Cómo podré convencerla de que nada tiene que temer, Keri-dil?

—¿No tiene nada que temer? —preguntó éste.

La cara de Tarod palideció de enojo.

—De mí, ¡nada en absoluto!

Ambos se miraron fijamente. Lenta e inexorablemente, la mente de Keridil empujaba a éste a una elección... , que era, se dijo, la única posible. Sencillamente, no tenía otro ca mino...

Hizo un brusco ademán, tal vez para ocultar un atisbo de contrición.

—Lo siento. Tal vez será mejor que olvidemos este tema. — Vaciló—. Te ayudaré, Tarod..., si puedo.

Tarod le miró fijamente y, por un instante, el Sumo Iniciado se preguntó, alarmado, si estaría leyendo sus pensamientos ocultos. Pero sus dudas se desvanecieron cuando el hombre de negros cabellos asintió con la cabeza.

—No puedo expresarte mi gratitud... , cuando arriesgas tanto al ponerte de mi parte.

La gratitud de Tarod era lo que menos deseaba Keridil en aquel momento, y la rechazó con un torpe movimiento de la mano.

—Olvídalo. Ahora debemos pensar en lo que hemos de hacer en adelante. — Miró brevemente la cortina tendida sobre el cadáver—. Necesitaré tiempo para hablar con el Consejo y persuadirles de que no deben seguir pensando como ahora... En cuanto a Rhiman...

—Lo que ha pasado no puede ocultarse —dijo tristemente Tarod—. Yo no podría negar la verdad..., no podría mentir...

—Lo sé y comparto tu sentimiento. Pero, con un poco de tiempo, creo que podría alegar circunstancias atenuantes y hacer que el Consejo viese la razón. —Se levantó—. Ahora debes irte, Tarod. Vuelve a tus habitaciones, procura dormir un rato y, sobre todo, que no te vean rondar por el Castillo hasta que podamos continuar la sesión del Consejo y dar una explicación. —La duda pasó por los ojos de Tarod y Keridil añadió—: Confía en mí.

—Desde luego. Pero... —dijo Tarod, mirando la cortina.

— Pediré ayuda a Gyneth para sacar de aquí a Rhiman. Sé que Gyneth obedecerá mis órdenes sin hacer preguntas ni difundir rumores. Ahora, vete, por favor.

Por un instante, pensó que Tarod iba a replicar; pero éste inclinó la cabeza en señal de aquiescencia, se levantó y abrazó brevemente a Keridil, incapaz de expresar con palabras lo que sentía. Keridil consiguió dominar un estremecimiento involuntario y el impulso de apartarse al sentir aquel contacto, y cerró la puerta detrás de Tarod cuando éste salió del estudio. Después respiró hondo para recobrar su aplomo, tomó una campanilla de encima de la mesa y llamó a Gyneth. Cuando apareció el viejo criado, Keridil estaba en pie delante de la chimenea, con las manos apoyadas en la repisa y contemplando fijamente las brasas.

—¿Señor? —Gyneth inició una reverencia al volver el Sumo Iniciado la cabeza, y entonces vio aquel bulto inidentificable y cubierto con la cortina en el suelo, y frunció el entrecejo—. ¿Qué...?

Keridil atajó la pregunta antes de que Gyneth pudiese formularla.

— Gyneth, éste es un caso urgente. Quiero que vayas a ver discretamente a cada uno de los miembros antiguos del Consejo de Adeptos y les pidas que vengan a verme inmediatamente. Eso... —y señaló con mano súbitamente temblorosa la cortina— oculta los restos de un miembro del Consejo que ha sido asesinado en mi presencia hace unos minutos.

Gyneth abrió mucho los ojos, pero antes de que pudiese hablar, Keridil prosiguió:

—Ahora comprendes por qué te he dicho que el caso es urgente. Recuérdalo: todos los Ancianos del Consejo, y nadie más.

El viejo asintió con la cabeza, controlando valerosamente su incredulidad. Midiendo sus palabras, dijo:

— Está bien, Señor. ¿Debo... explicar la razón de la urgencia del caso a los venerables Ancianos?

Keridil se mordió el labio. Ésta era la cuestión cruciaclass="underline" su decisión marcaría definitivamente el camino a seguir, y una vez la hubiese tomado, no podría volverse atrás. Una imagen de Tarod, tal como había entrado en el estudio, confundió su visión interior, y el miedo volvió a hacer presa en él, como una mano fría y vigorosa. El miedo y la repugnancia y... casi... una especie de odio...

— No, Gyneth — dijo—. No sería prudente, pues los rumores circulan demasiado fácilmente y con demasiada rapidez en el Castillo. Diles solamente... —Se estrujó las manos—. Diles que necesito la aprobación del Consejo para ordenar una ejecución.

Confia en mí había dicho Keridil. Desde luego, había respondido él. Pero ahora, sentado detrás de las cortinas corridas de su ventana, Tarod estaba obsesionado por una duda que se negaba a dar paso al razonamiento. Ni siquiera el doble tormento de su dolor por Themila y del recuerdo de su terrible venganza podían disiparla; un instinto que no le daba momento de reposo hurgaba en su conciencia, persistente, inconmovible.

Keridil le había prometido la ayuda del Círculo, y durante todos los años de su amistad, incluso desde la infancia, Tarod no había visto nunca que faltase a su palabra. Pero ayer, en la cámara del Consejo, se había abierto un abismo entre los dos, y sólo ahora se daba cuenta de que aquel abismo había existido ya y se había ido agrandando desde el día de la investidura de Keridil como Sumo Iniciado. Los acontecimientos de los últimos días habían hecho que se ensanchase de modo inconmensurable, hasta el punto de que la noche pasada le había parecido que era juzgado por un extraño... y por un extraño que no le quería bien.

Difícilmente podía culpar a Keridil de que su antigua amistad hubiese perecido, a la luz de todo lo que había pasado. Apoyar a un hombre que, a los ojos de cualquier ser sensato, debía parecer un demonio, pues la acusación de Rhiman había causado efecto, y que había sido indirectamente responsable de la muerte de su propio padre, era más de lo que Tarod podía pedirle. Sin embargo, Keridil le había prometido su ayuda..., aunque algo en su comportamiento y en su voz había despertado una inquietante in tuición.

Tarod no podía creer que el Sumo Iniciado le traicionase. No era el estilo de Keridil; habría podido condenarle abier tamente, pero que recurriese a los subterfugios y al engaño era algo inconcebible, a menos que Tarod se hubiese equivocado completamente acerca de él.